6.
Hay momentos que se te quedan grabados en la mente, como
si tu cerebro hubiera hecho click y
la fotografía hubiera captado todos esos detalles que pensabas que nadie más
veía, pero que son tan evidentes que parece que la palabra “detalles” les viene
pequeña.
Edgar tenía un montón de esas imágenes en la mente, y de
vez en cuando, cuando algo le recordaba a aquel momento de su vida, revivía
aquella imagen en su cabeza una y mil veces hasta que conseguía silenciar sus
pensamientos cuando se quedaba durmiendo. Y eso, la mayoría de las veces,
significaban largas horas de insomnio por las noches mirando a la pared.
No es que fuera muy sano, pero Edgar no podía hacer nada
para evitarlo. Siempre había sido así. La mayoría de esos recuerdos
fotografiados por su mente eran en esos momentos a las tantas de la madrugada,
cuando el silencio pesa tanto que el simple hecho de rozar el suelo de puntillas
parece un sonido atroz.
En aquel momento, se le vino a la mente aquella vez que
se cayó dentro del contenedor de la basura cuando tenía seis años. Podría haber
sido uno de esos recuerdos que pasan y decides olvidar. Pero dado que se quedó
encerrado durante casi dos horas en el contenedor, no pudo evitar que su
cerebro hiciera click y tomara la
imagen.
Edgar
no sabía por qué le había asaltado aquel recuerdo.
Mentira. Sí lo sabía. Aquel jodido olor a podrido que le
llegaba a ráfagas desde que aquel tipo se había acercado a hablar con Nicole.
No era la primera vez que lo había visto. De hecho,
llevaba semanas acercándose a Nicole de vez en cuando. Eran compañeros en la
universidad o algo así le había dicho su amiga, aunque Edgar estaba seguro de
que lo que menos le interesaba a aquel macarra de los pantalones caídos eran
los apuntes de Nikki.
No le sorprendió verlo allí. Brooklyn roof era uno de los bares más concurridos de la ciudad. A
solo unos pasos de la playa y tan cerca del barullo del centro que parecía el
lugar perfecto de encuentro para el veinte por ciento de la población.
El caso era que aquel olor le estaba empezando a dar
arcadas, y no entendía como ninguno de sus amigos parecía no percatarse de
ello. Ni siquiera había visto a Ophelia haciendo ninguna mueca, con lo
exagerada y tan poco disimulada que era ella.
Edgar se llevó la jarra de cerveza a los labios,
intentando respirar por la boca o, mejor aún, intentando no respirar.
—
Tío, ¿estás bien? —
Le preguntó Zay. —
Parece que estés sufriendo una reacción alérgica o algo.
—
Estoy bien. —
Mintió, comenzando a toser.
Aquella vez, cuando tenía seis años, había llorado
durante todo el tiempo que estuvo mentido en el contenedor. Aunque, ahora que
lo recordaba, no habría sabido decir si había sido por el dolor de la pierna
rota que le impedía salir de aquella trampa maloliente o por el olor que se
acumulaba en su nariz y le impedía respirar con normalidad.
—¿Vas
a ir a la fiesta de inicio?
—
¡Claro! — Soltó
Nicole, riéndose abiertamente. —
De hecho, hace poco estábamos hablado de la fiesta. Es este sábado, ¿no?
Aquel tipo asintió.
«La
fiesta.»
Hacía unas semanas habían vuelto a las clases en la
universidad, y todo el mundo hablaba de la fiesta que montarían para
celebrarlo. Como si volver a la rutina de estudio fuera motivo de celebración.
Edgar lo veía como una excusa para emborracharse hasta sangrar alcohol por los
ojos de forma socialmente aceptable.
No pensaba asistir.
—
¡Vamos, Nikki! —
Protestó Zay, pasándole a Edgar un brazo por el hombro para incluirlo en su
protesta. — ¡Ya
hemos hablado de esto! ¡No vamos a ir!
Nicole se cruzó de brazos y fulminó a Zay con la mirada.
Esa una de las habilidades especiales de Nikki, esa mirada de penetrantes ojos
azules que te hacía desear que dejara de mirarte antes de que consiguiera
explotarte la cabeza con la mente.
—
¡Hablad por vosotros! —
Dijo enfurruñada. —
Yo pienso ir.
Zay
miró a Edgar rogándole con la mirada, ambos sabían que acabarían yendo
arrastrados por la morena a aquella fiesta.
— Ya sabes que cuando se pone así no hay quien pueda
con ella, tío. —
Murmuró Edgar, encogiéndose de hombros.
Ophelia
rodó los ojos.
— Sois tan predecibles… — Murmuró.
Nicole,
por el contrario, sonrió abiertamente y le devolvió la mirada al tipo que tenía
frente a ella.
De
nuevo aquel olor impregnando en la nariz de Edgar.
— Danel, ¿te apetece una cerveza? — Le preguntó con coqueteo. — Yo invito.
Edgar
disimuló su sonrisa. Todos los allí presentes sabían lo que significaba aquella
cerveza por parte de su amiga. Nicole solo invitaba a alcohol a los tíos a los
que quería tirarse, a los que le interesaban de verdad los invitaba a café.
— ¿Danel? — Preguntó Ophelia. — ¿Qué nombre es ese?
— Es bíblico.
«Ese olor…» Pensó, tragándose una arcada.
— Enserio, Edgar, ¿estás bien? — Murmuró Ophelia, subiéndose las gafas de montura
roja.
— Voy fuera un momento.
—
No te mueras. — Lo
animó Zay.
Como si fuera a morirse… Como mucho se moriría del asco
ahí dentro si seguía cerca de ese tipo.
A lo mejor se había cambiado de colonia, Edgar no
recordaba haber olido nada parecido el otro día, cuando se le acercó para
preguntarle por Nikki. Aunque, de todas formas, podía haber sido que no le
estuviera prestando la suficiente atención aquel día. Después de la clase de
historia del arte salía un poco descolocado y desorientado, como si el profesor
Declan, con aquella voz de reproductor de música antiguo, los hipnotizara a
todos con las anécdotas que conocía de Renoir.
—
Renoir era conocido por sus obras de desnudos. Una vez, le preguntaron que cómo
conseguía esa sugerencia a los desnudos. ¿Sabéis lo que contestó? — Les había preguntado el señor Declan aquella mañana. — Contestó que él solo pintaba y pintaba hasta que le
entraban ganas de pellizcar su obra. Así sabía que ya estaban terminadas.
Edgar sonrió por lo bajo.
—¿Sabéis
por qué pintaba desnudos?
—
Porque era un salido. — Gritó alguien por el fondo. Todos rieron.
—
Porque es el único estilo que no pasa de moda.
Salió
del bar.
Las
noches en Virginia solían ser frías, y, aquella en particular parecía que traía
consigo el frío del norte. Como si hubiera decidido que ya era hora de que
entrara el otoño en la ciudad.
Tampoco es que le importase, le gustaba salir fuera,
siempre solía esperar a Nicole ahí cuando todos se habían marchado ya y su
amiga se negaba a irse hasta que no se le volvieran a abrir las ampollas de los
talones.
A Edgar le gustaba el sonido de la calle a las tantas de
la madrugada, cuando podía escuchar la música de los diferentes bares
mezclándose en un ruido sordo por debajo de su mente. Le daba el escenario
perfecto para pensar, y, a aquellas horas, siempre tenía la mente a mil por
hora.
—
Hey… — Le
sorprendió una voz a su espalda.
Sonrió de lado, girándose a mirar a la chica que tenía
delante.
—
Hey… — Saludó
a su vez.
Edgar se sorprendió, no espera encontrarse unos ojos
dorados tan grandes escrutándolo fijamente, y mucho menos, ver aquella melena
de blanco platino brillar bajo las luces del bar.
Kara, por el contrario, no estaba nada sorprendida. Edgar
era el típico chico de su edad, con las chaquetas grandes de estampado militar
y los vaqueros rotos; con el pelo rubio peinado de cualquier forma y el color
marrón oscuro de sus ojos. De hecho, después de mirarlo tan de cerca, solo se
le ocurría una palabra para describirlo: «débil».
—
Edgar, ¿verdad?
—
¿Te conozco?
Kara
sonrió y negó con la cabeza lentamente.
—
No, todavía no.
Edgar
la miró fijamente y se encogió de hombros. «Menuda respuesta.» Pensó.
—
¿Quieres un cigarro? — Le preguntó, apoyándose junto a la pared del bar y
aprovechando la ocasión para encenderse uno.
—
No fumo.
—
Bien por ti. — Dijo, levantando el mechero como si fuera una copa con la que
brindar.
Kara
se acercó un poco más. Podía sentirlo: esa sensación que le había descrito
Xareni, ese subidón de energía, de esa energía que habitaba en su interior y
que comenzaba a perderse cuanto más tiempo pasaba en la Tierra. Estaba segura
de que era él. De que la tenía él.
—
Hace frío. — Fue lo único que dijo al respecto.
—
Virginia es así, — Comentó Edgar. — un día te mueres de frío y al otro estás en
la playa montándote una buena con tus amigos.
Edgar
la miró fijamente, como esperando una sonrisa por su parte, como si hubiera
dicho algo gracioso o merecedor de una mueca simpática por parte de la demonio.
—
Supongo… — Mustió, frunciendo el ceño.
El
rubio soltó una carcajada, tirando todo el humo que había retenido. Era
irónico, ahora que se había librado de aquel olor a podrido de Danel se dedicaba
a llenarse los pulmones del humo del tabaco.
—
¿No es un poco pronto para estar tan enfurruñada, chica?
—
Bueno, tú también lo estarías en mi lugar… Chico.
Edgar
la miró fijamente y no pudo evitar quedarse embelesado mirándola. Podía ver
perfectamente todo el odio que había en los ojos de Kara, toda esa furia
contenida que estaba proyectando hacia él y que Edgar no entendía de dónde
podía venir tanta amargura y dolor en una chica de su edad.
—
¿Estás… bien? — Tartamudeó.
—
He perdido algo… — Comentó Kara, apoyándose en la pared junto a Edgar, hombro
con hombro.
El
contacto le pareció torpe, pero, aun así, Kara no pudo evitar pensar que,
si lo tocaba, tal vez toda la energía de su marca regresaría a ella. Que tal
vez las cosas serían fáciles por una vez, y que se ahorraría todos los
problemas que la presencia de Edgar parecía crear en su vida.
—
¿Algo importante?
—
Lo más importante… — Mustió la demonio, bajando la mirada al suelo. — Pero las
cosas van a mejorar. — Sonrió. — Cada vez estoy más cerca de recuperarlo.
Edgar
pudo haber salido corriendo con solo percibir la mirada que aquella chica le estaba
lanzando, pudo haber corrido lejos, salir del condado o huir del país. Sin
embargo, no lo hizo. No lo hizo porque no pudo, porque la misma mirada que lo
invitaba a salir huyendo lo retenía, porque aquella mirada era como un animal
que te clavaba los dientes en la cadera y era incapaz de soltarte.
—
¿Quién…? ¿qué eres?
—
Un ángel. — Le susurró Kara al oído. — Uno de los malos.
© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario