sábado, 31 de diciembre de 2016

7. #UCPED

7.

            Kara hubiera deseado tener una cerveza a mano. Bueno, mejor dos. Una para bebérsela y la otra para lanzársela a la cara a aquel gilipollas que tenía delante. Le estaba hinchando bien los cojones el mamarracho que le había asaltado por la calle a aquellas horas de la madrugada; y después de la conversación con Edgar no estaba para que le tocaran los ovarios, la verdad.
            — Vamos, tía. Sé que te conozco. Yo te he visto antes… — Aseguró con un golpe firme de cabeza que casi lo tira al suelo. — ¿Eres la tipa que canta los sábados por la noche en el cuchitril de Sixto?
            Kara no tenía ni puta idea de quién cojones era el tal Sixto o la chavala con la que la había confundido. Y le importaba una mierda bien grande.
            — No. — Gruñó.
            — Pues te pareces un huevo, tú.
            Rodó los ojos. Se hubiera marchado de allí si no hubiera quedado con Xareni en que se reunirían en aquel punto en cuanto terminara de hablar con Edgar.
            — ¿Seguro que no eres cantante?
— No.
— Vamos, canta algo.
            — ¡Qué no, hostia!
            El tipo retrocedió unos pasos ante su tono, pero enseguida se le olvidó y volvió a atosigarla.
            — Pues yo te conozco de algo, que lo sé yo.
            Kara dudaba mucho que aquel tipo pudiera saber algo más que dónde tenía la polla, y porque no podía perderla. Aunque en aquel momento estuviera a punto de quedarse sin ella para siempre como no cerrase la boca.
            — ¡Ey, tú! — Gritó Xareni, acercándose a ellos. — Largo.
            Aquel tipo pudo haber dudado, pero conocía a Xareni; tenía que hacerlo si frecuentaba aquel bar. Xareni era amiga del dueño, y no era la primera vez que los seguratas le partían la cara al primero que se acercaba a molestar a la morena. Hizo bien en largarse, al parecer no era tan gilipollas como parecía, o puede que simplemente tuviera buenos instintos.
            — Odio tener que esperar. — Murmuró Kara, mirando a su amiga con los brazos cruzados.
            Xareni se encogió de hombros. Había perdido la noción del tiempo ayudando a Ronan con los preparativos para el local. Había un evento grande dentro de unos días, una fiesta universitaria o algo así. Andrómeda tenía que destacar con la decoración y la buena música.
            — Tengo pases gratis para una fiesta. — Dijo como disculpa. — Vamos entra.
            Andrómeda no era una discoteca, no era un puticlub y tampoco un casino; era una jodida mezcla de todo que te explotaba en la cara con luces de colores y los olores más extravagantes que existían, tanto, que podías pillar un colocón de los buenos con solo pasar allí poco más de un par de horas.
            — ¿Ya ha vuelto Ronan a liarse con los del Tercio? — Preguntó Kara, siguiendo a su amiga entre luces de neón y olor a marihuana.
            — No, es una fiesta universitaria o algo así. — Murmuró Xareni. — Qué más da. Lo que importa es que me ha dado pases para que vayamos.
            — Es lo que tiene tirarse al jefe del local. — Se burló Kara, sacándole la lengua.
            — Son negocios, ya lo sabes.
            Vaya si lo sabía. La historia de Xareni y Ronan era épica de cojones, de esas que podías escuchar mil y una veces y nunca te cansas. Era una de las favoritas de Kara, sobre todo si la contaba Ronan.
            Se habían conocido en los ochenta. En esa época en la que el ambiente estaba tan cargado de música rock, llena de protestas y rebeldía, que parecía que te levantabas con el cerebro dándote vueltas de tanto agitar la cabeza al son de la guitarra de los grandes.
            Ronan era batería de un grupo de mierda que como mucho alcanzaría el éxito en el garaje de su jodida chabola. Si se conocieron fue porque la demonio estaba tirándose al vecino y la música le impedía concentrarse en el asunto. De hecho, la primera vez que hablaron, Xareni no dejaba de gritarles que como no pararan de tocar los cojones con esa música de gato en celo les metería las baquetas por el culo al compás de tres por cuatro.
            Con lo que no contaba su amiga era con esos aires de pirata seductor de Ronan y ese jodido sexto sentido que tenía para conseguir siempre lo que se proponía. Sobre todo, cuando se enteró de la sangre de demonio de Xareni. “Un pacto con el demonio” sí. Y a lo grande.
            Hicieron negocio, un jodido local de lujo en la ciudad a medias. Y es que Ronan era dos cosas: un encanto, y un hijo de puta. El Andrómeda abrió sus puertas a lo grande: música, alcohol, drogas, bailarines y exoticidad. Vino gente de todo el estado de Virginia y gente de las profundidades. Demonios, caídos y humanos bailaban por primera vez juntos en una oda de rebeldía contra todo y contra nada. Porque era así, que de tanto protestar la gente empezaba a quejarse de todo, y eso a la larga, no era nada.
            — ¡Kara! — La saludó Ronan, dándole un abrazo de padre. — Ya me he enterado de la noticia, lo siento mucho, pequeña…
            Kara sintió un escalofrío. Ya no lo sentía tanto, ahora tenía un objetivo, un plan a seguir para recuperar lo que le pertenecía. Ahora todo estaba en juego.
            — Si, yo también. — Murmuró, entrando dentro del despacho de Ronan.
            El despacho de Ronan era una habitación insonorizada en el sótano del Andrómeda, con un sofá viejo del garaje donde comenzó todo y un mini bar vacío que no servía para gran cosa teniendo un jodido pub en la planta de arriba. A Kara siempre le había gustado el aspecto de necesidad que tenía aquella habitación, como si de tanto espacio libre llamara a gritos que alguien lo llenara de trastos sin sentido.
— Al parecer las noticias vuelan…
            Xareni frunció los labios, solía hacerlo cuando tenía algo que decir que sabía que no le iba a gustar. Kara ya conocía aquel gesto, lo había visto tantas veces que cada vez que lo veía se le venía a la cabeza todo lo malo que había hecho en su vida, y eran demasiados recuerdos en un momento.
            — Han sido los caídos, ya sabes que les gusta meter mierda sobre nosotros. — Gruñó Xareni, sentándose en el sofá.
            — ¿Los caídos?
            — Sí, se han pasado por aquí hace un rato con risas y ganas de meterse en peleas. Parecían que iban de local en local buscando a quién contarle lo que ha pasado. — Murmuró Ronan.
            A sus treinta y pico años, Ronan parecía mayor. Había ido perdiendo el pelo y tenía unas cuantas entradas y aquel aire de cansancio que llevaba siempre encima. Como si supera que sus años de pirata se habían acabado y hubiera envejecido veinte tacos de golpe.
            Kara lo había conocido así. De hecho, la primera vez que Xareni se lo había presentado, cuando la peliblanca cumplió los quince, Ronan le había parecido una gran figura paterna que tomar como ejemplo. Tal vez por eso Ronan siempre la llamaba “pequeña”.
            — ¿Sira estaba con ellos?
            — No, no se sabe nada del príncipe desde hace un día. — Comentó Xareni. — He hecho los deberes por ti, y nadie sabe dónde se ha metido. La gente cree que Amaymón lo habrá mandado a hacer recados.
            Mejor. Si Kara se cruzaba con él, acabaría por arrancarle la garganta con sus propios dientes.
            — Estaba ocupada, ya lo sabes.
            — Con Edgar. — Asintió Xareni.
            Sabía que su amiga no le preguntaría directamente cómo le había ido aquello, sino que se esperaría a que Kara se abriese ella sola y se lo contara. En aquel momento no estaba muy por la labor, pero cedió.
            — He hablado con él. — Susurró Kara, bajando la mirada al suelo de baldosas azules. Nunca le habían gustado esas baldosas, brillaban demasiado para su gusto, sobre todo cuando Ronan se empeñaba en encerarlas. — Nada fuera de lo común. Justo cuando me proponía asustarlo alguien salía del bar, la morena que estaba con el caído en Brooklyn Roof. Me he pirado.
            — ¿La tiene él? — Preguntó Ronan.
            Kara no tenía pruebas, no le había visto el antebrazo, pero había sentido toda esa energía dentro de él. Tenía que tenerla. Su marca.
            — Sí… No la he visto, pero estoy segura.
            Ronan asintió triste, era la misma mirada que ponía al ver todos aquellos pósters de viejas glorias en la pared. Aquella mirada de pérdida y esperanza que te retuerce el estómago con ambas manos. Kara no quería esa mirada sobre ella.
            — No creo que asustarlo sea la mejor manera de conseguir que te devuelva la marca. — Murmuró Xareni.
            Kara suspiró. Otra vez la misma conversación, como si Kara no le hubiera explicado ya que aquella era la única manera que conocía de conseguir las cosas; que siempre había sido así, que ella no tenía el don de pirata de Ronan o la carisma y determinación de Xareni, que ella tenía lo que tenía, la cabeza más dura que una piedra y el torrente de impulsos en las venas.
            — Es la única forma que conozco para que me devuelva la marca…
            — Puede que no sea uno de esos chicos que se asustan fácilmente. — Comentó Ronan, y Kara solo pudo quedarse mirándolo fijamente. — Los chavales de los fondos tienen esa mala hostia incrustada en el pecho y el alma tan oxidada que hasta chirría. Están acostumbrados a las malas experiencias: un padre que los abandona, una madre que es como si no estuviera, un baño que compartir entre cinco hermanos… Esas cosas.
            Ronan había sido uno de esos chicos de bajos fondos, de los que salen a la calle solos a medianoche con las manos en los bolsillos y esa mirada de depredador en los ojos que te hacen retroceder y cruzar de acera. Pero Ronan era un caso aparte, los niños rotos no suelen acabar convertidos en panteras o piratas como él, los niños rotos se convertían en basura en las calles: drogadictos demasiado dependientes del polvo de la aspiradora, Peter panes que no se retiran de su infancia como tampoco se deshacen de los cristales clavados en sus pies descalzos, gatos salvajes que o acaban atropellados o en la perrera rodeados de sus mayores enemigos, gente como ellos mismos.
            Los piratas y las sirenas eran niños rotos con agallas, y de esos había muy pocos en el mundo. No todos aguantan tan bien la respiración bajo su propia mierda, y los que pueden, no todos aprovechan ese don para salir del fango de sus vidas. Ni siquiera con un ángel guardián a sus espaldas o haciendo pactos con el submundo.
            — Edgar no parece un niño roto. — Murmuró Kara. — Parece… No parece nada que haya conocido, pero es débil por dentro.
            — ¿Débil?
            Xareni y Ronan se miraron de reojo. Kara había aprendido a apreciar esa mirada. Esa era la mirada que se echaban dos amantes que comparten secretos y la imagen perfecta del cuerpo del otro. Porque Kara estaba segura de que tuvieron algo en su época, aunque ambos se negasen a admitirlo, porque las miradas así no surgen de los años, sino de los orgasmos.
            — Sí, no sé… — Kara no sabía cómo explicar aquella mirada que había visto en los ojos de Edgar, sólo sabía que la había odiado y lo había odiado a él. — Era miedo, miedo mezclado con fascinación y algo más.
            Ronan le sostuvo las manos firmemente, manos de batería, de los que tocan el fondo de tu canción favorita y el ritmo de un corazón abandonado.
            — Esa, Kara, es la mirada de un niño roto con agallas.



            © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados. 

domingo, 27 de noviembre de 2016

Carmesí.

Carmesí

De noche de inmundicia y erotismo una capa negra emerge de las sombras con el rostro de la muerte. En el cinto un cuchillo, y en el pecho, el suave tamborileo de quien sabe que saldrá exento de toda fechoría. Dulce agonía de quién se cree privilegiado de la parca y su guadaña, sin saber que ni ella misma es perdonada bajo el mandato del cielo y el infierno.

Música de rosas y risas de violetas que envuelven el ambiente de tal ostentosa celebración, que ni motivo ni respeto presenta ante su humilde anfitrión. Y ni hablar del gran adinerado que sobre las escaleras mantiene una sátira conversación con las flores más jóvenes del jardín. No. El verdadero artista de la obra no guarda más que versos en sus bolsillos, y más que artista se siente musa del arte y su creación.
Desfachatez la de la joven que desprecia los colores carmesíes de su cuadro al sonar las campanas, que más que un nuevo día anuncian una nueva inspiración. Ni siquiera se pregunta por los entresijos de las oscuras motivaciones del hombre o los misterios de su conciencia. Los tacha de locura sin remedio, enfermedad que busca una salvación en el fondo de una botella de alcohol. Tonterías. ¿Cómo no puede ver la belleza de su más tímida creación? Ni el mejor de los poetas hubiera podido captar aquellas luces de velas candentes en sus mejillas al tiempo justo en el que toda luz se apagaba de sus ojos. ¡Eso sí era poesía!
Una nueva rosa suspira en voz alta tras las cortinas de seda, se tapa su desabrigo como si temiera que captara con su arte las piedras preciosas de su vestido. No le interesan las joyas o el dinero, no hay mayor pago que esa exaltación de labios entreabiertos; como si esperaran un último beso antes de morir. Que irónico y satisfactorio que su arte reciba como pago más arte convertido en realidad. Que mordaz que la más sombría y lúgubre muestra de talento, reciba como retribución la más hermosa de las inspiraciones.
Contradictorios sus sentimientos, que llenos de euforia y desasosiego, se topan con la más clara muestra de injusticia que en tales acontecimientos cabe esperar. Ni el sonido de las ventanas al crujir o los caballos relinchar anunciando la llegada de su último suspiro lo saca tanto de sus casillas. ¡Una súplica de vida! ¿No entienden que su trabajo no tendría sentido sin toda su colaboración? ¿No entienden que el sabor a metal en la sangre es un llamamiento a su nombre? Que griten de agonía mientras Troya arde en llamas. Que el pianista perderá sus dedos, pero antes tocará su obra maestra.
Las voces de los que se hacen llamar justicia tocan a la puerta con el sonido de sus botas como nudillos en la madera. Sorprendidas escucha sus voces, más hizo aviso de la hora y fecha de su exhibición. Que no tachen de cómico al escritor de tragedias la próxima vez que el hacha clave el filo en sus gargantas.
Y el lienzo sigue llenándose de color hasta no dejar ni un solo espacio en blanco, como el sonido del escritor al teclear o manchar la pluma de tinta. Insatisfecho con el resultado de su obra mira la última esquina sin crear y se promete que aquel pequeño trozo sea la cumbre de su última creación. Tan pequeña y débil, con un propósito más grande que el resto y aquella mirada de ojos azules que miran a la cara a la muerte con más vergüenza que temor.
Pregunta en voz alta si ese es su final, con la barbilla en alto y determinación en la puta de la lengua. Aquella sería la primera parte de su cuerpo que retratara, aunque normalmente no le gustaba pintar los labios de color rubí. Le recordaba a las prostitutas de los muelles en la madrugada, como si esperaran que un marinero viniera a menospreciarlas. Aquella vez, sin embargo, haría una excepción. Solo por ella; por esa esquina en blanco que parece retarle a frustrar su trabajo.
La muerte, con su rostro huesudo de marfil bajo una máscara de indiferencia, asiente. Y ella calla y baja la mirada. ¿Cómo retratar ese arrepentimiento tan puro en su mirada, si lo único que consigue cuando la mira a los ojos es aceptación? ¿Acaso es eso lo que pretende? ¿Acaso menosprecia toda su obra sin siquiera verla acabada?
Injusticia. ¿Quién si no el verdadero arte es capaz de juzgarse a sí mismo? Si la sangre corre y el cuervo repite aquel estribillo del que los humanos lo tacharon, ¿cómo puede ella reírse de la más trágica de sus motivaciones?
Causticidad al darse cuenta de sus intenciones. Que pretende pagarle con la misma moneda, como si el ojo por ojo y diente por diente, no fueran las bases de su talento. Y la muerte, con el pincel todavía goteando, se arrodilla ante el fin de su pintura y, todavía jadeando, grita en muerte:

«Impune queda el asesino de mi alma, impune de todo crimen cometido, libre de pecado y castigo. ¿Qué temor aguarda el que no le teme a nada? Si lo que más teme es ser temido, y por pura evidencia se torna asesino.» 







martes, 22 de noviembre de 2016

Musa.


Musa

Decidle a Calíope que vuelva, 
que sin ella la vida no tiene sentido.
Que cuando se muere tu musa ya no queda nada por lo que vivir.
Que solo te queda el tiempo atrapado en una excusa;
que la diferencia entre la vida y el sueño es difusa. 

Decidle a Calíope que no llore, 
que llorar si no es para escribir un poema no tiene sentido.
Que ya lo dijo Omero en su prosa, 
que lo que más jode es saber que se ha ido. 

Y yo ya no sé si voy o vengo, 
si nunca fui o seré;
que qué cojones me importa el mañana
si ahora no estás y quiero.

Decidle a Calíope que la echo de menos,
que he perdido la cuenta de las veces que he escrito su nombre en blanco,
y que me recuerde si esto que siento ya lo que sentido 
o es solo que lo siento tanto. 

Decidle a Calíope que me lea
una historia de amor como la de Patroclo y Aquiles.
Una trágica y hermosa que me recuerde a la vida,
y que Clío se muera de envidia al escuchar su voz en la distancia de su huida. 

Decidle a Calíope que la quiero, 
que si ni siquiera Orfeo pudo resistirse a echar un vistazo, 
como espera ella 
que soporte su despedida sin abrazo. 

Decidle a Calíope que me enseñe, 
que a ser puta no la gana nadie, 
y que ni la vida es tan cabrona como ella. 
Que necesito afrontar su ausencia con ironía,
porque sus cicatrices han dejado herida. 

Decidle que no lo digo enserio. 

Decidle a Calíope que vuelva,
que vuelva ahora o vuelva en eones.
Que se demore en su decisión como con Adonis,
pero que vuelva; que tanta soledad
me tiene hasta los cojones. 



© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.

sábado, 12 de noviembre de 2016

6. #UCPED

6.

            Hay momentos que se te quedan grabados en la mente, como si tu cerebro hubiera hecho click y la fotografía hubiera captado todos esos detalles que pensabas que nadie más veía, pero que son tan evidentes que parece que la palabra “detalles” les viene pequeña.
            Edgar tenía un montón de esas imágenes en la mente, y de vez en cuando, cuando algo le recordaba a aquel momento de su vida, revivía aquella imagen en su cabeza una y mil veces hasta que conseguía silenciar sus pensamientos cuando se quedaba durmiendo. Y eso, la mayoría de las veces, significaban largas horas de insomnio por las noches mirando a la pared.
            No es que fuera muy sano, pero Edgar no podía hacer nada para evitarlo. Siempre había sido así. La mayoría de esos recuerdos fotografiados por su mente eran en esos momentos a las tantas de la madrugada, cuando el silencio pesa tanto que el simple hecho de rozar el suelo de puntillas parece un sonido atroz.
            En aquel momento, se le vino a la mente aquella vez que se cayó dentro del contenedor de la basura cuando tenía seis años. Podría haber sido uno de esos recuerdos que pasan y decides olvidar. Pero dado que se quedó encerrado durante casi dos horas en el contenedor, no pudo evitar que su cerebro hiciera click y tomara la imagen.
Edgar no sabía por qué le había asaltado aquel recuerdo.
            Mentira. Sí lo sabía. Aquel jodido olor a podrido que le llegaba a ráfagas desde que aquel tipo se había acercado a hablar con Nicole.
            No era la primera vez que lo había visto. De hecho, llevaba semanas acercándose a Nicole de vez en cuando. Eran compañeros en la universidad o algo así le había dicho su amiga, aunque Edgar estaba seguro de que lo que menos le interesaba a aquel macarra de los pantalones caídos eran los apuntes de Nikki.
            No le sorprendió verlo allí. Brooklyn roof era uno de los bares más concurridos de la ciudad. A solo unos pasos de la playa y tan cerca del barullo del centro que parecía el lugar perfecto de encuentro para el veinte por ciento de la población.
            El caso era que aquel olor le estaba empezando a dar arcadas, y no entendía como ninguno de sus amigos parecía no percatarse de ello. Ni siquiera había visto a Ophelia haciendo ninguna mueca, con lo exagerada y tan poco disimulada que era ella.
            Edgar se llevó la jarra de cerveza a los labios, intentando respirar por la boca o, mejor aún, intentando no respirar.
            Tío, ¿estás bien? Le preguntó Zay. Parece que estés sufriendo una reacción alérgica o algo.
            Estoy bien. Mintió, comenzando a toser.
            Aquella vez, cuando tenía seis años, había llorado durante todo el tiempo que estuvo mentido en el contenedor. Aunque, ahora que lo recordaba, no habría sabido decir si había sido por el dolor de la pierna rota que le impedía salir de aquella trampa maloliente o por el olor que se acumulaba en su nariz y le impedía respirar con normalidad.
            ¿Vas a ir a la fiesta de inicio?
            ¡Claro! Soltó Nicole, riéndose abiertamente. De hecho, hace poco estábamos hablado de la fiesta. Es este sábado, ¿no?
            Aquel tipo asintió.
            «La fiesta.»
            Hacía unas semanas habían vuelto a las clases en la universidad, y todo el mundo hablaba de la fiesta que montarían para celebrarlo. Como si volver a la rutina de estudio fuera motivo de celebración. Edgar lo veía como una excusa para emborracharse hasta sangrar alcohol por los ojos de forma socialmente aceptable.
            No pensaba asistir. 
            ¡Vamos, Nikki! Protestó Zay, pasándole a Edgar un brazo por el hombro para incluirlo en su protesta. ¡Ya hemos hablado de esto! ¡No vamos a ir!
            Nicole se cruzó de brazos y fulminó a Zay con la mirada. Esa una de las habilidades especiales de Nikki, esa mirada de penetrantes ojos azules que te hacía desear que dejara de mirarte antes de que consiguiera explotarte la cabeza con la mente.
            ¡Hablad por vosotros! Dijo enfurruñada. Yo pienso ir.
Zay miró a Edgar rogándole con la mirada, ambos sabían que acabarían yendo arrastrados por la morena a aquella fiesta.
Ya sabes que cuando se pone así no hay quien pueda con ella, tío. Murmuró Edgar, encogiéndose de hombros.
Ophelia rodó los ojos.
Sois tan predecibles… Murmuró.
Nicole, por el contrario, sonrió abiertamente y le devolvió la mirada al tipo que tenía frente a ella.
De nuevo aquel olor impregnando en la nariz de Edgar.
Danel, ¿te apetece una cerveza? Le preguntó con coqueteo. Yo invito.
Edgar disimuló su sonrisa. Todos los allí presentes sabían lo que significaba aquella cerveza por parte de su amiga. Nicole solo invitaba a alcohol a los tíos a los que quería tirarse, a los que le interesaban de verdad los invitaba a café.
¿Danel? Preguntó Ophelia. ¿Qué nombre es ese?
Es bíblico.
«Ese olor…» Pensó, tragándose una arcada.
Enserio, Edgar, ¿estás bien? Murmuró Ophelia, subiéndose las gafas de montura roja.
Voy fuera un momento.
            No te mueras. Lo animó Zay.
            Como si fuera a morirse… Como mucho se moriría del asco ahí dentro si seguía cerca de ese tipo.
            A lo mejor se había cambiado de colonia, Edgar no recordaba haber olido nada parecido el otro día, cuando se le acercó para preguntarle por Nikki. Aunque, de todas formas, podía haber sido que no le estuviera prestando la suficiente atención aquel día. Después de la clase de historia del arte salía un poco descolocado y desorientado, como si el profesor Declan, con aquella voz de reproductor de música antiguo, los hipnotizara a todos con las anécdotas que conocía de Renoir.
            Renoir era conocido por sus obras de desnudos. Una vez, le preguntaron que cómo conseguía esa sugerencia a los desnudos. ¿Sabéis lo que contestó? Les había preguntado el señor Declan aquella mañana. Contestó que él solo pintaba y pintaba hasta que le entraban ganas de pellizcar su obra. Así sabía que ya estaban terminadas.
            Edgar sonrió por lo bajo.
            ¿Sabéis por qué pintaba desnudos?
            — Porque era un salido. — Gritó alguien por el fondo. Todos rieron.
            — Porque es el único estilo que no pasa de moda.
            Salió del bar.
            Las noches en Virginia solían ser frías, y, aquella en particular parecía que traía consigo el frío del norte. Como si hubiera decidido que ya era hora de que entrara el otoño en la ciudad.
            Tampoco es que le importase, le gustaba salir fuera, siempre solía esperar a Nicole ahí cuando todos se habían marchado ya y su amiga se negaba a irse hasta que no se le volvieran a abrir las ampollas de los talones.
            A Edgar le gustaba el sonido de la calle a las tantas de la madrugada, cuando podía escuchar la música de los diferentes bares mezclándose en un ruido sordo por debajo de su mente. Le daba el escenario perfecto para pensar, y, a aquellas horas, siempre tenía la mente a mil por hora.
            Hey… Le sorprendió una voz a su espalda.
            Sonrió de lado, girándose a mirar a la chica que tenía delante.
            Hey… Saludó a su vez.
            Edgar se sorprendió, no espera encontrarse unos ojos dorados tan grandes escrutándolo fijamente, y mucho menos, ver aquella melena de blanco platino brillar bajo las luces del bar.
            Kara, por el contrario, no estaba nada sorprendida. Edgar era el típico chico de su edad, con las chaquetas grandes de estampado militar y los vaqueros rotos; con el pelo rubio peinado de cualquier forma y el color marrón oscuro de sus ojos. De hecho, después de mirarlo tan de cerca, solo se le ocurría una palabra para describirlo: «débil».
            Edgar, ¿verdad?
            — ¿Te conozco?
            Kara sonrió y negó con la cabeza lentamente.
            — No, todavía no.
            Edgar la miró fijamente y se encogió de hombros. «Menuda respuesta.» Pensó.
            — ¿Quieres un cigarro? — Le preguntó, apoyándose junto a la pared del bar y aprovechando la ocasión para encenderse uno.  
            — No fumo.
            — Bien por ti. — Dijo, levantando el mechero como si fuera una copa con la que brindar.
            Kara se acercó un poco más. Podía sentirlo: esa sensación que le había descrito Xareni, ese subidón de energía, de esa energía que habitaba en su interior y que comenzaba a perderse cuanto más tiempo pasaba en la Tierra. Estaba segura de que era él. De que la tenía él.
            — Hace frío. — Fue lo único que dijo al respecto.
            — Virginia es así, — Comentó Edgar. — un día te mueres de frío y al otro estás en la playa montándote una buena con tus amigos.
            Edgar la miró fijamente, como esperando una sonrisa por su parte, como si hubiera dicho algo gracioso o merecedor de una mueca simpática por parte de la demonio.
            — Supongo… — Mustió, frunciendo el ceño.
            El rubio soltó una carcajada, tirando todo el humo que había retenido. Era irónico, ahora que se había librado de aquel olor a podrido de Danel se dedicaba a llenarse los pulmones del humo del tabaco.
            — ¿No es un poco pronto para estar tan enfurruñada, chica?
            — Bueno, tú también lo estarías en mi lugar… Chico.
            Edgar la miró fijamente y no pudo evitar quedarse embelesado mirándola. Podía ver perfectamente todo el odio que había en los ojos de Kara, toda esa furia contenida que estaba proyectando hacia él y que Edgar no entendía de dónde podía venir tanta amargura y dolor en una chica de su edad.
            — ¿Estás… bien? — Tartamudeó.
            — He perdido algo… — Comentó Kara, apoyándose en la pared junto a Edgar, hombro con hombro.
            El contacto le pareció torpe, pero, aun así, Kara no pudo evitar pensar que, si lo tocaba, tal vez toda la energía de su marca regresaría a ella. Que tal vez las cosas serían fáciles por una vez, y que se ahorraría todos los problemas que la presencia de Edgar parecía crear en su vida.
            — ¿Algo importante?
            — Lo más importante… — Mustió la demonio, bajando la mirada al suelo. — Pero las cosas van a mejorar. — Sonrió. — Cada vez estoy más cerca de recuperarlo.
            Edgar pudo haber salido corriendo con solo percibir la mirada que aquella chica le estaba lanzando, pudo haber corrido lejos, salir del condado o huir del país. Sin embargo, no lo hizo. No lo hizo porque no pudo, porque la misma mirada que lo invitaba a salir huyendo lo retenía, porque aquella mirada era como un animal que te clavaba los dientes en la cadera y era incapaz de soltarte.
            — ¿Quién…? ¿qué eres?
            — Un ángel. — Le susurró Kara al oído. — Uno de los malos.



 © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados. 

lunes, 31 de octubre de 2016

5. #UCPED

5.

Todos tenemos una debilidad por la que daríamos nuestra vida. Los ángeles se precipitarían contra la tierra por salvarla; los humanos venderían su alma al Diablo por conseguirla; los demonios incendiarían el Mundo por conservarla.
Nhama lo había apostado todo al participar en el grupo de rebeldes; había jugado sus cartas a un precio demasiado alto y ahora solo le quedaba esperar a que el resto mostrara su jugada y se decidiera el ganador de la partida. Todo, por una debilidad.
«No voy a desaparecer, Kara.» Le había dicho su madre. «Nunca.»
Nhama temía desaparecer, esa era su debilidad. Por eso consideraba a Kara una amenaza, por todas las historias de hijos predilectos que derrocan a sus padres, por vivir en un mundo de guerras de fuerza que se disputan bajo un mismo techo.
Ahora, había encontrado una solución a medias a sus problemas. Ahora se aferraba a las promesas de esos rebeldes de una vida eterna, pero, ¿a cambio de qué?
— Kara, prométemelo. — Susurró Xareni, agarrándola con fuerza del brazo.
Kara la miró fijamente. Xareni y ella eran amigas desde hacía años, casi desde que la demonio tenía uso de razón. No se habían criado juntas ni mucho menos. Xareni era una demonio azteca inmortal, una diosa de las profundidades que hacía años había sido temida por media américa latina. Sin embargo, cuando su religión murió, se vio degradada y despreciada por el resto de demonios que ahora ocupaban la élite del submundo. Para cuando Kara nació, ella ya tenía cientos de años.
— ¿Kara?
— ¿Qué? — No se había enterado de nada de lo que le estaba hablando su amiga.
Xareni rodó los ojos y sacudió la cabeza, haciendo chocar entre sí todas las cuentas y plumas que llevaba siempre en su pelo trenzado. Esa era una de las cosas que más le gustaba a Kara de ella, que siempre había estado orgullosa de sus raíces. Que seguía manteniendo con vida toda esa cultura en sí misma: en su ropa, su pelo, incluso en el color canela de su piel y sus ojos.
— Que me prometas que no vas a acercarte más de la cuenta. — Repitió.
Xareni había sido quién la había salvado de las garras de su madre. Se había presentado en la habitación de golpe y sin avisar, había mirado a Nhama de reojo y había pronunciado el nombre de Kara con firmeza. A la demonio no le hicieron falta más palabras para seguir a su amiga y salir de aquella ratonera en la que se había convertido la habitación de Nhama.
— Solo hemos venido a observar, Kara. No a matarlo. — Xareni la observaba con detenimiento. — Así no vas a recuperar tu marca.
Kara gruñó, cruzándose de brazos, pero acabó por asentir.
— Dime como se llama de una vez.
Xareni sonrió de lado. Había estado torturando a Kara al no decirle el nombre de la persona a la que habían venido a vigilar desde que la morena le había dicho que sabía quién tenía su marca.
— ¿No quieres saber antes como he conseguido la información? — Le preguntó su amiga, divertida.
— No.
— Me lo ha dicho Sira. — Soltó de todos modos.
Kara gruñó por lo bajo todos los insultos que se le ocurrieron en aquel momento.
— Capullo, hijo de puta… — Cerró los ojos e intentó respirar con normalidad, pero el corazón le iba a cien por hora de la rabia.
— No sé por qué lo odias tanto, Kara. Te ha ayudado, ¿no?
Aquello la sacó de sus casillas.
— ¡No! ¡Claro que no! — Gritó, histérica y con la voz muy aguda. Había elegido el cuerpo de una chica rubia muy mona que había visto nada más llegar porque llamaría mucho la atención si entraba en el pub llena de hematomas y sangre seca; pero no había contado con el pitido agudo de su voz cuando la vio esperando al autobús. — Fue él quien me arrastró a Lucifer… 
Xareni la miró fijamente y asintió; entendiendo todo por lo que estaba pasando su amiga en aquel momento, pero sin atreverse a mirarla con lástima. Kara y ella se habían hecho amigas por eso, porque Kara nunca trató con pena o burla a Xareni por su condición. Ahora sería ella quién le devolviera el favor a Kara.
— Como sea… Se llama Edgar Arlond.
Kara se decepcionó. No sabía que esperaba que sucediera cuando escuchara el nombre del humano que tenía ahora su Llave; tal vez un escalofrío que le subiera por la espalda o algo. Sin embargo, aquel nombre no le dijo absolutamente nada. No lo conocía en absoluto. Pero si era él quien tenía ahora su marca, iba a hacer que se acordara de ella hasta el fin de sus días.
— No sabemos seguro si es él quien la tiene. — Le advirtió Xareni, como si le hubiese leído el pensamiento. — Por eso hemos venido a vigilar de lejos.
Kara rodó los ojos por enésima vez y asintió.
— Podría ser que el capullo de Sira me haya mentido; Continuó. no quiero tener que arrancarle los ojos a nadie porque tú no has sabido guardar las distancias.
— Parece como si no te fiaras de mí. — La acusó Kara, divertida.
Xareni le devolvió la sonrisa, pero estaba claro que no se fiaba de los impulsos de Kara y que estaría vigilándola toda la noche.
No le extrañaba, Kara era demasiado pasional e impulsiva cuando sus propios sentimientos la saturaban, y ahora, llena de ira, la demonio era una bomba en cuenta atrás a punto de estallar.
            Xareni ya había presenciado varios de los arrebatos de Kara; no dejaría que su amiga volviera a meter la pata. Ya la había metido hasta el fondo al apostar su marca en los juegos de los humanos y perderla.
            Aunque aquello era, en parte, culpa suya. Xareni sabía de las apuestas de Kara en el mundo humano. Incluso sabía que llevaba años apostando su marca en esos estúpidos juegos que tanto la divertían. Debió de haber previsto que un día se acabaría la suerte de su amiga, o simplemente que acabaría por toparse con alguna de las mascotas de esos rebeldes.
— ¿Cómo es que lo dejaste marchar? — Preguntó.
            Kara frunció el ceño, mirando a Xareni como si no entendiera de qué le estaba hablando.
            — El tipo que tenía tu marca… — Aclaró la morena. — ¿Cómo es que no le obligaste a devolvértela?
            Kara se encogió de hombros. Sabía lo que le estaba preguntando en realidad: «¿cómo es que no le arrancaste los dientes uno a uno hasta que te la devolviera?». Pero la demonio no sabía qué contestar; simplemente no le apeteció. Pensaba que lo tenía todo bajo control y que podría volver a por ella cuando quisiera, sin prisa. No se le ocurrió imaginar que acabaría muerto al día siguiente y que Lucifer la castigaría de aquella forma. Todavía le dolía todo.
            — No lo sé. — Le confesó a su amiga. — Supongo que pensaba que lo tenía controlado.
            Xareni la miró fijamente y asintió. Sabía perfectamente cómo se sentía Kara en aquel momento, Xareni se sintió de la misma forma cuando el último creyente de su religión murió y ella, simplemente, lo perdió todo.
            — Está bien. — La animó. — Lo solucionaremos, ¿sí?
            Kara le devolvió la sonrisa.
            Xareni era la única amiga de Kara. Habían pasado por mucho y siempre habían salido adelante. Kara no se imaginaba su vida sin el sonido al chocar de las cuentas del pelo de la morena como banda sonora; y se preguntaba, qué habría sido de ella sin Xareni para sacarla de todos los líos en los que se metía.
— ¿Vamos? — Le preguntó, sonriendo.
— Vamos.

***

Lo primero que te sacude el cuerpo cuando entras en uno de esos pubs nocturnos que iluminan las calles con sus carteles de neón por la madrugada no es el parpadeo continuo de luces de colores que podrían provocarte una epilepsia; sino el retumbar de la música que hace que te tiemblen hasta las pestañas.
A Kara le encantaba. Le hacía recordar que no vivía en un mundo de suelo firme y que la mínima vibración podría tirarla al suelo en apenas unos segundos; y eso le gustaba porque se obligaba a mantenerse estable y fuerte, a no dejarse llevar. En aquel momento lo necesitaba más que nunca.
            «Edgar Arlond.» Pensó. No se quitaba el puñetero nombre de la cabeza desde que Xareni lo había nombrado, y el no poder asociarlo a ningún rostro la estaba volviendo paranoica.
            — ¿Por qué no me dices de una vez quién es? — Le gruñó a su amiga, cruzándose de brazos. Tal vez era el tipo con el que había estado bailando hacía un rato.
            «No.» Pensó. «Lo habría notado.»
            Xareni le había contestado eso mismo la primera vez que le había insinuado que le dijera cuál de todos aquellos humanos tenía su marca, que cuando lo viera lo notaría.
            Para ella era fácil decirlo, ella sabía perfectamente quién era Edgar Arlond. Y se preguntó si su amiga no le habría mentido y simplemente la había sacado de fiesta para distraerla de su pérdida. ¡Como si se le hubiera muerto una mascota!
            — Estoy harta de mirar a todos lados buscando a alguien que no conozco. — Le reprochó Kara.
            Xareni se volvió a mirarla con una sonrisa ladina que la sacó de quicio antes de echar a andar hacia uno de los reservados del fondo con una copa en la mano, que, estaba segura, no había pagado.
Kara la siguió con cuidado; normalmente su amiga no era tan directa, sino que se dedicaba a darle largas hasta que la demonio se hartaba y lo mandaba todo a la mierda.
            No le hizo falta observar cada detalle de las cuatro personas que había en el reservado para identificar a Edgar Arlond. Kara no sabría decir con exactitud qué es lo que sintió realmente en aquel momento, era como si se hubiera cruzado por la calle con una parte de sí misma; pero la sensación duró tan poco y fue tan rápida, que empezaba a dudar de si en realidad había sentido algo o eran las palabras de su amiga y su imaginación que empezaban a jugarle una mala pasada a su mente.
            Kara lo observó con detenimiento. Solo era un chico, más o menos de la edad de Kara, tal vez un par de años menos. La verdad es que nunca se le había dado bien ponerles una edad a los humanos, con los demonios era más sencillo, la piel curtida de las alas de los de su especie era un reflejo de los años vividos.
En aquel momento se preguntó si, ahora que había perdido las alas, los demás demonios la verían como un ser atemporal…
«Da igual.» Pensó. «Voy a recuperarlas. Cada vez estoy más cerca.»
            — Espera… — Mustió Xareni, deteniendo a su amiga a unos pasos del reservado.
            — No. Mi marca…
            — Kara, espera. — Volvió a repetir.
            Entonces fue cuando Kara lo entendió. Primero lo olió, aquel olor tan jodidamente empalagoso y ardiente que parecía que te derretía las papilas gustativas. A los demonios nunca les había gustado ese olor, de hecho, les resultaba tan asquerosamente repulsivo como lo podría ser un trozo de carne en descomposición, y, sin embargo, les gustaba mucho menos a quién iba asociado aquel olor.
            «Caídos.»
            — Deberíamos irnos… — Susurró Xareni, arrugando la nariz ante el olor.
            Pero Kara no iba a marcharse ahora. No iba a cometer el mismo error que hacía un par de noches. Aquella vez iba a recuperar su marca, aunque tuviera que despellejar vivo a Edgar Arlond.
            — No. — Mustió, fijando la mirada en aquella espalda enorme que se había parado frente al reservado. — Espera.
            — Sabes que no pueden vernos por aquí, Kara. — Gruñó Xareni. — Es uno de los guerreros de Amaymón.
            — ¿Y?
            — Que si él está aquí, Sira no estará muy lejos.
            «Sira…»
            A Kara le hubiera gustado encontrarse con Sira aquella noche. Lo habría arrastrado del cuello hasta el rincón más oscuro de aquel antro y le habría hecho gritar hasta que se quedara sin cuerdas vocales para susurrarle que parara.
            — Entonces vete tú, no pienso marcharme sin mi marca.
            Xareni le sostuvo la mirada el tiempo necesario para saber que las palabras de Kara iban en serio. Y lo entendía. Ella misma se había aferrado a su cultura como punto de apoyo cuando lo perdió todo, he incluso ahora, cientos de años más tarde, no se había recuperado del golpe. Kara no lo superaría nunca.
Xareni suspiró.
            — Esperaremos fuera. — Le ofreció. — Pero vámonos de aquí.
            Kara la observó en silencio. Casi podría ver los pensamientos de la demonio reflejados en el oro derretido de sus ojos. Asintió, pero no se movió del sitio.
            — ¿Crees…? ¿Crees que han venido a recuperarla? — Preguntó Kara, mirando de reojo hacia la figura de espaldas de aquel ángel caído. El olor no hacía más que aumentar.
            — ¿Tu marca?
            Asintió.
            — Tal vez han venido a arreglar mi estropicio… Lucifer me dijo que no podía permitir que los humanos se hicieran con el poder de las Llaves. — Confesó.
            Xareni siguió la mirada de Kara.
            — Puede… — Mustió. — O tal vez simplemente lo estén utilizando.
            A Kara no le hizo falta preguntar para qué. El Mundo de las Sombras había empezado a agitarse por culpa de ese grupo de demonios que intentaban alzarse contra Lucifer. Habían conseguido que la gente los temiera. Nhama había hablado de una segunda rebelión contra las fuerzas de Dios.
            «Hay demonios en la Tierra que quieren que los humanos tengan Llaves…» Le había dicho la súcubo. Si se habían enterado de que uno de sus humanos había perdido una llave, estaba segura de que removerían cielo y tierra para volver a conseguirla.
            Kara gruñó. No iba a permitir que ninguno se le adelantara. La llave le pertenecía a ella, y pasaría por encima del grupo de demonios, del ejército de Amaymón o de Edgar Arlond para conseguirla.


 © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados. 

domingo, 18 de septiembre de 2016

4. #UCPED

4.

¿Era así como se sentían esos ángeles al perder su divinidad? ¿Era así cómo algo tan bello y mortífero pasaba a ser algo tan sucio? ¿Ahogándose con sus aureolas y drogándose con la sangre de Dios? ¿Extrayéndoles sus jodidos polvos de hada y marchitando sus diminutas alas con plumas?
Ellos al menos seguían conservando las alas…
Kara hubiera deseado haber despertado encadenada en la pared de la sala de torturas de Lucifer, cualquier lugar era mejor que haber despertado ahí, tumbada en la cama de la lujuria envuelta en los cojines de pelo rosa y las sábanas de seda de araña.
— Buenos días, Kara. — Saludó Nhama.
Kara hubiera deseado poder salir corriendo, pero tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido, y tanto las heridas de su espalda como los huesos rotos de su mano y hombros seguían retorciéndole el estómago de dolor.
— Joder… — Murmuró.
— ¿Te duele?
Le dolía más el orgullo.
— No. — Mintió.
Nhama sonrió de lado y se sentó junto a ella. Era una de las pocas veces que Kara se había acercado tanto a su madre.
La primera vez que Nhama se había acercado a Kara había sido en su octavo cumpleaños, se había arrodillado frente a ella, con aquel vestido rojo de gala que llevaba puesto aquel día y que Kara llevaba días viendo en el armario de su madre, colgado de una percha, aguardando para una ocasión especial. Su cumpleaños había sido esa ocasión, y solo por ese hecho, Kara ya estaba contenta.
Sin embargo, cuando Nhama se acercó a ella, Kara no sabía que esperar de aquel contacto con su madre. Así que se quedó callada, observándola fijamente sin atreverse siquiera a entreabrir los labios con asombro.
Su madre era muy guapa: demasiado joven para todos los años que había vivido, alta y esbelta, delgada y con curvas, con bastante pecho y una melena castaña hasta la cintura que Kara había envidiado siempre. Pero claro, cómo no iba a serlo si era una de las cuatro madres originales de los demonios. Una súcubo, tan por encima de la posición de Kara…
— Feliz cumpleaños, mi niña… — Le había dicho Nhama, sonriendo, y Kara había permanecido inmóvil, solo se movió para coger la cajita que su madre le tendía. — Es un regalo, ábrelo.
Lo había cogido con las manos temblorosas, había desenvuelto el papel con sumo cuidado y había abierto el estuche con tanta delicadeza que temió que Nhama se desesperase y la castigara.
El regalo resultaron ser unos pendientes dorados. Kara los apostó en una de las mesas de juego de un casino en Las Vegas cuando cumplió dieciséis. Los perdió.
Pero claro, aquello había sido cuando Kara ya era adolescente y su relación con su madre había sido la misma que la de una abeja con una flor de plástico: artificial y desinteresada.
Ahora no era diferente, a sus veinte años Kara ya era toda una mujer, libre e independiente. Ya no era la niña de ocho años que se quedaba paralizada con el simple hecho de que Nhama se acercara.
— ¿Preferirías haber despertado junto a él? — Preguntó la súcubo, tan cortante y firme que Kara estaba segura de que aquello era un castigo más por todo lo que le había pasado en las últimas horas.
— ¿Entre el Diablo y mi madre? — Preguntó sarcástica Kara. — Lucifer es mi mejor opción, sí.
La mano de Nhama se lanzó directa hacia la mejilla de la demonio, dejándole un cosquilleo en la piel que hizo que Kara se llevara la mano a la mejilla dolorida.
— Basta. — Gruñó la súcubo. — Sigo siendo tu madre, Kara.
Nhama levantó la barbilla, mirando a su hija como si no viera ninguna de las heridas que le habían provocado hacía poco, como si solo estuviera regañando a una cría insensata que no hacía más que revelarse en contra de su autoridad. Exactamente igual que Lucifer.
Kara no estaba dispuesta a consentir que volvieran a tratarla así.
— Si alguna vez te hubieras comportado como tal, podría llegar a creerte.
La súcubo sonrió. Ni siquiera mostró una falsa muestra de dolor ante las palabras de Kara; solo le sostuvo la mirada fijamente.
— Es una verdadera pena que pienses eso, Kara… — «Mentirosa.» — Pero supongo que no puedo culparte. Ambas tenemos parte de culpa de que no haya funcionado.
— ¿Ambas? — Kara soltó una carcajada. — Tú eres la única que tiene la culpa…
Su madre la odiaba. La había odiado desde el momento en la que la gente había alabado la belleza de Kara frente a ella. Había empezado a odiarla porque la consideraba una amenaza.
Nhama se levantó de la cama, como si no hubiera escuchado lo que Kara decía.
— Tal vez… — Mustió, acercándose a un espejo para retocarse el vestido y el maquillaje. — La verdad es que no lo entiendo…
Kara se levantó con cuidado. En aquella sala de la adoración personal de Nhama era muy difícil no pasar frente a un espejo. Y Kara no podía soportar verse las cicatrices de la espalda sin derrumbarse. Ver que todo lo que había perdido estaba tatuado con sangre sobre su piel.
— Te he traído aquí para ayudarte…
— ¿Para ayudarme? — Aquello sí que le hizo gracia. — No necesito tu ayuda, Nhama.
Su madre se giró a mirarla, solía hacerlo cuando Kara usaba su nombre en vez de llamarla «mamá» o «madre».
— Pero has perdido tus alas, ¿no?
Un golpe bajo, directo a la boca del estómago.
— No las he perdido, sé quién las tiene… — Gruñó Kara.
Aquella vez fue Nhama la que soltó una carcajada lobuna que hizo que a Kara se le erizara la piel de los brazos.
— ¿Y piensas ir a recuperarlas? — La súcubo le sonrió, parada frente a un tocador. — No puedes ir e exigirle tus alas a Lucifer sin correr el riesgo de que acabe matándote.
«Sin correr el riesgo de que acabe matándote.»
— Y eso te disgustaría mucho, ¿no? — Kara se sentó en el borde de la cama, esperando la reacción que siempre conseguía de su madre. — Sería la ocasión perfecta para ponerte ese vestido de luto que tanto te gusta.
— No me alegro cuando uno de mis hijos muere.
— Tampoco es que se te rompa el alma en mil pedazos…
«Alma.» Nhama odiaba esa palabra. «¡Nunca vuelvas a pronunciar esa palabra en mi presencia!» Le había gritado a Kara una vez.
Aquella noche Nhama había estado bebiendo mucho, se había sentado frente a la chimenea con una copa de brandy en la mano y la botella de alcohol siempre a mano.
— Nhama… — La había llamado Kara, con cuidado. Solo tenía doce años. — Creo que es suficiente… 
Su madre la había mirado fijamente de arriba abajo, frunciendo los labios con desagrado.
— ¿Sabes que me han dicho hoy, Kara? — Le preguntó su madre, haciendo girar el dedo sobre el cristal de la copa. Sonaba como un animal moribundo.
Kara negó lentamente.
— Me han dicho que esta noche, los humanos celebran una fiesta en la que las alamas de los humanos se levantan… — Comentó.
Kara permaneció callada, mirando a su madre desde el marco de la puerta.
— ¿Crees que son las almas de los humanos las que vuelven a la Tierra?
Su madre sonrió y tiró el resto de la botella al fuego. Las chipas crepitaron y saltaron por los aires, el calor debía de abrasarle la cara a Nhama, pero no dijo nada al respecto.
— Los humanos que han muerto renacen en el Cielo o en el Infierno. — Susurró. — Los que están aquí, están encerrados; y los que están arriba, están demasiado ocupados gozando de su puñetera vida de dioses como para bajar un día cualquiera a la Tierra.
Nhama se bebió el último trago de brandy.
 — Ellos tienen una segunda oportunidad… — Gruñó. — ¿No crees que es injusto?
Kara sonrió de lado. Hubiera podido decir que su madre estaba desvariando por el alcohol si no supiera que no le afectaba en absoluto, no a los de su especie. Sabía por qué su madre actuaba de aquella forma, lo supo antes incluso de tener toda aquella conversación.
La mañana de aquel día, Nhama se había acercado a su cama cuando creía que estaba durmiendo y había comentado lo mucho que se parecían entre ellas. Después, había empezado a sollozar sin llegar a soltar ni una lágrima, y había cogido un cuchillo. Kara estuvo despierta todo el rato, aunque fingiéndose dormida, incluso cuando Nhama levantó el arma sobre su pecho, preparada para clavárselo.
— No creo que tengan la culpa de tener alma.
Su madre soltó una carcajada lobuna, levantándose de golpe, como si hubiera recordado donde estaba. Tal vez en aquel momento se arrepentía de no habérselo clavado.
— Claro que tienen la culpa, Kara. — Preguntó. — ¿Qué otra raza inteligente si no, se declara neutra ante el universo? ¿Cuántos de nosotros podemos jurar frente al fuego que hay luz en nuestro interior sin quemarnos?
— Los demonios son todo oscuridad… — Susurró Kara.
— ¡Exacto! — Gritó Nhama, sobresaltando a Kara. — Nosotros somos la oscuridad como los ridículos ángeles son la luz. ¿Y los humanos, Kara? ¿Qué son ellos?
Kara se separó del marco de la puerta, plantándose frente a su madre.
— Son equilibrio, Nhama. — Dijo Kara, más seria que nunca.
— ¿Equilibrio? — Gruñó la súcubo, avanzando hacia Kara como un depredador.
— Tú al menos eres inmortal. — Le cortó. — Los demonios menores no tenemos esa ventaja… Si nosotros hemos podido asumirlo, asúmelo tú también.
Nhama miró a su hija con los ojos abiertos de par en par y los labios entreabiertos.
— Ni siquiera has pensado lo que supondría para nosotros tener alma…
Kara sonrió, encogiéndose de hombros, y se fue a dormir. Fue entonces cuando Nhama la amenazó con arrancarle la garganta si volvía a escuchar esa palabra.
Aquella vez, sin embargo, no se enfadó porque Kara pronunciara aquella palabra frente a ella. Estaba tranquila, como si hubiera aceptado que ella no podía tener una segunda oportunidad, que estaba destinada a desaparecer cuando muriera.  
— Los demonios no tenemos alma, Kara. — Nhama sonrió, triste. — Sería demasiado… cruel que incluso muertos volvamos a vivir una vida de tortura en el Infierno.
Kara la miró fijamente, como alguien que observa en silencio algo que solo ocurre una vez en la vida, intentando grabarse en la retina todos los detalles de ese momento.
— El caso es, Kara… — Murmuró Nhama, sacudiendo la cabeza. — Que te he traído aquí porque quiero ayudarte.
— No puedes ayudarme.
— Claro que puedo. — Asintió. — Pero no voy a hacerlo. No personalmente, al menos…
Kara sonrió entonces, comenzando a vestirse con cuidado de no abrir las heridas de su cuerpo. Ya había estado suficiente tiempo cerca de su madre por lo que iba de mes, e incluso de año.
— Puedo… — Continuó Nhama. — Puedo decirte cómo recuperarlas.
La demonio miró a su madre de reojo, con una ceja levantada mientras se ataba los cordones de las botas negras.
— Sé lo que tengo que hacer para recuperarlas. — Confesó Kara. — Solo tengo que recuperar mi marca, devolverle a Lucifer lo que es suyo a cambio de lo que es mío.
— ¿Piensas renunciar a tu Llave del Infierno por tus alas?
— No pienso volver a poner ni un pie en este sitio.
Eso era todo lo que esperaba Kara. Recuperar sus alas a cambio de su marca, no volver a tener que darle explicaciones a nadie. Si lo único que la ataba a Lucifer y su Mundo de las Sombras era eso, no volvería a ver nunca jamás a ese jodido psicópata ni a ninguno de sus súbditos de los cojones. Sería ella sola contra lo que viniera.
— No va a ser fácil… — Murmuró la súcubo. — Hay demonios en la Tierra que quieren que los humanos tengan Llaves.
Kara bajó la mirada. Había oído rumores estando en la Tierra de esos demonios que intentaban revelarse contra Lucifer, pero había pensado que no eran más que patrañas de gente estúpida; cuatro demonios demasiado tontos como para enfrentarse al Diablo por su cuenta ellos solos.
— Cada vez son más… — Confesó Nhama. — Puede que esta sea la segunda rebelión de las fuerzas de Dios.
— No van a conseguirlo. — Murmuró Kara.
Pero entonces recordó la noche en la que perdió su marca; la forma en la que aquel tipo la miró a los ojos fijamente, en la que proclamó que no le tenía miedo. Aquel capullo había estado al tanto de todo lo relacionado con el Mundo de las Sombras. ¿Tal vez dirigido por el grupo de demonios?
            — Prometen cosas Kara… — La súcubo volvió a acercarse a su hija, incluso levantó la mano para acariciarle el pelo. — Y parece que cumplen sus promesas.
            «Promesas…»
            Kara abrió los ojos. ¿Nhama formaba parte de la rebelión contra Satán? ¿Era por eso, por lo que realmente la había traído junto a ella? ¿Para convencer a Kara de que dejara correr las cosas y no recuperara su marca?
            — ¿Tú…? — Preguntó Kara, sin atreverse a completar la pregunta.
            Y entonces ese brillo de desesperación en los ojos de la súcubo. Esa obsesión que la atormentaba cada día que pasaba, cada día que lamentaba no haberle clavado el cuchillo a Kara mientras dormía.
            — No voy a desaparecer, Kara. — Murmuró. — Nunca.

           

 © 2016 Yanira Pérez. 
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