Cinco Minutos
Aquella noche ni siquiera hacía buen tiempo, el reloj
parecía no avanzar nunca, y los pesados segundos aplastaban la ciudad con todo su peso, tiñéndola de un
gris triste y melancólico. Sí, eso es lo que parecía la ciudad, parecía que
estaba triste y desorientada, buscando entre todos los recovecos que formaban
las callejuelas una pequeña llama de luz. Como si rogara a pleno pulmón un poco
de vida.
Supongo que por eso se llama así: Le cirque de la
flamme éternelle.
Fue
una sorpresa que apareciera aquella noche, como si hubiera escuchado las
súplicas silenciosas de Charles y su respuesta hubieran sido las cientos de
carpas de colores que se expandieron a las afueras de la ciudad.
A
Charles siempre le había fascinado la rapidez con la que en una mañana montaban
todo un espectáculo de alegría y diversión, las cientos de luces brillantes y
llamativas que atraían tu atención o los preciosos y salvajes ejemplares que
amaestraban. Era todo un reclamo, todo lo que había pedido Charles a solo unos
pasos del centro de la ciudad.
Tampoco
le extrañó que media ciudad apareciera aquella noche a la entrada del circo,
deseosos de ver la magia que se anunciaba en los carteles de publicidad que
habían recorrido las calles aquella mañana. Carteles que anunciaban toda una
noche de nuevas experiencias y sensaciones nunca antes vividas.
Lo
que no esperaba experimentar Charles aquella noche fue eso. Pero hizo que
gastar todos sus ahorros en Le
cirque de le flamme éternelle valiera la pena.
Una
vez dentro, el interior de la carpa era todavía más espectacular que su exterior.
Los colores rojo y dorado que se apreciaban en el estampado a rayas de éstas lo
dejó boquiabierto, supuso que sería por el viento que había empezado a silbar
en el exterior pero parecía que las franjas estuvieran formadas de oro líquido
y llamas de fuego.
A
los pocos minutos, las luces se apagaron, dando lugar al comienzo del
espectáculo. Un niño pequeño comenzó a llorar muy cerca de Charles cuando aquel
hombre hizo presencia en el escenario de tierra.
Tal
vez Charles se sorprendió al esperarse al típico presentador de circo con un
gran y fino bigote adornando su cara y el sombrero de copa a juego con el
esmoquin rojo y azul. Aquel hombre, sin embargo, hubiera aparecido en las
pesadillas de Charles, en vez de en el sueño de todo niño. Si su abuela hubiera
estado allí junto a Charles, hubiera empezado a rezar en voz baja que el
demonio no se llevara a su querido nieto.
Charles
había oído hablar de ese tipo de personas, pero nunca las había visto en
persona, y se alegraba de no haberlo hecho hasta ahora. Definitivamente,
parecía una criatura salida del mismísimo infierno.
Tenía
la piel pálida, casi transparente, y el cabello de un rubio tan blanco como la
nieve. El esmoquin blanco parecía una especie de broma de mal gusto sobre su
cuerpo, como si corroborara su procedencia de las profundidades. Sin embargo,
lo que más miedo daba en él, era el color de su mirada. En aquel momento, a
Charles le pareció estar mirando a los ojos al diablo.
―
¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos a la casa de los sueños: Le cirque de la flamme éternelle!
No
se oyó ni un solo aplauso, incluso estaba seguro de que media ciudad estaba
conteniendo el aliento. Sin embargo, aquel hombre sonrió abiertamente. Tal vez estuviera
acostumbrado a aquella reacción.
―
Lo que esta noche les espera les dejará con la boca abierta. Puede que se
enamoren de nuestras bailarinas, que quieran adoptar uno de nuestros tigres o
montar en uno de nuestros elefantes… Pero recuerden, ante todo, que Le cirque de le flamme éternelle sólo
aparece una vez.
Aquello
último lo dijo mirando a Charles directamente, como si intentara advertirle de
lo que se le avecinaba, aunque puede que hubiera sido todo imaginación suya.
―
Y ahora, sin más miramientos: ¡Que empiece el espectáculo!
Las
luces se apagaron de nuevo, y esta vez, si se escucharon los aplausos del
público a su alrededor. Charles, sin embargo, no aplaudió, todavía demasiado
afectado por el color rojo de los ojos del presentador.
La
música comenzó segundos después, justo cuando los diferentes focos iluminaban a
las bailarinas del escenario.
Música
de violines e instrumentos de cuerda que llenaban el aire de maravillosas ondas
de colores, como el viento cuando levanta las hojas otoñales y se las lleva
consigo a lugares inusitados. Era todo un espectáculo lleno de magia y belleza,
pero no la magia que estaba buscando Charles.
Más
tarde, aparecieron los payasos, que llenaron toda la carpa de risas y
carcajadas casi tan sonoras como la música de los violines.
―
¿Sabes por qué las focas siempre miran al techo mientras actúan?
―
Porque arriba hay focos.
Más
risas.
El
mago y sus trucos, que hacía levitar a hermosísimas mujeres y sacaban pequeños
animales de sus chisteras.
Más aplausos.
Los grandes y
majestuosos elefantes que hacían equilibrios sobre pelotas de plástico,
pintados con los colores de la bandera.
Gritos de júbilo.
Los trapecistas,
que parecían volar sobre sus cabezas y hacían que rodar por el cielo sujeto a
una cuerda resultase fácil y atractivo.
Miradas de
admiración.
Y entonces: el
gran espectáculo que transportaría a la gente a un lugar lleno de magia y
belleza. El espectáculo final.
― Damas y
caballeros. Habéis disfrutado de
nuestras bailarinas, os habéis contagiado de nuestras risas, habéis
llorado de emoción con nuestros espectáculos. Pero todavía no habéis visto la
llama de este circo, la mujer que da vida a los ojos de los espectadores, la
fuente de tanta fama: ¡nuestra querida Summer y sus tigres de Bengala!
Si Charles estaba
seguro antes de entrar de las maravillosas y exóticas criaturas del circo,
ahora no dudaría ni un segundo en poner la mano en el fuego al decirlo.
Incluso estaba
seguro de que todo el público se había quedado maravillado ante tal ejemplar.
Su sola presencia parecía amaestrar hasta a los más pequeños del público, y
todo hombre en aquella carpa deseaba poseer tamaño esplendor.
Summer. No había
nombre que desencajase más con esa mujer. Todo en ella representaba a la
perfección la estación de lluvias y grandes nevadas.
Su piel, casi tan
pálida como la del presentador, parecía brillar como si estuviera rociada de
purpurina; su pelo, de un castaño oscuro que a Charles le recordaba los troncos
de los viejos robles; y sus ojos oscuros, que parecían atraerte hasta un pozo
sin fondo.
Dios. Charles
nunca antes había visto tal hermosura y no pudo evitar que el corazón le
rebotase en el pecho con tanta fuerza que estaba seguro acabaría con moretones
como huellas dactilares.
Ni siquiera había
empezado la actuación y Charles ya deseaba alzarse del asiento y dejarse las
manos aplaudiendo.
Las luces se
apagaron una a una, dejando un único foco de luz sobre Summer, y la sonrisa que
le dedicó al público les desafiaba a apartar la vista del escenario. Nadie se
atrevió a desafiarla.
El primer tigre
de bengala hizo presencia en el interior de la jaula de metal, rugiendo con
tanta fuerza que hizo temblar a Charles. No le extrañaba que aquella feroz
bestia se esforzase tanto en llamar la atención del público, teniendo a Summer
junto a él, le era difícil atraer a las miradas curiosas.
Si se escuchaba
música de fondo, Charles no llegó a apreciarla. Estaba tan absorto que le
resultaba imposible apartar la mirada o siquiera dejar de prestar atención. Sentía que si dejaba de mirarla, se perdería
algo importante.
El escenario se
iluminó de un cálido rojo procedente de las diferentes antorchas que rodeaban
el cerco de tierra. Se hizo un gran silencio en el público y el espectáculo
comenzó con fuerza.
Los tigres de
Bengala rodearon a la chica, dando vueltas a su alrededor como pequeños
satélites a un planeta, parecían dispuestos a atacarla, pero en cuanto Summer
alzó las manos, los tigres solo pudieron inclinarse en un reverencia.
Summer, sin
embargo, parecía que sólo acababa de empezar, y miraba entre el público como si
estuviera eligiendo a la siguiente fiera que iba a amaestrar.
Por una milésima
de segundo, Summer pasó los ojos sobre Charles, aunque no pareció prestarle
importancia, ya que continuó repasando al público sin percatarse de la mirada
de admiración que éste le lanzaba.
Charles centró la
mirada en Summer, ajeno totalmente a cómo los tigres ejecutaban sus trucos
saltando entre aros de fuego a las órdenes de la chica. Sin embargo, en medio
del espectáculo apareció un ejemplar blanco que obligo a Charles a apartar la
mirada de ella.
El tigre blanco
parecía un gran fantasma entre los demás tigres. Era más grande que el resto y
sus ojos azules miraban al público desde el centro de la arena, donde se sentó
a la espera de las órdenes de Summer.
Sin embargo,
cuando ésta se acercó, el gran tigre se puso a dos patas y rugió con todas sus
fuerzas. Summer no retrocedió ni un solo paso ante la amenaza del tigre. En
aquel momento Charles estaba contemplando una auténtica batalla que se
desarrollaba ante los ojos del gran público, una guerra por el mando de la
manada.
El tigre volvió a
caer con un gruñido sobre sus patas delanteras y se acercó peligrosamente a
Summer. Ésta, en vez de apartarse o huir, estiró la mano hacia el felino y
esperó.
Charles no había
visto nunca tal control, tanta fuerza, y se sorprendió al ver tales actitudes
en la chica en vez de en el felino.
La tensión entre
sus miradas era tan fuerte, que un solo suspiro hubiera podido acabar con
aquella aura que emanaban.
El gran ejemplar
blanco volvió a alzarse sobre sus patas traseras, pero esta vez, colocó las
delanteras en los hombros de Summer mientras dejaba que la chica le acariciara
el pelaje con suavidad.
La oscuridad
volvió y se tragó con ella aquel abrazo entre Summer y el tigre blanco. Dejando
un eco de más en el aire y en el pecho de Charles. Un eco tan intenso que se
tragó todo pensamiento razonable de su mente.
Charles se
levantó de su asiento y salió de aquella carpa conteniendo la respiración. La
lluvia comenzó a empaparle la cara en cuanto pisó el exterior del circo. Gota a
gota, sin prisa, como grandes lágrimas del cielo.
No le importó
embarrarse los zapatos o mancharse la camisa, no le importó que se le helara
hasta el alma o acabar empapado hasta el tuétano. No le importaba nada que no
fuera encontrarla a ella bajo la lluvia, esperándolo quizás.
― ¡Summer! ―
Gritó. ― ¡Summer!
La lluvia parecía
tragarse sus palabras, ahogándolas en un eco vacío, y por un momento, llegó a
pensar que no la encontraría.
― ¡Summer!
Una mano le
agarró la muñeca por detrás. Tenía los dedos fríos y húmedos, y eran tan suaves
como la mirada que le dedicó ella.
― Te estaba buscando.
― Mustió Charles, sintiéndose como un completo estúpido. Aunque no le importó,
ella estaba allí.
Summer sonrió y
asintió. Clavando sus profundos ojos sobre los de él.
― Lo sé… Te
estaba esperando.
Charles se quedó
sin habla, no sabía que decir, nunca se había sentido tan torpe en su vida,
nunca antes se le había atragantado la voz o había sentido la garganta seca al
hablar con una mujer. Nunca antes se había sentido como Summer lo estaba
haciendo sentir.
― Hola, Summer…
― Hola…
― Charles.
― Hola Charles…
No dijo nada más,
simplemente se quedó mirándola fijamente, como si admirara un cuadro abstracto,
como si intentara adivinar qué le transmitía.
Llevaba la melena
castaña suelta y las gotas de lluvia le pegaban el pelo a la cara, sintió el impulso
de apartarle el pelo, pero se contuvo. Los ojos le brillaban como si estuviera
a punto de llorar, brillaban más de lo que la oscuridad propia hubiera podido
brillar y su mano todavía agarraba la muñeca de Charles.
Pasó sus dedos
entre los de ella, entrelazándolos, y por un momento le pareció sentir una
descarga eléctrica por todo su cuerpo. Supo, nada más acariciar el dorso de su
mano, que no encontraría una pieza que encajara más con la suya, que estaba
destinado a sostener su mano para siempre, y supo, ante todo, que su mundo
había cambiado para siempre.
― Summer… ¿Lo
sientes?
Charles casi
susurró las palabras sobre los labios de la chica, casi podía sentir su aliento
sobre él haciéndole cosquillas. Casi.
― Charles,
deberías irte. ― Anunció ella de golpe.
No le había hecho
falta sostener un arma entre sus manos, sólo con pronunciar esas tres simples
palabras, acababa de matar a Charles. Sólo hacía falta eso, una mujer y tres
simples palabras.
― Pues
devuélvemelo. ― Anunció él, más dolido que nunca.
― ¿Devolvértelo?
¿Devolverte el qué, Charles? ― Summer parecía sorprendida, y lo miraba a él
como si no entendiera nada.
Sonrió, había
conseguido sorprenderla, por un momento, había conseguido que Summer sintiera
lo que él sentía cada vez que la miraba: sorpresa y desconcierto.
― Mi corazón…
Summer miró a
Charles con una mueca indescifrable en los labios, tal vez pretendía sonreír
pero algo se lo impedía. Tal vez era el mismo Charles quién lo hacía.
― Charles, no me
conoces…
― ¡Déjame
hacerlo! ¡Déjame conocerte, Summer! ¡Déjame saber cuáles son tus peores miedos,
tus emociones más fuertes, tus pasiones más secretas! ― Charles volvió a
acercarse a Summer y la agarró de la cintura. ― Vente conmigo y déjame
conocerte.
― Tengo que irme…
En aquel momento
Summer se parecía más a sus tigres de Bengala encerrados en sus jaulas que a la
chica del espectáculo. En aquel momento parecía un animal encadenado que tenía
miedo de lo que podría significar la libertad.
― Adiós, Charles…
Charles no hizo
nada para detenerla, había escuchado que si de verdad amabas algo debías
dejarlo ir. Y tuvo que repetirse esa frase una y otra vez para no correr tras
ella.
― Adiós, Summer…
― Mustió mientras veía como su cuerpo desaparecía poco a poco, siempre sin
perderla de vista, no quería mirar al suelo y darse cuenta al levantar la
mirada que de verdad se había ido.
La gente
comenzaba a salir de la carpa, todos satisfechos con el espectáculo, todos con
una extraña luz en los ojos, tal vez la llama eterna que daba nombre al circo
los había alcanzado a ellos también, quizás ese era el propósito del circo.
Devolverle la vida a los que la habían perdido.
Sin embargo, Le cirque de la flamme éternelle le
había dado a Charles mucho más que eso y luego… Luego se lo había arrebatado.
No hubo días
después de aquella noche que Charles no se arrepintiera de haber dejado marchar
a Summer. Sentía que le faltaba algo, y la sensación en su pecho no hacía sino
corroborar que era ella quién le faltaba.
Se sentía egoísta
al desearla de esa manera cuando había sido ella la que se había marchado, pero
algo dentro de él le decía que debía ir a buscarla, que ella le estaba
esperando allá donde estuviera.
Preguntó por
todos lados cuándo regresaría el circo a la ciudad, pero siempre obtenía la
misma respuesta, que Le cirque de la
flamme éternelle sólo aparecía una vez.
― Bien, pues
dígame dónde va a parecer… ― Mustió Charles. ― Dígame dónde encontrarla.
― Nadie lo sabe,
simplemente aparece cuando menos te lo esperas y donde más lo necesitan.
― Yo lo necesito…
Sobra decir que
viajó por toda Europa buscándola, desde Gran Bretaña hasta Roma y a las puertas
de Ucrania. Había visto las bellas playas de las costas del mediterráneo, los
enormes acantilados que caían hasta el océano, había visto la nieve más altas
de las montañas del norte y los monumentos tan famosos de las antiguas
ciudades. Pero nada comparado con la belleza de Summer.
Nada
sobre Summer.
Charles abandonó
su búsqueda tres meses después, justo cuando visitó por completo todas las
calles de la hermosa ciudad de Amsterdam y no encontró ni rastro de Summer.
Amsterdam… Ya
había estado buscando a Summer allí, fue su primera parada, pero había decidido
volver a la ciudad. Tal vez por una corazonada. Pero debía de tener el corazón
averiado, sí, estaba seguro de que su corazón no funcionaba como debía desde
que Summer se marchó.
El sonido de la
campana de la estación de tres le estalló en los oídos con tanta fuerza que
estaba seguro se había quedado medio sordo.
― ¡Pasajeros al
tren! ¡Pasajeros al tren!
Genial. Charles
no solo no había encontrado a Summer, sino que además iba a llegar tarde a
coger el tren. ¡Por el amor de dios! ¡Si ni siquiera tenía comprado el billete!
Pero le importó
poco cuando su mirada divisó la melena castaña a lo lejos, tan brillante que
reflejaba la luz del sol que se colaba por los grandes ventanales de la
estación de tren.
― Summer…
¡Summer!
Parecía mentira
que la hubiera encontrado por fin, después de todo, justo cuando ya había
abandonado su búsqueda, justo cuando se había resignado a vivir con el efímero
recuerdo de Summer bajo su piel, justo cuando se empezaba a acostumbrar al
dolor en su pecho por haberla perdido.
― ¡Summer! ―
Gritó con todas sus fuerzas, intentando que su llamada hiciera que ella se
detuviera, que dejara de alejarse de él con cada paso que daba. Pero ella no
parecía escuchar la voz de Charles gritando su nombre. ― ¡Summer!
No consiguió
detenerla hasta que por pura inercia, Charles la agarró del brazo. Iba a ser
egoísta, iba a ser la persona más egoísta del mundo, y le daba igual. No iba a
permitir que Summer se alejara de él nunca más.
― Summer… ― Susurró
en cuanto ella se giró a mirarlo con los ojos desorbitados. ― Oh…
«Oh.» Fue lo
único que Charles logró decir al descubrir que Summer no era Summer. Se había
equivocado de mujer. Sí, puede que tuviera el mismo cabello castaño que Summer,
pero no era ella. Ni entrecerrando los ojos o doblando la cabeza hacia la
izquierda se parecería a Summer.
― Lo siento… ―
Tartamudeó Charles. ― Me he equivocado… Pensaba que usted era… Lo siento…
Sí que lo sentía.
Sentía mucho la presión en su pecho al haber vuelto a perder a Summer. Pensaba
que la tenía, que por fin iba a poder estrecharla en sus brazos, y como si
nada, la había vuelto a perder.
Había perdido dos
veces en menos de tres meses a Summer, a la mujer de la que se había enamorado
perdidamente. Algo así no podría ser sano para su cerebro, y mucho menos, para su corazón; de eso estaba
seguro.
― Lo siento… ―
Volvió a repetir, y dejó marchar a la mujer con el cabello de Summer.
La bocina del
tren al alejarse parecía reírse de Charles a carcajada limpia, como si le
hiciera gracia su desdicha. Y en cierto modo, lo entendía. Había sido muy
ridículo al pensar que Summer estaría en la estación ferroviaria de Amsterdam.
Charles se sentó
al borde de una fuente que decoraba la estación, dejando caer todo su peso
sobre el frío y húmedo mármol. Estaba cansado. Estaba cansado de seguir
sufriendo, y no sabía cómo evitar el dolor. Tal vez lo mejor que podría hacer
era caer en el olvido, dejar que éste se llevara el recuerdo de Summer muy
lejos de él, y que con su recuerdo, se llevara también el dolor.
Charles pareció
quedarse dormido con ese pensamiento en la mente, porque cuando tornó a abrir
los ojos, el arrebol de las nubes le quemaba la vista. Estaba anocheciendo, y
el cielo presentaba ese color rojo tan incandescente que parece que las nubes estén
hechas de fuego.
Un bostezo se le
escapó de la garganta cuando se incorporó con dolor de espalda, no sabía qué le
había despertado, pero agradecía no seguir durmiendo en esa postura tan
incómoda.
Charles se acercó
a la ventanilla de peaje con la espalda encorvada y los andares pesados, sentía
el cerebro embotonado todavía y estaba seguro de que necesitaba una buena
ducha.
― Buenas tardes… ―
Comenzó a saludar Charles, pero algo lo detuvo. Un pequeño cartel pegado junto
a la ventanilla de billetes. ― ¿Le cirque de le flamme éternelle?
Algo dentro de él
se encendió, y casi podía notar como la sangre le empezaba a hervir por dentro,
dejando que las cientos de burbujas de aire explotaran dentro de él.
― Sí, actúa esta
noche. ― Asintió el hombre de la ventanilla. ― Es una pena que no pude asistir,
dicen que Le cirque de la
flamme éternelle sólo…
― …sólo aparece
una vez. ― Terminó por él Charles. ― Tengo que irme… Tengo… Tengo que encontrar
a alguien. ― Mustió todavía sorprendido, y salió corriendo en busca de Summer.
Ya está, ya la
tenía. Ya casi podía oler su perfume o escuchar el rugir de sus tigres de
Bengala. Pero en cuanto Charles divisó a lo lejos las carpas del circo, se
detuvo en seco.
No lo hizo para
que sus pulmones recuperaran el aire que pedían a gritos con fuertes pinchazos,
ni porque estuviera seguro de que su corazón se le fuera a salir por la
garganta si no le daba un respiro. Lo hizo por miedo. Tenía miedo de volver a
perder a Summer. De encontrarla y que ella volviera a rechazarlo. Tenía miedo
de que Summer le rompiera el corazón con un último golpe.
― ¿Charles?
Summer.
― ¿Charles?
Charles escuchaba
la voz de Summer llamándolo, pero seguía paralizado por el miedo. Tenía miedo
de volver a equivocarse y que la mujer que lo llamara no fuera Summer, pero
tenía más miedo aún de que sí lo fuera.
― Te estaba
buscando… ― Dijo Charles, al darse la vuelta, clavando su mirada en unos
sencillos zapatos de tacón. No quería levantar la mirada del suelo y cruzarse
con los oscuros ojos de Summer.
― Lo sé… Te
estaba esperando. ― Respondió ella, obligándolo a perderse en la oscuridad de
su mirada.
Oh, Summer...
Estaba preciosa. Estaba justo como Charles la recordaba. Tan delicada, tan
ligera, tan fuera de este mundo que parecía etérea. Era, sencillamente,
perfecta. Y lo mejor de todo, era que ella había estado esperándolo.
― ¿Y ahora qué,
Charles? ― Preguntó Summer, se le notaba el miedo en la voz. ― Ahora… Ahora que
me has encontrado… ¿qué va a pasar?
Charles se acercó
a ella y rozó la piel de su muñeca con la de Summer, no era una caricia, sólo
un simple contacto para comprobar que de verdad estaba allí. Había soñado
tantas veces desde que se marchó con volver a sentir el roce su piel…
― Vente conmigo,
Summer. ― Le pidió, apoyando su frente con la de ella y agarrando su mano como
su sostuviera un tesoro. ― Huyamos juntos…
― Charles… No
puedo hacer eso… ― Su voz parecía una súplica. ― No pidas que abandone el circo…
― ¿Por qué no,
Summer? ¿Qué es lo que te retiene aquí?
Summer bajó la
mirada al suelo y comenzó a llorar en silencio, dejando que las lágrimas bajaran
hasta el suelo y helaran el corazón de Charles.
― No lo
entenderías… Estoy presa aquí…
― ¿Quién te
retiene?
― No, no es eso…
Estoy presa aquí porque yo sola me lo he buscado…
Charles no
entendía que era lo que Summer intentaba explicarle, no entendía los motivos de
la chica por permanecer en el circo…
― No lo entiendo…
― Confesó Charles.
― Hice una
promesa… Sin mí, los tigres… ¡Los matarán, Charles! ¡Ellos están aquí por mi
culpa, y permanecer con ellos es mi castigo! ¡No puedo marcharme contigo y
sentenciarlos a muerte!
Los tigres de
Bengala… Charles debía haberlo supuesto, Summer es parte de la manada, son
parte de ella y alejar a los tigres de la chica y sentenciarlos a muerte es
como matar con sus propias manos una parte de Summer.
― Charles, no
puedo matarlos… Ellos…
No necesitaba que
Summer le explicara nada, sólo con ver las lágrimas en los ojos de la chica,
Charles entendía el fuerte lazo que ataba a los majestuosos tigres con la mujer
que él amaba, y comprendió al instante, que si quería que Summer le
correspondiera, debía de soltar las cadenas de sentimientos que le impedían
huir de esa vida con él.
Charles limpió
con el pulgar las lágrimas de la chica y después de darle un pequeño beso en la
frente, se alejó de ella en dirección a las bestias. No tenía claro que iba a
hacer, sólo improvisaría, como cuando estaba con Summer, porque los mejores
momentos son los que se improvisan.
Se acercó a la
jaula a paso decidido y, con un hacha en la mano, comenzó a golpear con fuertes
movimientos el candado que mantenía a las bestias encerradas. Un golpe, dos,
tres… y el candado cayó al suelo con un tintineo metálico, dejando libre a lo
que podría ser la liberación de Summer o la muerte de Charles.
El rugir del
primer tigre saltó sobre Chales a la vez que el grito de Summer le nublaba los
sentidos.
Charles abrió los
ojos despacio, y la oscuridad de la noche le hizo dudar de si seguía con vida o
había muerto por amor. El ejemplar blanco de Bengala que lo miraba desde el
exterior de la jaula todavía le hizo dudar más cuando se inclinó en una
reverencia de gratitud.
Summer se acercó
a él y lo agarró del brazo con fuerza en cuanto se escucharon desde lo lejos
los gritos.
― Deberías irte,
Charles…
Otra vez no,
pensó Charles.
― ¿Irme por qué?
― Vendrán a por
mí.
― Todavía podemos
huir, Summer. Lejos, muy lejos de aquí.
El tigre blanco
rugió frente a ellos, como si estuviera esperando a que tomaran una decisión y
los apremiara.
Summer miró a la
majestuosa bestia con ternura y los ojos húmedos.
― Hay algo más.
Todavía no se ha acabado. ― Confesó la chica.
― Me da igual,
Summer. Te amo.
― Deberías irte
ahora que estás a tiempo, Charles.
― ¿No me has
escuchado? Summer, te amo. No pienso marcharme.
Summer lo miró
como si se acabara de percatar de su presencia a su lado, del roce de su piel
con la de Charles. Lo miró como si no hubiera nada más. Y lo besó.
― ¿Se puede amar
a una bestia, Charles? ― Preguntó interrumpiendo su beso.
― Tú me amas a
mí. Y no hay mayor bestia que un enamorado.
Summer asintió
despacio y depositó otro beso en los labios de Charles.
― Entonces,
huyamos.
Charles amaba a
Summer de la única forma que se puede amar, profunda y verdaderamente. Y la amó
hasta el final de la historia.
La amó incluso
después de descubrir el gran secreto que mantenía a Summer en el circo, la amó
incluso cuando su cuerpo comenzó a curvarse, la amó incluso cuando los lunares
de su piel se convirtieron en manchas alargadas, la amó cuando sus su voz se
tornó un rugido, la amó, incluso, cuando se convirtió en una de sus bestias al
dejar el circo.
Le cirque de le flemme éternelle también
había encendido la llama de la vida en Summer, cuando pidió experimentar el
amor verdadero a cambio de su libertad, convirtiéndola en una mujer tan
majestuosa como lo es un tigre de Bengala, una lástima que sólo durara cinco
minutos.
© 2015
Yanira Pérez.
Esta historia tiene
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