Carmesí
De noche de inmundicia y
erotismo una capa negra emerge de las sombras con el rostro de la muerte. En el
cinto un cuchillo, y en el pecho, el suave tamborileo de quien sabe que saldrá
exento de toda fechoría. Dulce agonía de quién se cree privilegiado de la parca
y su guadaña, sin saber que ni ella misma es perdonada bajo el mandato del
cielo y el infierno.
Música de rosas y risas de
violetas que envuelven el ambiente de tal ostentosa celebración, que ni motivo
ni respeto presenta ante su humilde anfitrión. Y ni hablar del gran adinerado
que sobre las escaleras mantiene una sátira conversación con las flores más jóvenes
del jardín. No. El verdadero artista de la obra no guarda más que versos en sus
bolsillos, y más que artista se siente musa del arte y su creación.
Desfachatez la de la joven que
desprecia los colores carmesíes de su cuadro al sonar las campanas, que más que
un nuevo día anuncian una nueva inspiración. Ni siquiera se pregunta por los
entresijos de las oscuras motivaciones del hombre o los misterios de su
conciencia. Los tacha de locura sin remedio, enfermedad que busca una salvación
en el fondo de una botella de alcohol. Tonterías. ¿Cómo no puede ver la belleza
de su más tímida creación? Ni el mejor de los poetas hubiera podido captar
aquellas luces de velas candentes en sus mejillas al tiempo justo en el que
toda luz se apagaba de sus ojos. ¡Eso sí era poesía!
Una nueva rosa suspira en voz alta
tras las cortinas de seda, se tapa su desabrigo como si temiera que captara con
su arte las piedras preciosas de su vestido. No le interesan las joyas o el
dinero, no hay mayor pago que esa exaltación de labios entreabiertos; como si
esperaran un último beso antes de morir. Que irónico y satisfactorio que su
arte reciba como pago más arte convertido en realidad. Que mordaz que la más
sombría y lúgubre muestra de talento, reciba como retribución la más hermosa de
las inspiraciones.
Contradictorios sus
sentimientos, que llenos de euforia y desasosiego, se topan con la más clara
muestra de injusticia que en tales acontecimientos cabe esperar. Ni el sonido
de las ventanas al crujir o los caballos relinchar anunciando la llegada de su
último suspiro lo saca tanto de sus casillas. ¡Una súplica de vida! ¿No
entienden que su trabajo no tendría sentido sin toda su colaboración? ¿No
entienden que el sabor a metal en la sangre es un llamamiento a su nombre? Que
griten de agonía mientras Troya arde en llamas. Que el pianista perderá sus
dedos, pero antes tocará su obra maestra.
Las voces de los que se hacen
llamar justicia tocan a la puerta con el sonido de sus botas como nudillos en
la madera. Sorprendidas escucha sus voces, más hizo aviso de la hora y fecha de
su exhibición. Que no tachen de cómico al escritor de tragedias la próxima vez
que el hacha clave el filo en sus gargantas.
Y el lienzo sigue llenándose
de color hasta no dejar ni un solo espacio en blanco, como el sonido del
escritor al teclear o manchar la pluma de tinta. Insatisfecho con el resultado
de su obra mira la última esquina sin crear y se promete que aquel pequeño
trozo sea la cumbre de su última creación. Tan pequeña y débil, con un
propósito más grande que el resto y aquella mirada de ojos azules que miran a
la cara a la muerte con más vergüenza que temor.
Pregunta en voz alta si ese es
su final, con la barbilla en alto y determinación en la puta de la lengua.
Aquella sería la primera parte de su cuerpo que retratara, aunque normalmente
no le gustaba pintar los labios de color rubí. Le recordaba a las prostitutas
de los muelles en la madrugada, como si esperaran que un marinero viniera a
menospreciarlas. Aquella vez, sin embargo, haría una excepción. Solo por ella;
por esa esquina en blanco que parece retarle a frustrar su trabajo.
La muerte, con su rostro
huesudo de marfil bajo una máscara de indiferencia, asiente. Y ella calla y
baja la mirada. ¿Cómo retratar ese arrepentimiento tan puro en su mirada, si lo
único que consigue cuando la mira a los ojos es aceptación? ¿Acaso es eso lo
que pretende? ¿Acaso menosprecia toda su obra sin siquiera verla acabada?
Injusticia. ¿Quién si no el
verdadero arte es capaz de juzgarse a sí mismo? Si la sangre corre y el cuervo
repite aquel estribillo del que los humanos lo tacharon, ¿cómo puede ella reírse
de la más trágica de sus motivaciones?
Causticidad al darse cuenta de
sus intenciones. Que pretende pagarle con la misma moneda, como si el ojo por
ojo y diente por diente, no fueran las bases de su talento. Y la muerte, con el
pincel todavía goteando, se arrodilla ante el fin de su pintura y, todavía
jadeando, grita en muerte:
No hay comentarios:
Publicar un comentario