domingo, 27 de noviembre de 2016

Carmesí.

Carmesí

De noche de inmundicia y erotismo una capa negra emerge de las sombras con el rostro de la muerte. En el cinto un cuchillo, y en el pecho, el suave tamborileo de quien sabe que saldrá exento de toda fechoría. Dulce agonía de quién se cree privilegiado de la parca y su guadaña, sin saber que ni ella misma es perdonada bajo el mandato del cielo y el infierno.

Música de rosas y risas de violetas que envuelven el ambiente de tal ostentosa celebración, que ni motivo ni respeto presenta ante su humilde anfitrión. Y ni hablar del gran adinerado que sobre las escaleras mantiene una sátira conversación con las flores más jóvenes del jardín. No. El verdadero artista de la obra no guarda más que versos en sus bolsillos, y más que artista se siente musa del arte y su creación.
Desfachatez la de la joven que desprecia los colores carmesíes de su cuadro al sonar las campanas, que más que un nuevo día anuncian una nueva inspiración. Ni siquiera se pregunta por los entresijos de las oscuras motivaciones del hombre o los misterios de su conciencia. Los tacha de locura sin remedio, enfermedad que busca una salvación en el fondo de una botella de alcohol. Tonterías. ¿Cómo no puede ver la belleza de su más tímida creación? Ni el mejor de los poetas hubiera podido captar aquellas luces de velas candentes en sus mejillas al tiempo justo en el que toda luz se apagaba de sus ojos. ¡Eso sí era poesía!
Una nueva rosa suspira en voz alta tras las cortinas de seda, se tapa su desabrigo como si temiera que captara con su arte las piedras preciosas de su vestido. No le interesan las joyas o el dinero, no hay mayor pago que esa exaltación de labios entreabiertos; como si esperaran un último beso antes de morir. Que irónico y satisfactorio que su arte reciba como pago más arte convertido en realidad. Que mordaz que la más sombría y lúgubre muestra de talento, reciba como retribución la más hermosa de las inspiraciones.
Contradictorios sus sentimientos, que llenos de euforia y desasosiego, se topan con la más clara muestra de injusticia que en tales acontecimientos cabe esperar. Ni el sonido de las ventanas al crujir o los caballos relinchar anunciando la llegada de su último suspiro lo saca tanto de sus casillas. ¡Una súplica de vida! ¿No entienden que su trabajo no tendría sentido sin toda su colaboración? ¿No entienden que el sabor a metal en la sangre es un llamamiento a su nombre? Que griten de agonía mientras Troya arde en llamas. Que el pianista perderá sus dedos, pero antes tocará su obra maestra.
Las voces de los que se hacen llamar justicia tocan a la puerta con el sonido de sus botas como nudillos en la madera. Sorprendidas escucha sus voces, más hizo aviso de la hora y fecha de su exhibición. Que no tachen de cómico al escritor de tragedias la próxima vez que el hacha clave el filo en sus gargantas.
Y el lienzo sigue llenándose de color hasta no dejar ni un solo espacio en blanco, como el sonido del escritor al teclear o manchar la pluma de tinta. Insatisfecho con el resultado de su obra mira la última esquina sin crear y se promete que aquel pequeño trozo sea la cumbre de su última creación. Tan pequeña y débil, con un propósito más grande que el resto y aquella mirada de ojos azules que miran a la cara a la muerte con más vergüenza que temor.
Pregunta en voz alta si ese es su final, con la barbilla en alto y determinación en la puta de la lengua. Aquella sería la primera parte de su cuerpo que retratara, aunque normalmente no le gustaba pintar los labios de color rubí. Le recordaba a las prostitutas de los muelles en la madrugada, como si esperaran que un marinero viniera a menospreciarlas. Aquella vez, sin embargo, haría una excepción. Solo por ella; por esa esquina en blanco que parece retarle a frustrar su trabajo.
La muerte, con su rostro huesudo de marfil bajo una máscara de indiferencia, asiente. Y ella calla y baja la mirada. ¿Cómo retratar ese arrepentimiento tan puro en su mirada, si lo único que consigue cuando la mira a los ojos es aceptación? ¿Acaso es eso lo que pretende? ¿Acaso menosprecia toda su obra sin siquiera verla acabada?
Injusticia. ¿Quién si no el verdadero arte es capaz de juzgarse a sí mismo? Si la sangre corre y el cuervo repite aquel estribillo del que los humanos lo tacharon, ¿cómo puede ella reírse de la más trágica de sus motivaciones?
Causticidad al darse cuenta de sus intenciones. Que pretende pagarle con la misma moneda, como si el ojo por ojo y diente por diente, no fueran las bases de su talento. Y la muerte, con el pincel todavía goteando, se arrodilla ante el fin de su pintura y, todavía jadeando, grita en muerte:

«Impune queda el asesino de mi alma, impune de todo crimen cometido, libre de pecado y castigo. ¿Qué temor aguarda el que no le teme a nada? Si lo que más teme es ser temido, y por pura evidencia se torna asesino.» 







martes, 22 de noviembre de 2016

Musa.


Musa

Decidle a Calíope que vuelva, 
que sin ella la vida no tiene sentido.
Que cuando se muere tu musa ya no queda nada por lo que vivir.
Que solo te queda el tiempo atrapado en una excusa;
que la diferencia entre la vida y el sueño es difusa. 

Decidle a Calíope que no llore, 
que llorar si no es para escribir un poema no tiene sentido.
Que ya lo dijo Omero en su prosa, 
que lo que más jode es saber que se ha ido. 

Y yo ya no sé si voy o vengo, 
si nunca fui o seré;
que qué cojones me importa el mañana
si ahora no estás y quiero.

Decidle a Calíope que la echo de menos,
que he perdido la cuenta de las veces que he escrito su nombre en blanco,
y que me recuerde si esto que siento ya lo que sentido 
o es solo que lo siento tanto. 

Decidle a Calíope que me lea
una historia de amor como la de Patroclo y Aquiles.
Una trágica y hermosa que me recuerde a la vida,
y que Clío se muera de envidia al escuchar su voz en la distancia de su huida. 

Decidle a Calíope que la quiero, 
que si ni siquiera Orfeo pudo resistirse a echar un vistazo, 
como espera ella 
que soporte su despedida sin abrazo. 

Decidle a Calíope que me enseñe, 
que a ser puta no la gana nadie, 
y que ni la vida es tan cabrona como ella. 
Que necesito afrontar su ausencia con ironía,
porque sus cicatrices han dejado herida. 

Decidle que no lo digo enserio. 

Decidle a Calíope que vuelva,
que vuelva ahora o vuelva en eones.
Que se demore en su decisión como con Adonis,
pero que vuelva; que tanta soledad
me tiene hasta los cojones. 



© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.

sábado, 12 de noviembre de 2016

6. #UCPED

6.

            Hay momentos que se te quedan grabados en la mente, como si tu cerebro hubiera hecho click y la fotografía hubiera captado todos esos detalles que pensabas que nadie más veía, pero que son tan evidentes que parece que la palabra “detalles” les viene pequeña.
            Edgar tenía un montón de esas imágenes en la mente, y de vez en cuando, cuando algo le recordaba a aquel momento de su vida, revivía aquella imagen en su cabeza una y mil veces hasta que conseguía silenciar sus pensamientos cuando se quedaba durmiendo. Y eso, la mayoría de las veces, significaban largas horas de insomnio por las noches mirando a la pared.
            No es que fuera muy sano, pero Edgar no podía hacer nada para evitarlo. Siempre había sido así. La mayoría de esos recuerdos fotografiados por su mente eran en esos momentos a las tantas de la madrugada, cuando el silencio pesa tanto que el simple hecho de rozar el suelo de puntillas parece un sonido atroz.
            En aquel momento, se le vino a la mente aquella vez que se cayó dentro del contenedor de la basura cuando tenía seis años. Podría haber sido uno de esos recuerdos que pasan y decides olvidar. Pero dado que se quedó encerrado durante casi dos horas en el contenedor, no pudo evitar que su cerebro hiciera click y tomara la imagen.
Edgar no sabía por qué le había asaltado aquel recuerdo.
            Mentira. Sí lo sabía. Aquel jodido olor a podrido que le llegaba a ráfagas desde que aquel tipo se había acercado a hablar con Nicole.
            No era la primera vez que lo había visto. De hecho, llevaba semanas acercándose a Nicole de vez en cuando. Eran compañeros en la universidad o algo así le había dicho su amiga, aunque Edgar estaba seguro de que lo que menos le interesaba a aquel macarra de los pantalones caídos eran los apuntes de Nikki.
            No le sorprendió verlo allí. Brooklyn roof era uno de los bares más concurridos de la ciudad. A solo unos pasos de la playa y tan cerca del barullo del centro que parecía el lugar perfecto de encuentro para el veinte por ciento de la población.
            El caso era que aquel olor le estaba empezando a dar arcadas, y no entendía como ninguno de sus amigos parecía no percatarse de ello. Ni siquiera había visto a Ophelia haciendo ninguna mueca, con lo exagerada y tan poco disimulada que era ella.
            Edgar se llevó la jarra de cerveza a los labios, intentando respirar por la boca o, mejor aún, intentando no respirar.
            Tío, ¿estás bien? Le preguntó Zay. Parece que estés sufriendo una reacción alérgica o algo.
            Estoy bien. Mintió, comenzando a toser.
            Aquella vez, cuando tenía seis años, había llorado durante todo el tiempo que estuvo mentido en el contenedor. Aunque, ahora que lo recordaba, no habría sabido decir si había sido por el dolor de la pierna rota que le impedía salir de aquella trampa maloliente o por el olor que se acumulaba en su nariz y le impedía respirar con normalidad.
            ¿Vas a ir a la fiesta de inicio?
            ¡Claro! Soltó Nicole, riéndose abiertamente. De hecho, hace poco estábamos hablado de la fiesta. Es este sábado, ¿no?
            Aquel tipo asintió.
            «La fiesta.»
            Hacía unas semanas habían vuelto a las clases en la universidad, y todo el mundo hablaba de la fiesta que montarían para celebrarlo. Como si volver a la rutina de estudio fuera motivo de celebración. Edgar lo veía como una excusa para emborracharse hasta sangrar alcohol por los ojos de forma socialmente aceptable.
            No pensaba asistir. 
            ¡Vamos, Nikki! Protestó Zay, pasándole a Edgar un brazo por el hombro para incluirlo en su protesta. ¡Ya hemos hablado de esto! ¡No vamos a ir!
            Nicole se cruzó de brazos y fulminó a Zay con la mirada. Esa una de las habilidades especiales de Nikki, esa mirada de penetrantes ojos azules que te hacía desear que dejara de mirarte antes de que consiguiera explotarte la cabeza con la mente.
            ¡Hablad por vosotros! Dijo enfurruñada. Yo pienso ir.
Zay miró a Edgar rogándole con la mirada, ambos sabían que acabarían yendo arrastrados por la morena a aquella fiesta.
Ya sabes que cuando se pone así no hay quien pueda con ella, tío. Murmuró Edgar, encogiéndose de hombros.
Ophelia rodó los ojos.
Sois tan predecibles… Murmuró.
Nicole, por el contrario, sonrió abiertamente y le devolvió la mirada al tipo que tenía frente a ella.
De nuevo aquel olor impregnando en la nariz de Edgar.
Danel, ¿te apetece una cerveza? Le preguntó con coqueteo. Yo invito.
Edgar disimuló su sonrisa. Todos los allí presentes sabían lo que significaba aquella cerveza por parte de su amiga. Nicole solo invitaba a alcohol a los tíos a los que quería tirarse, a los que le interesaban de verdad los invitaba a café.
¿Danel? Preguntó Ophelia. ¿Qué nombre es ese?
Es bíblico.
«Ese olor…» Pensó, tragándose una arcada.
Enserio, Edgar, ¿estás bien? Murmuró Ophelia, subiéndose las gafas de montura roja.
Voy fuera un momento.
            No te mueras. Lo animó Zay.
            Como si fuera a morirse… Como mucho se moriría del asco ahí dentro si seguía cerca de ese tipo.
            A lo mejor se había cambiado de colonia, Edgar no recordaba haber olido nada parecido el otro día, cuando se le acercó para preguntarle por Nikki. Aunque, de todas formas, podía haber sido que no le estuviera prestando la suficiente atención aquel día. Después de la clase de historia del arte salía un poco descolocado y desorientado, como si el profesor Declan, con aquella voz de reproductor de música antiguo, los hipnotizara a todos con las anécdotas que conocía de Renoir.
            Renoir era conocido por sus obras de desnudos. Una vez, le preguntaron que cómo conseguía esa sugerencia a los desnudos. ¿Sabéis lo que contestó? Les había preguntado el señor Declan aquella mañana. Contestó que él solo pintaba y pintaba hasta que le entraban ganas de pellizcar su obra. Así sabía que ya estaban terminadas.
            Edgar sonrió por lo bajo.
            ¿Sabéis por qué pintaba desnudos?
            — Porque era un salido. — Gritó alguien por el fondo. Todos rieron.
            — Porque es el único estilo que no pasa de moda.
            Salió del bar.
            Las noches en Virginia solían ser frías, y, aquella en particular parecía que traía consigo el frío del norte. Como si hubiera decidido que ya era hora de que entrara el otoño en la ciudad.
            Tampoco es que le importase, le gustaba salir fuera, siempre solía esperar a Nicole ahí cuando todos se habían marchado ya y su amiga se negaba a irse hasta que no se le volvieran a abrir las ampollas de los talones.
            A Edgar le gustaba el sonido de la calle a las tantas de la madrugada, cuando podía escuchar la música de los diferentes bares mezclándose en un ruido sordo por debajo de su mente. Le daba el escenario perfecto para pensar, y, a aquellas horas, siempre tenía la mente a mil por hora.
            Hey… Le sorprendió una voz a su espalda.
            Sonrió de lado, girándose a mirar a la chica que tenía delante.
            Hey… Saludó a su vez.
            Edgar se sorprendió, no espera encontrarse unos ojos dorados tan grandes escrutándolo fijamente, y mucho menos, ver aquella melena de blanco platino brillar bajo las luces del bar.
            Kara, por el contrario, no estaba nada sorprendida. Edgar era el típico chico de su edad, con las chaquetas grandes de estampado militar y los vaqueros rotos; con el pelo rubio peinado de cualquier forma y el color marrón oscuro de sus ojos. De hecho, después de mirarlo tan de cerca, solo se le ocurría una palabra para describirlo: «débil».
            Edgar, ¿verdad?
            — ¿Te conozco?
            Kara sonrió y negó con la cabeza lentamente.
            — No, todavía no.
            Edgar la miró fijamente y se encogió de hombros. «Menuda respuesta.» Pensó.
            — ¿Quieres un cigarro? — Le preguntó, apoyándose junto a la pared del bar y aprovechando la ocasión para encenderse uno.  
            — No fumo.
            — Bien por ti. — Dijo, levantando el mechero como si fuera una copa con la que brindar.
            Kara se acercó un poco más. Podía sentirlo: esa sensación que le había descrito Xareni, ese subidón de energía, de esa energía que habitaba en su interior y que comenzaba a perderse cuanto más tiempo pasaba en la Tierra. Estaba segura de que era él. De que la tenía él.
            — Hace frío. — Fue lo único que dijo al respecto.
            — Virginia es así, — Comentó Edgar. — un día te mueres de frío y al otro estás en la playa montándote una buena con tus amigos.
            Edgar la miró fijamente, como esperando una sonrisa por su parte, como si hubiera dicho algo gracioso o merecedor de una mueca simpática por parte de la demonio.
            — Supongo… — Mustió, frunciendo el ceño.
            El rubio soltó una carcajada, tirando todo el humo que había retenido. Era irónico, ahora que se había librado de aquel olor a podrido de Danel se dedicaba a llenarse los pulmones del humo del tabaco.
            — ¿No es un poco pronto para estar tan enfurruñada, chica?
            — Bueno, tú también lo estarías en mi lugar… Chico.
            Edgar la miró fijamente y no pudo evitar quedarse embelesado mirándola. Podía ver perfectamente todo el odio que había en los ojos de Kara, toda esa furia contenida que estaba proyectando hacia él y que Edgar no entendía de dónde podía venir tanta amargura y dolor en una chica de su edad.
            — ¿Estás… bien? — Tartamudeó.
            — He perdido algo… — Comentó Kara, apoyándose en la pared junto a Edgar, hombro con hombro.
            El contacto le pareció torpe, pero, aun así, Kara no pudo evitar pensar que, si lo tocaba, tal vez toda la energía de su marca regresaría a ella. Que tal vez las cosas serían fáciles por una vez, y que se ahorraría todos los problemas que la presencia de Edgar parecía crear en su vida.
            — ¿Algo importante?
            — Lo más importante… — Mustió la demonio, bajando la mirada al suelo. — Pero las cosas van a mejorar. — Sonrió. — Cada vez estoy más cerca de recuperarlo.
            Edgar pudo haber salido corriendo con solo percibir la mirada que aquella chica le estaba lanzando, pudo haber corrido lejos, salir del condado o huir del país. Sin embargo, no lo hizo. No lo hizo porque no pudo, porque la misma mirada que lo invitaba a salir huyendo lo retenía, porque aquella mirada era como un animal que te clavaba los dientes en la cadera y era incapaz de soltarte.
            — ¿Quién…? ¿qué eres?
            — Un ángel. — Le susurró Kara al oído. — Uno de los malos.



 © 2016 Yanira Pérez. 
Esta historia tiene todos los derechos reservados.