7.
Kara
hubiera deseado tener una cerveza a mano. Bueno, mejor dos. Una para bebérsela
y la otra para lanzársela a la cara a aquel gilipollas que tenía delante. Le
estaba hinchando bien los cojones el mamarracho que le había asaltado por la
calle a aquellas horas de la madrugada; y después de la conversación con Edgar
no estaba para que le tocaran los ovarios, la verdad.
—
Vamos, tía. Sé que te conozco. Yo te he visto antes… — Aseguró con un golpe
firme de cabeza que casi lo tira al suelo. — ¿Eres la tipa que canta los
sábados por la noche en el cuchitril de Sixto?
Kara
no tenía ni puta idea de quién cojones era el tal Sixto o la chavala con la que
la había confundido. Y le importaba una mierda bien grande.
—
No. — Gruñó.
—
Pues te pareces un huevo, tú.
Rodó
los ojos. Se hubiera marchado de allí si no hubiera quedado con Xareni en que
se reunirían en aquel punto en cuanto terminara de hablar con Edgar.
—
¿Seguro que no eres cantante?
— No.
— Vamos, canta
algo.
—
¡Qué no, hostia!
El
tipo retrocedió unos pasos ante su tono, pero enseguida se le olvidó y volvió a
atosigarla.
—
Pues yo te conozco de algo, que lo sé yo.
Kara
dudaba mucho que aquel tipo pudiera saber algo más que dónde tenía la polla, y
porque no podía perderla. Aunque en aquel momento estuviera a punto de quedarse
sin ella para siempre como no cerrase la boca.
—
¡Ey, tú! — Gritó Xareni, acercándose a ellos. — Largo.
Aquel
tipo pudo haber dudado, pero conocía a Xareni; tenía que hacerlo si frecuentaba
aquel bar. Xareni era amiga del dueño, y no era la primera vez que los
seguratas le partían la cara al primero que se acercaba a molestar a la morena.
Hizo bien en largarse, al parecer no era tan gilipollas como parecía, o puede
que simplemente tuviera buenos instintos.
—
Odio tener que esperar. — Murmuró Kara, mirando a su amiga con los brazos
cruzados.
Xareni
se encogió de hombros. Había perdido la noción del tiempo ayudando a Ronan con
los preparativos para el local. Había un evento grande dentro de unos días, una
fiesta universitaria o algo así. Andrómeda
tenía que destacar con la decoración y la buena música.
—
Tengo pases gratis para una fiesta. — Dijo como disculpa. — Vamos entra.
Andrómeda
no era una discoteca, no era un puticlub y tampoco un casino; era una jodida
mezcla de todo que te explotaba en la cara con luces de colores y los olores
más extravagantes que existían, tanto, que podías pillar un colocón de los
buenos con solo pasar allí poco más de un par de horas.
—
¿Ya ha vuelto Ronan a liarse con los del Tercio? — Preguntó Kara, siguiendo a
su amiga entre luces de neón y olor a marihuana.
—
No, es una fiesta universitaria o algo así. — Murmuró Xareni. — Qué más da. Lo
que importa es que me ha dado pases para que vayamos.
—
Es lo que tiene tirarse al jefe del local. — Se burló Kara, sacándole la
lengua.
—
Son negocios, ya lo sabes.
Vaya
si lo sabía. La historia de Xareni y Ronan era épica de cojones, de esas que
podías escuchar mil y una veces y nunca te cansas. Era una de las favoritas de
Kara, sobre todo si la contaba Ronan.
Se
habían conocido en los ochenta. En esa época en la que el ambiente estaba tan
cargado de música rock, llena de protestas y rebeldía, que parecía que te
levantabas con el cerebro dándote vueltas de tanto agitar la cabeza al son de
la guitarra de los grandes.
Ronan
era batería de un grupo de mierda que como mucho alcanzaría el éxito en el
garaje de su jodida chabola. Si se conocieron fue porque la demonio estaba
tirándose al vecino y la música le impedía concentrarse en el asunto. De hecho,
la primera vez que hablaron, Xareni no dejaba de gritarles que como no pararan
de tocar los cojones con esa música de gato en celo les metería las baquetas
por el culo al compás de tres por cuatro.
Con
lo que no contaba su amiga era con esos aires de pirata seductor de Ronan y ese
jodido sexto sentido que tenía para conseguir siempre lo que se proponía. Sobre
todo, cuando se enteró de la sangre de demonio de Xareni. “Un pacto con el
demonio” sí. Y a lo grande.
Hicieron
negocio, un jodido local de lujo en la ciudad a medias. Y es que Ronan era dos
cosas: un encanto, y un hijo de puta. El Andrómeda abrió sus puertas a lo
grande: música, alcohol, drogas, bailarines y exoticidad. Vino gente de todo el
estado de Virginia y gente de las profundidades. Demonios, caídos y humanos
bailaban por primera vez juntos en una oda de rebeldía contra todo y contra
nada. Porque era así, que de tanto protestar la gente empezaba a quejarse de
todo, y eso a la larga, no era nada.
—
¡Kara! — La saludó Ronan, dándole un abrazo de padre. — Ya me he enterado de la
noticia, lo siento mucho, pequeña…
Kara
sintió un escalofrío. Ya no lo sentía tanto, ahora tenía un objetivo, un plan a
seguir para recuperar lo que le pertenecía. Ahora todo estaba en juego.
—
Si, yo también. — Murmuró, entrando dentro del despacho de Ronan.
El
despacho de Ronan era una habitación insonorizada en el sótano del Andrómeda,
con un sofá viejo del garaje donde comenzó todo y un mini bar vacío que no
servía para gran cosa teniendo un jodido pub en la planta de arriba. A Kara
siempre le había gustado el aspecto de necesidad que tenía aquella habitación,
como si de tanto espacio libre llamara a gritos que alguien lo llenara de
trastos sin sentido.
— Al parecer las
noticias vuelan…
Xareni
frunció los labios, solía hacerlo cuando tenía algo que decir que sabía que no
le iba a gustar. Kara ya conocía aquel gesto, lo había visto tantas veces que
cada vez que lo veía se le venía a la cabeza todo lo malo que había hecho en su
vida, y eran demasiados recuerdos en un momento.
—
Han sido los caídos, ya sabes que les gusta meter mierda sobre nosotros. —
Gruñó Xareni, sentándose en el sofá.
—
¿Los caídos?
—
Sí, se han pasado por aquí hace un rato con risas y ganas de meterse en peleas.
Parecían que iban de local en local buscando a quién contarle lo que ha pasado.
— Murmuró Ronan.
A
sus treinta y pico años, Ronan parecía mayor. Había ido perdiendo el pelo y
tenía unas cuantas entradas y aquel aire de cansancio que llevaba siempre
encima. Como si supera que sus años de pirata se habían acabado y hubiera
envejecido veinte tacos de golpe.
Kara
lo había conocido así. De hecho, la primera vez que Xareni se lo había
presentado, cuando la peliblanca cumplió los quince, Ronan le había parecido
una gran figura paterna que tomar como ejemplo. Tal vez por eso Ronan siempre
la llamaba “pequeña”.
—
¿Sira estaba con ellos?
—
No, no se sabe nada del príncipe desde hace un día. — Comentó Xareni. — He
hecho los deberes por ti, y nadie sabe dónde se ha metido. La gente cree que
Amaymón lo habrá mandado a hacer recados.
Mejor.
Si Kara se cruzaba con él, acabaría por arrancarle la garganta con sus propios
dientes.
—
Estaba ocupada, ya lo sabes.
—
Con Edgar. — Asintió Xareni.
Sabía
que su amiga no le preguntaría directamente cómo le había ido aquello, sino que
se esperaría a que Kara se abriese ella sola y se lo contara. En aquel momento
no estaba muy por la labor, pero cedió.
—
He hablado con él. — Susurró Kara, bajando la mirada al suelo de baldosas
azules. Nunca le habían gustado esas baldosas, brillaban demasiado para su
gusto, sobre todo cuando Ronan se empeñaba en encerarlas. — Nada fuera de lo
común. Justo cuando me proponía asustarlo alguien salía del bar, la morena que
estaba con el caído en Brooklyn
Roof. Me he pirado.
—
¿La tiene él? — Preguntó Ronan.
Kara
no tenía pruebas, no le había visto el antebrazo, pero había sentido toda esa
energía dentro de él. Tenía que tenerla. Su marca.
—
Sí… No la he visto, pero estoy segura.
Ronan
asintió triste, era la misma mirada que ponía al ver todos aquellos pósters de
viejas glorias en la pared. Aquella mirada de pérdida y esperanza que te
retuerce el estómago con ambas manos. Kara no quería esa mirada sobre ella.
—
No creo que asustarlo sea la mejor manera de conseguir que te devuelva la
marca. — Murmuró Xareni.
Kara
suspiró. Otra vez la misma conversación, como si Kara no le hubiera explicado
ya que aquella era la única manera que conocía de conseguir las cosas; que
siempre había sido así, que ella no tenía el don de pirata de Ronan o la
carisma y determinación de Xareni, que ella tenía lo que tenía, la cabeza más
dura que una piedra y el torrente de impulsos en las venas.
—
Es la única forma que conozco para que me devuelva la marca…
—
Puede que no sea uno de esos chicos que se asustan fácilmente. — Comentó Ronan,
y Kara solo pudo quedarse mirándolo fijamente. — Los chavales de los fondos tienen
esa mala hostia incrustada en el pecho y el alma tan oxidada que hasta chirría.
Están acostumbrados a las malas experiencias: un padre que los abandona, una
madre que es como si no estuviera, un baño que compartir entre cinco hermanos…
Esas cosas.
Ronan
había sido uno de esos chicos de bajos fondos, de los que salen a la calle
solos a medianoche con las manos en los bolsillos y esa mirada de depredador en
los ojos que te hacen retroceder y cruzar de acera. Pero Ronan era un caso
aparte, los niños rotos no suelen acabar convertidos en panteras o piratas como
él, los niños rotos se convertían en basura en las calles: drogadictos
demasiado dependientes del polvo de la aspiradora, Peter panes que no se
retiran de su infancia como tampoco se deshacen de los cristales clavados en
sus pies descalzos, gatos salvajes que o acaban atropellados o en la perrera
rodeados de sus mayores enemigos, gente como ellos mismos.
Los
piratas y las sirenas eran niños rotos con agallas, y de esos había muy pocos
en el mundo. No todos aguantan tan bien la respiración bajo su propia mierda, y
los que pueden, no todos aprovechan ese don para salir del fango de sus vidas.
Ni siquiera con un ángel guardián a sus espaldas o haciendo pactos con el
submundo.
—
Edgar no parece un niño roto. — Murmuró Kara. — Parece… No parece nada que haya
conocido, pero es débil por dentro.
—
¿Débil?
Xareni
y Ronan se miraron de reojo. Kara había aprendido a apreciar esa mirada. Esa
era la mirada que se echaban dos amantes que comparten secretos y la imagen
perfecta del cuerpo del otro. Porque Kara estaba segura de que tuvieron algo en
su época, aunque ambos se negasen a admitirlo, porque las miradas así no surgen
de los años, sino de los orgasmos.
—
Sí, no sé… — Kara no sabía cómo explicar aquella mirada que había visto en los
ojos de Edgar, sólo sabía que la había odiado y lo había odiado a él. — Era
miedo, miedo mezclado con fascinación y algo más.
Ronan
le sostuvo las manos firmemente, manos de batería, de los que tocan el fondo de
tu canción favorita y el ritmo de un corazón abandonado.
—
Esa, Kara, es la mirada de un niño roto con agallas.
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