domingo, 18 de septiembre de 2016

4. #UCPED

4.

¿Era así como se sentían esos ángeles al perder su divinidad? ¿Era así cómo algo tan bello y mortífero pasaba a ser algo tan sucio? ¿Ahogándose con sus aureolas y drogándose con la sangre de Dios? ¿Extrayéndoles sus jodidos polvos de hada y marchitando sus diminutas alas con plumas?
Ellos al menos seguían conservando las alas…
Kara hubiera deseado haber despertado encadenada en la pared de la sala de torturas de Lucifer, cualquier lugar era mejor que haber despertado ahí, tumbada en la cama de la lujuria envuelta en los cojines de pelo rosa y las sábanas de seda de araña.
— Buenos días, Kara. — Saludó Nhama.
Kara hubiera deseado poder salir corriendo, pero tenía todo el cuerpo entumecido y dolorido, y tanto las heridas de su espalda como los huesos rotos de su mano y hombros seguían retorciéndole el estómago de dolor.
— Joder… — Murmuró.
— ¿Te duele?
Le dolía más el orgullo.
— No. — Mintió.
Nhama sonrió de lado y se sentó junto a ella. Era una de las pocas veces que Kara se había acercado tanto a su madre.
La primera vez que Nhama se había acercado a Kara había sido en su octavo cumpleaños, se había arrodillado frente a ella, con aquel vestido rojo de gala que llevaba puesto aquel día y que Kara llevaba días viendo en el armario de su madre, colgado de una percha, aguardando para una ocasión especial. Su cumpleaños había sido esa ocasión, y solo por ese hecho, Kara ya estaba contenta.
Sin embargo, cuando Nhama se acercó a ella, Kara no sabía que esperar de aquel contacto con su madre. Así que se quedó callada, observándola fijamente sin atreverse siquiera a entreabrir los labios con asombro.
Su madre era muy guapa: demasiado joven para todos los años que había vivido, alta y esbelta, delgada y con curvas, con bastante pecho y una melena castaña hasta la cintura que Kara había envidiado siempre. Pero claro, cómo no iba a serlo si era una de las cuatro madres originales de los demonios. Una súcubo, tan por encima de la posición de Kara…
— Feliz cumpleaños, mi niña… — Le había dicho Nhama, sonriendo, y Kara había permanecido inmóvil, solo se movió para coger la cajita que su madre le tendía. — Es un regalo, ábrelo.
Lo había cogido con las manos temblorosas, había desenvuelto el papel con sumo cuidado y había abierto el estuche con tanta delicadeza que temió que Nhama se desesperase y la castigara.
El regalo resultaron ser unos pendientes dorados. Kara los apostó en una de las mesas de juego de un casino en Las Vegas cuando cumplió dieciséis. Los perdió.
Pero claro, aquello había sido cuando Kara ya era adolescente y su relación con su madre había sido la misma que la de una abeja con una flor de plástico: artificial y desinteresada.
Ahora no era diferente, a sus veinte años Kara ya era toda una mujer, libre e independiente. Ya no era la niña de ocho años que se quedaba paralizada con el simple hecho de que Nhama se acercara.
— ¿Preferirías haber despertado junto a él? — Preguntó la súcubo, tan cortante y firme que Kara estaba segura de que aquello era un castigo más por todo lo que le había pasado en las últimas horas.
— ¿Entre el Diablo y mi madre? — Preguntó sarcástica Kara. — Lucifer es mi mejor opción, sí.
La mano de Nhama se lanzó directa hacia la mejilla de la demonio, dejándole un cosquilleo en la piel que hizo que Kara se llevara la mano a la mejilla dolorida.
— Basta. — Gruñó la súcubo. — Sigo siendo tu madre, Kara.
Nhama levantó la barbilla, mirando a su hija como si no viera ninguna de las heridas que le habían provocado hacía poco, como si solo estuviera regañando a una cría insensata que no hacía más que revelarse en contra de su autoridad. Exactamente igual que Lucifer.
Kara no estaba dispuesta a consentir que volvieran a tratarla así.
— Si alguna vez te hubieras comportado como tal, podría llegar a creerte.
La súcubo sonrió. Ni siquiera mostró una falsa muestra de dolor ante las palabras de Kara; solo le sostuvo la mirada fijamente.
— Es una verdadera pena que pienses eso, Kara… — «Mentirosa.» — Pero supongo que no puedo culparte. Ambas tenemos parte de culpa de que no haya funcionado.
— ¿Ambas? — Kara soltó una carcajada. — Tú eres la única que tiene la culpa…
Su madre la odiaba. La había odiado desde el momento en la que la gente había alabado la belleza de Kara frente a ella. Había empezado a odiarla porque la consideraba una amenaza.
Nhama se levantó de la cama, como si no hubiera escuchado lo que Kara decía.
— Tal vez… — Mustió, acercándose a un espejo para retocarse el vestido y el maquillaje. — La verdad es que no lo entiendo…
Kara se levantó con cuidado. En aquella sala de la adoración personal de Nhama era muy difícil no pasar frente a un espejo. Y Kara no podía soportar verse las cicatrices de la espalda sin derrumbarse. Ver que todo lo que había perdido estaba tatuado con sangre sobre su piel.
— Te he traído aquí para ayudarte…
— ¿Para ayudarme? — Aquello sí que le hizo gracia. — No necesito tu ayuda, Nhama.
Su madre se giró a mirarla, solía hacerlo cuando Kara usaba su nombre en vez de llamarla «mamá» o «madre».
— Pero has perdido tus alas, ¿no?
Un golpe bajo, directo a la boca del estómago.
— No las he perdido, sé quién las tiene… — Gruñó Kara.
Aquella vez fue Nhama la que soltó una carcajada lobuna que hizo que a Kara se le erizara la piel de los brazos.
— ¿Y piensas ir a recuperarlas? — La súcubo le sonrió, parada frente a un tocador. — No puedes ir e exigirle tus alas a Lucifer sin correr el riesgo de que acabe matándote.
«Sin correr el riesgo de que acabe matándote.»
— Y eso te disgustaría mucho, ¿no? — Kara se sentó en el borde de la cama, esperando la reacción que siempre conseguía de su madre. — Sería la ocasión perfecta para ponerte ese vestido de luto que tanto te gusta.
— No me alegro cuando uno de mis hijos muere.
— Tampoco es que se te rompa el alma en mil pedazos…
«Alma.» Nhama odiaba esa palabra. «¡Nunca vuelvas a pronunciar esa palabra en mi presencia!» Le había gritado a Kara una vez.
Aquella noche Nhama había estado bebiendo mucho, se había sentado frente a la chimenea con una copa de brandy en la mano y la botella de alcohol siempre a mano.
— Nhama… — La había llamado Kara, con cuidado. Solo tenía doce años. — Creo que es suficiente… 
Su madre la había mirado fijamente de arriba abajo, frunciendo los labios con desagrado.
— ¿Sabes que me han dicho hoy, Kara? — Le preguntó su madre, haciendo girar el dedo sobre el cristal de la copa. Sonaba como un animal moribundo.
Kara negó lentamente.
— Me han dicho que esta noche, los humanos celebran una fiesta en la que las alamas de los humanos se levantan… — Comentó.
Kara permaneció callada, mirando a su madre desde el marco de la puerta.
— ¿Crees que son las almas de los humanos las que vuelven a la Tierra?
Su madre sonrió y tiró el resto de la botella al fuego. Las chipas crepitaron y saltaron por los aires, el calor debía de abrasarle la cara a Nhama, pero no dijo nada al respecto.
— Los humanos que han muerto renacen en el Cielo o en el Infierno. — Susurró. — Los que están aquí, están encerrados; y los que están arriba, están demasiado ocupados gozando de su puñetera vida de dioses como para bajar un día cualquiera a la Tierra.
Nhama se bebió el último trago de brandy.
 — Ellos tienen una segunda oportunidad… — Gruñó. — ¿No crees que es injusto?
Kara sonrió de lado. Hubiera podido decir que su madre estaba desvariando por el alcohol si no supiera que no le afectaba en absoluto, no a los de su especie. Sabía por qué su madre actuaba de aquella forma, lo supo antes incluso de tener toda aquella conversación.
La mañana de aquel día, Nhama se había acercado a su cama cuando creía que estaba durmiendo y había comentado lo mucho que se parecían entre ellas. Después, había empezado a sollozar sin llegar a soltar ni una lágrima, y había cogido un cuchillo. Kara estuvo despierta todo el rato, aunque fingiéndose dormida, incluso cuando Nhama levantó el arma sobre su pecho, preparada para clavárselo.
— No creo que tengan la culpa de tener alma.
Su madre soltó una carcajada lobuna, levantándose de golpe, como si hubiera recordado donde estaba. Tal vez en aquel momento se arrepentía de no habérselo clavado.
— Claro que tienen la culpa, Kara. — Preguntó. — ¿Qué otra raza inteligente si no, se declara neutra ante el universo? ¿Cuántos de nosotros podemos jurar frente al fuego que hay luz en nuestro interior sin quemarnos?
— Los demonios son todo oscuridad… — Susurró Kara.
— ¡Exacto! — Gritó Nhama, sobresaltando a Kara. — Nosotros somos la oscuridad como los ridículos ángeles son la luz. ¿Y los humanos, Kara? ¿Qué son ellos?
Kara se separó del marco de la puerta, plantándose frente a su madre.
— Son equilibrio, Nhama. — Dijo Kara, más seria que nunca.
— ¿Equilibrio? — Gruñó la súcubo, avanzando hacia Kara como un depredador.
— Tú al menos eres inmortal. — Le cortó. — Los demonios menores no tenemos esa ventaja… Si nosotros hemos podido asumirlo, asúmelo tú también.
Nhama miró a su hija con los ojos abiertos de par en par y los labios entreabiertos.
— Ni siquiera has pensado lo que supondría para nosotros tener alma…
Kara sonrió, encogiéndose de hombros, y se fue a dormir. Fue entonces cuando Nhama la amenazó con arrancarle la garganta si volvía a escuchar esa palabra.
Aquella vez, sin embargo, no se enfadó porque Kara pronunciara aquella palabra frente a ella. Estaba tranquila, como si hubiera aceptado que ella no podía tener una segunda oportunidad, que estaba destinada a desaparecer cuando muriera.  
— Los demonios no tenemos alma, Kara. — Nhama sonrió, triste. — Sería demasiado… cruel que incluso muertos volvamos a vivir una vida de tortura en el Infierno.
Kara la miró fijamente, como alguien que observa en silencio algo que solo ocurre una vez en la vida, intentando grabarse en la retina todos los detalles de ese momento.
— El caso es, Kara… — Murmuró Nhama, sacudiendo la cabeza. — Que te he traído aquí porque quiero ayudarte.
— No puedes ayudarme.
— Claro que puedo. — Asintió. — Pero no voy a hacerlo. No personalmente, al menos…
Kara sonrió entonces, comenzando a vestirse con cuidado de no abrir las heridas de su cuerpo. Ya había estado suficiente tiempo cerca de su madre por lo que iba de mes, e incluso de año.
— Puedo… — Continuó Nhama. — Puedo decirte cómo recuperarlas.
La demonio miró a su madre de reojo, con una ceja levantada mientras se ataba los cordones de las botas negras.
— Sé lo que tengo que hacer para recuperarlas. — Confesó Kara. — Solo tengo que recuperar mi marca, devolverle a Lucifer lo que es suyo a cambio de lo que es mío.
— ¿Piensas renunciar a tu Llave del Infierno por tus alas?
— No pienso volver a poner ni un pie en este sitio.
Eso era todo lo que esperaba Kara. Recuperar sus alas a cambio de su marca, no volver a tener que darle explicaciones a nadie. Si lo único que la ataba a Lucifer y su Mundo de las Sombras era eso, no volvería a ver nunca jamás a ese jodido psicópata ni a ninguno de sus súbditos de los cojones. Sería ella sola contra lo que viniera.
— No va a ser fácil… — Murmuró la súcubo. — Hay demonios en la Tierra que quieren que los humanos tengan Llaves.
Kara bajó la mirada. Había oído rumores estando en la Tierra de esos demonios que intentaban revelarse contra Lucifer, pero había pensado que no eran más que patrañas de gente estúpida; cuatro demonios demasiado tontos como para enfrentarse al Diablo por su cuenta ellos solos.
— Cada vez son más… — Confesó Nhama. — Puede que esta sea la segunda rebelión de las fuerzas de Dios.
— No van a conseguirlo. — Murmuró Kara.
Pero entonces recordó la noche en la que perdió su marca; la forma en la que aquel tipo la miró a los ojos fijamente, en la que proclamó que no le tenía miedo. Aquel capullo había estado al tanto de todo lo relacionado con el Mundo de las Sombras. ¿Tal vez dirigido por el grupo de demonios?
            — Prometen cosas Kara… — La súcubo volvió a acercarse a su hija, incluso levantó la mano para acariciarle el pelo. — Y parece que cumplen sus promesas.
            «Promesas…»
            Kara abrió los ojos. ¿Nhama formaba parte de la rebelión contra Satán? ¿Era por eso, por lo que realmente la había traído junto a ella? ¿Para convencer a Kara de que dejara correr las cosas y no recuperara su marca?
            — ¿Tú…? — Preguntó Kara, sin atreverse a completar la pregunta.
            Y entonces ese brillo de desesperación en los ojos de la súcubo. Esa obsesión que la atormentaba cada día que pasaba, cada día que lamentaba no haberle clavado el cuchillo a Kara mientras dormía.
            — No voy a desaparecer, Kara. — Murmuró. — Nunca.

           

 © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados. 

jueves, 8 de septiembre de 2016

3. #UCPED

3.

            Kara sabía cómo llamaban al Diablo los humanos. Había leído las escrituras sagradas… Bueno no, no las había leído del todo; solo las partes que le interesaban: la de los castigos divinos y las guerras con muchos muertos y sangre. ¡Ah! ¡Y todo el dramatismo del apocalipsis! Esa era su parte favorita.
            Kara sabía que en ellas Lucifer era un ángel caído, un revelado de Dios envuelto en desgracia; la oveja negra de la familia perfecta del gran pez gordo que vive ahí arriba. Lo sabía de sobra. Sabía que incluso algunos de ellos, de los humanos, lo adoraban.
            Astuto. Rebelde. Cruel. Justo.
            Loco.
            Kara lo habría llamado así. Habría escrito con letras grandes y claras en la primera hoja de cada libro sagrado la palabra «loco» y no se habría acercado lo más mínimo a describir el caos que había en la mente de aquel desgraciado.
            Por eso cuando despertó amarrada a una camilla con todo el cuerpo adolorido y la vista desenfocada por el mareo, supo que lo peor solo acababa de empezar.
            — Buenos días, Kara… — Susurró Lucifer, pegando su nariz al cuello de la demonio, olfateándola.
            Kara cerró los ojos, tragándose aquella oleada de ira y náuseas que le había entrado. Había visto cómo funcionaba Lucifer. Había llegado a jugar con él y sus pobres almas condenadas cuando era pequeña, antes de descubrir el mundo humano y decidir pasarse el resto de su vida jugando a cosas más divertidas en los baños de la mitad de los clubes de Nueva Jersey.
            — ¿Qué es esto, Lucy? — Kara señaló divertida las correas que la ataban, sonriendo. — ¿Crees que voy a ser como un animal asustado que va a intentar salir corriendo?
Kara había aprendido a usar su belleza como un arma cuando se sentía amenazada desde el primer instante en el que su madre se había percatado de su madurez física.
Aquel día la había plantado frente a un espejo de cuerpo entero y sonriendo, le había ordenado a Kara que se quitara la ropa poco a poco, para observarla mejor. Había visto sus pechos, lo suficientemente grandes para llevar escote. Le había recorrido la piel de la espalda con el filo de un cuchillo y le había marcado con él los lugares donde Kara podía disfrutar más, pero también provocar más daño. Le había enseñado como marcar más su figura con curvas y como llamar la atención de un hombre. Le había enseñado como seducir a una mujer sin siquiera levantarse la falda del vestido.
Nhama le había enseñado que no necesitaba ser un guerrero en el campo de batalla para ganar todas tus guerras.
— ¿De verdad crees que necesito una correa? — Ronroneó Kara.
            Lucifer sonrió, desabrochándose parte de aquella camisa blanca que resaltaba tanto con el tono verdoso de su piel morena.
            — ¡Vamos, querida! Eso hace el juego más… emocionante. — Sonrió Lucifer, mirándola con aquel brillo en los ojos. Aquella luz en su mirada que gritaba que algo no iba bien dentro de su cabeza.
            Loco, loco, loco.
            — ¿Para quién? — Gruñó la demonio.
            — ¡Para mí! — Lucifer le sonrió y le dio la espalda, concentrado en jugar con aquellos cuchillos que tenía siempre a mano en aquella sala del psiquiátrico maníaco. — ¿Acaso no es obvio?
            — Pensaba que el juego era de dos… — Mustió Kara, revolviéndose en la camilla. Tal vez podría desatar las correas que la envolvían, tal vez ella tendría más suerte que…
            «No hay escapatoria.»
            No la había. Lo supo antes incluso de ver a Lucifer con el cuchillo en la mano, riendo como si el filo del arma le hubiera contado el mejor chiste del mundo y no pudiera aguantar la carcajada maníaca en la garganta.
            Y entonces, esa chispa de cordura en medio de tanta demencia.
            — Querida Kara, — Esa sonrisa, que alguien le arrancara esa sonrisa de la cara. — este juego dejó de ser de dos en cuanto perdiste mi marca con aquel estúpido necio…
            Y el grito que soltó la demonio en cuanto el cuchillo se clavó en su piel hizo temblar hasta el último cimiento de la habitación.
            Loco, loco, loco.
            Kara gritó y gruñó. Maldijo hasta la última célula del cuerpo de aquel hijo de puta, amenazó con matarlo en cuanto los hematomas de su piel empezaron a parecer huellas dactilares, en cuanto su propia sangre comenzó a manchar su camiseta favorita.  
            — Kara, Kara, Kara…
            Estaba disfrutando con todo aquello. Kara lo sabía de sobra. Lo sabía por la forma en la que pronunciaba su nombre, separando las silabas y arrastrando el sonido de sus letras para saborearlas en el paladar. Ka-ra.
            Siguió forcejeando hasta que estuvo segura de que se le había salido el hueso de hombro, hasta que escuchó el crack en una de sus muñecas y el dolor le azotó tan fuerte que, por un momento, cuando cerró los ojos, creyó que al fin todo había acabo.
            Estúpida; no había hecho más que empezar.
            Aquella tortura, aquel dolor amenazante que le azotaba desde la punta de los pies hasta el cuello, donde Lucifer le había clavado los dientes afilados de ónix en un mordisco, no era más que el principio de aquel infierno.
            Lo supo cuando Lucifer le desató las correas que la ataban a la camilla, sabiendo que el dolor era el mejor anestésico; sabiendo que Kara era incapaz de mantenerse en pie por si misma o de enfocar la vista siquiera para mirarlo amenazante.
            Ya no había furia, no había nada más que dolor dentro de ella. Dolor y el deseo intenso de que todo aquello acabara de una vez. Ni siquiera pudo abrir la boca para volver a ladrar todas aquellas maldiciones.
            Lucifer sonrió, acariciándole la melena blanca con ternura.
            — Lo siento tanto, Kara… — Susurró sobre su oído, bajando la caricia por su mejilla y la piel fina de su cuello. — Sabes que te quiero…
            Kara abrió los ojos solo un momento y pudo verlo perfectamente. Pudo ver aquel brillo de demencia en sus ojos oscuros, en el propio reflejo de Kara que ofrecían antes de que la cogiera en brazos como quien coge un bebé para acunarlo.
            — Sabes que esto me duele más a mí que a ti… — Mustió, antes de dejar a Kara junto a la puerta abierta, como invitándola a salir. — Levántate…
            Pudo haberle creído, por el tono de su voz, que resonaba con un deje de pesar sobre su garganta o por la manera en la que dejó que Kara recuperara las fuerzas, dejando un margen de espacio entre ellos.
            — Levántate, Kara… — Volvió a animarla. — Ya ha acabado. 
            El don del Diablo siempre había sido la tentación, la palabrería, aquellas mentiras que le daban a uno lo que quería escuchar, promesas demasiado tentadoras como para poder siquiera pensar en decir que no.
            Por eso Kara le creyó, porque quería creerlo. Por eso mismo se apoyó sobre el marco de la puerta, porque no tenía fuerzas para levantarse pero quería levantarse de aquel frío suelo de mármol blanco.
            Loco.
            La puerta se cerró de golpe mientras Kara se levantaba, o lo habría hecho de no haber sido porque la mano de la demonio se llevó todo el golpe, partiéndole los huesos de los dedos en cientos de pedacitos.
            La demonio aulló de dolor.
            Kara podría haber dejado caer su cuerpo humano, mostrarle a Lucifer su verdadera forma; pero eso solo haría que él dejase ver la suya propia, y Kara no quería volver a ver aquellos cuernos de carnero, el pelaje de su cuerpo y aquellos ojos grandes y profundos, como un pozo a las mismísimas profundidades del Tártaro.
            — Solo es un pequeño recordatorio… — Rio el ángel caído en cuanto vio la sangre y la deformidad de la mano de Kara después del golpe. — Para que recuerdes quién manda aquí. A quién le perteneces.
            Aquello sí que molestó a Kara, no había nada más en el mundo, en el submundo o en el puñetero universo que le jodiera más que que jugaran con su libertad.
            Ella era una mujer libre. No le pertenecía a nadie.
            — No le pertenezco a nadie… — Murmuró, arrastrando las palabras con lentitud. Ella no era Sira, no viviría su vida bajo las órdenes de nadie, obligada a servir a alguien como Amaymón o como Lucifer. Ella era libre, era lo único que realmente le pertenecía: su vida, su libertad.
            Suyas.
            — No te pertenezco…
            Lucifer sonrió de lado y se agachó de cuclillas frente a ella.
            — ¡Oh! ¡Claro que sí! — Cogió a Kara de la mano rota y estiró, provocando que la demonio volviera a gritar de dolor. — ¿Ves esto?
            Kara cerró los ojos, por el dolor, porque no quería obedecer ninguna de sus órdenes por más insignificante que fuera, porque no tenía fuerzas para levantar los párpados.
            — ¡Mira! — Gritó Lucifer, y su voz hizo temblar las paredes y el suelo.
            Abrió los ojos y miró.
            Miró la cicatriz en su antebrazo, como si alguien hubiera trazado con fuego un tatuaje en él y la piel quemada hubiera creado todas aquella curvas blanquecinas de piel cicatrizante.
            Su marca ya no estaba. No se veían los trazos negros y dorados, solo la cicatriz que habían dejado, como si alguien hubiera levantado toda aquella tinta con un cuchillo sobre su piel dejando una herida que le recordaba constantemente lo que había perdido, la razón de que ahora estuviera sufriendo todo aquel dolor.
            — Esta cicatriz es obra mía, un recordatorio de que me perteneces. Es lo único que te permite volver al Infierno cuando estás con esos humanos que tanto te gustan…
            — No quiero volver… — Murmuró Kara.
            El Diablo volvió a reír, y aquella risa era peor tortura que todo el daño que le pudiera infligir.
            — Fue un regalo. — Lucifer se encogió de hombros. — Para que pudieras recargar tu poder… ¿Sabes que la energía de tu interior se agota poco a poco cuando estás en la Tierra, verdad?
            Kara lo sabía. Sabía que lo único que la diferenciaba de los humanos, aparte de su aspecto físico, con las alas y los colmillos, era ese poder que adquiría del submundo y que resultaba tan útil cuando estaba en la Tierra.
            Solo funcionaba allí, donde la mundanidad de los humanos contrastaba tanto con aquella energía oscura del Mundo de las Sombras. Cuando volvía al Infierno, sentía crecer esa energía, como si se recargara dentro de ella, pero no podía liberarla a no ser que volviera a la Tierra.
            — La Tierra abre una brecha en tu energía, como una herida abierta que sangra… — Murmuró Lucifer. — Por eso puedes liberarla en el mundo de los humanos. Pero si la dejas sangrar y sangrar, al final se agota y muere. A no ser, claro está, que vuelvas al Infierno…
            Kara gruñó en cuanto Lucifer le obligó a levantar la barbilla para mirarlo directamente a los ojos. No le gustaban esos ojos, no quería mirar esos ojos.
            — Pero sin tu marca, Kara…
            — Me da igual. — Mintió.
            — Lo sé. — El ángel caído se levantó, dándole la espalda. — Pero el problema es, que no puedo permitir que un humano mortal ande por ahí con una de mis llaves… ¿Lo entiendes, Kara?
            La demonio intentó volver a levantarse. Los demonios sanaban rápido, ellos mismos eran cicatrices y dolor; por eso sus cicatrices desaparecerían en un par de horas y el dolor se desvanecería como si nunca se hubiera roto todos los huesos de la mano.
            — No puedo permitirlo. — Volvió de decir, girándose hacia Kara. — Por eso necesito que recuerdes esto, para que no vuelvas a cometer el mismo error.
            Kara tenía suficientes cicatrices en el cuerpo como para recordarlo, pero esas marcas desaparecerían, y eso Lucifer lo sabía. Por eso se propuso dejar aquellas cicatrices en su espalda, porque estaba seguro de que Kara lo recordaría hasta el fin de sus días.
            Ni siquiera reaccionó cuando la arrastró por el suelo del pelo hasta la pared y la ató de espaldas con cadenas de hierro en las muñecas y los tobillos. Aquello no lo vio venir.
            — Tomate esto como otro regalo. — Sonrió el Diablo.
            Lucifer estaba tratándola como su fuera un animal salvaje que no hacía más que romper sus reglas. Amordazándola, atándola con correas y cadenas, castigándola por no obedecer sus órdenes. Por eso Kara reaccionó de aquella manera tan salvaje en cuanto vio como las manos del caído acariciaban sus alas.
            — ¡No te atrevas!
            Se revolvió, gruñó y ladró. Lanzó bocados al aire, con los dientes afilados expuestos, para intentar pillar un pedazo de carne de la cara de Lucifer. Se sacudió con todas sus fuerzas e incluso escupió espuma por la boca.
            — ¡No me toques! — Amenazó.

            Pero ya era demasiado tarde, no pudo hacer nada cuando aquella espada lazó la primera y única estocada y sus alas cayeron al suelo como un saco pesado. Y ni las mil amenazas de muerte que profirió Kara sirvieron para dejar de escuchar aquella risa maníaca en sus oídos o recuperar lo único de verdad apreciaba.




© 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados.