viernes, 10 de noviembre de 2017

1. #Mermaids

1.

Krisha Muhn no había pegado ojo en toda la noche.
            — Se acerca una tormenta. — Anunció una mujer, abrazándose a sí misma en un inútil intento de consolarse.
            Era una prisionera más, una de las muchas mujeres que el Honneur d’or había secuestrado de las costas del Mar Amarillo para venderlas como esclavas a cualquiera que le presentase al capitán del navío un par de monedas de oro.
Krisha se encontraba entre ellas, pero a diferencia del resto de mujeres apretujadas en las celdas del Honneur, ella había decidido estar allí. La joven se había camuflado entre ellas cuando vio la oportunidad de escapar a mar abierto. Ya era una esclava en Dokdo, cualquier destino que aquel barco francés pudiera traerle no sería peor que el que ya tenía.
— ¿Imugi? — Preguntó una de las más jóvenes.
Krisha negó con la cabeza, atrayendo la atención de todas ellas.
Las había contado, veintitrés en total si se consideraba parte de ellas, todas entre ocho y veinte años. Jóvenes y fuertes para trabajar la tierra, pobres e incultas para no desafiar a aquel que las tachase de esclavas, atractivas para los que puedieran permitirse pagar un par de monedas más.
«Secuestradas, vendidas, forzadas. La vida de una esclava.»
— Los dioses nos han dado la espalda — susurró la misma mujer que había anunciado la tormenta —. Ningún imugi vendrá a ayudarnos. Todos están muertos. Los dragones ya no existen…
Una de ellas comenzó a llorar en silencio.
— No — Negó Krisha —. Existen. Yo los he visto.
— ¿Vienen a ayudarnos? — Preguntó otra, utilizando un dialecto tan cerrado que le costó entenderlo.
— No…
Krisha había anunciado la tormenta aquella misma mañana, cuando uno de los marineros se había acercado a lanzarles una barra de pan duro y un cuenco de agua. Había olido el aroma de la sal del mar en su ropa, había visto la humedad en su pelo y la dilatación de sus ojos al enfrentarse de repente a la oscuridad de las celdas después de acostumbrar su vista a una mañana nublada y reflejante. Y ahora… Ahora podía escuchar de fondo como se acercaba.
            «Demasiado pronto.»
            — ¿Creéis que es un castigo de los dioses? — Preguntó otra, y el tono estrangulado que utilizó le puso los pelos de punta.
            Krisha tragó saliva. La chica había sabido ocultar su embarazo ante los marineros, pero en cuanto el capitán abandonó los calabozos la joven no pudo resistir el grito de dolor que soltaron sus labios. Ni siquiera los rugidos de la tormenta podían tapar sus sollozos.
            — ¿Cuántos años tienes? — Le preguntó la más joven.
            — Catorce. — Susurró, ocultando la cabeza entre sus piernas y su vientre hinchado, antes de que las lágrimas le limpiaran la mugre de las mejillas.
            Krisha tan solo tenía tres años más, y no podía imaginarse lo difícil que podía ser quedarse embarazada tan joven y en aquellas condiciones. No quería pensarlo, pero la realidad de que tal vez aquella chica no sobreviviera al parto le revolvía las tripas.
            — ¿Cómo son? — Le preguntó una de ellas, pero al ver la confusión en la mirada de Krisha, añadió: — Los imugi, los dragones del mar.
            Krisha bajó la mirada a las cadenas que le rodeaban los tobillos. No les había mentido, había visto uno de ellos, pero la fantasía que los rodeaba distaba mucho de la realidad que había visto; y no quería ser ella la que borrara la esperanza del corazón de aquellas chicas.
            — No son dragones — Replicó otra. —, todavía no. Deben encontrar una de las piedras yeouiju para ser un dragón completo.
            — ¿Y dónde están?
            La chica se encogió de hombros.
            — No lo sé.
La historia decía que las piedras yeouiju caían del cielo. Pero Krisha había visto la verdad de esos dragones. No eran seres benevolentes que traían suerte si los veías. Eran bestias camufladas en mitos, feroces y aterradoras.
            — Son dragones malditos. — Susurró. — Han abusado de su poder, la codicia los ha devorado, y los dioses los han castigado relegándolos a imugis. Son criaturas crueles…
            Todas las chicas se quedaron en silencio, y Krisha pudo sentir esa punzada de culpabilidad atravesándole el pecho.
            Un rayo atravesó el océano, y poco después pudieron escuchar el repiquetear de las gotas de lluvia sobre el navío y el viento susurrando en sus orejas.
            — ¿Cómo te llamas? — Murmuró una de las chicas, ni siquiera pudo saber quién lo había dicho.
            — Krisha.
            — Yo también vi uno… — Comentó, y aquella vez sí pudo identificar de dónde venían las palabras. — En el riachuelo cerca de los cultivos en los que trabajaba.
            Krisha la miró fijamente, directamente a los ojos, y se sorprendió del color claro que tenían. Era joven, ni siquiera estaba segura de que todavía fuera una mujer.
            — Solo lo vi un segundo… — El estruendo de la tormenta se tragó sus últimas palabras, pero Krisha pudo leerle los labios antes de que el caos amenazara con tragarse al Honneur d’or. — Era precioso.
           
***

            Krisha lo entendió pronto. La tormenta era una madre que había perdido a su pequeño, por eso lloraba con tanta fuerza, por eso mecía los barcos con tanta rabia, porque las canciones de cuna ya no tendrían sentido si dejaba de balancearla.
            Tal vez por eso comenzó a tararear, aunque sabía que su voz no era buena. Porque quería calmar a la tormenta, porque comenzaba a sentir su miedo y tristeza.
            — Pou roun ha noul…— En un barquito blanco.
            Era una nana, la nana que le cantaba su padre de pequeña.
            — …oun-ha sou… — En el cielo azul.
            Las chicas comenzaron a unirse poco a poco, tal vez para combatir el miedo, para dejar de llorar. Tal vez solo querían encontrar ese espacio en medio del caos donde todo parece tener sentido, donde podían seguir escuchando la lluvia sin el repiquetear de las cadenas en sus pies, ese lugar donde no se entienden los sentimientos y todo parece un sueño.
            — Ha yan tchok pae en kye sou na… — Sin vela y sin remo, sin embargo, se desliza.
            Una de las chicas que estaba sentada a su lado le estrechó la mano, dedicándole una sonrisa. Y pronto, todas estaban compartiendo el mismo momento, consolándose las unas a las otras, cantando cada vez más fuerte, gritándole a los dioses con furia que ellas seguían allí.
            — Mou han-na mou, to kki han ma ri… — Desliza suavemente hasta la orilla del oeste.
            Krisha también lo sintió. Sintió crecer a la tormenta, escuchó los relámpagos por encima del latido acelerado de su propio corazón, de su voz estrangulada cantándole una nana a la luna; vio la luz iluminando el cielo en una noche eléctrica.
            — Algo va mal… — Susurró una de las chicas.
            Y como si los dioses hubieran escuchado sus murmullos, un rayo alcanzó al Honneur d’or, intentando partirlo por la mitad. El barco se tambaleó con la marea creciente, se escucharon los crujidos de la madera al partirse, los gritos de los marineros en cubierta y a la tormenta riéndose en sus narices.
            Krisha había anunciado la tormenta, pero no la imaginaba tan fuerte, tan devastadora. No esperaba que fuera tan poderosa, que fuera capaz de volcar el navío con un soplido, de enterrarlas bajo el mar para siempre.
            — Seguid cantando. — Les pidió, incluso ella misma comenzó a cantar más alto.
            — Tot tae to, a ni tal ko… — Navega por la Vía Láctea, rumbo al país de las nubes.
            Uno de los barriles de la bodega se estrelló contra la puerta de la celda, rompiéndose en mil pedazos y derramando todo el soju sobre ellas. A Krisha ni siquiera le dio tiempo a advertir a las chicas que estaban más cerca de la puerta.
            — Sat tae to op si… — ¿A dónde viaja más allá de las nubes?
            Ni siquiera se dio cuenta de que la puerta estaba abierta hasta que los balanceos del barco no hicieron chirriar las juntas de la celda.
            Krisha no lo pensó dos veces, y comenzó a tirar de las cadenas de sus pies, intentando desatarse. Pronto su sangre comenzaba a mezclase con el soju derramado en el suelo.
            — Para. Te vas a hacer daño. No vas a conseguir nada, estamos en medio del océano, Krisha. — Le susurró la chica que había anunciado la tormenta.
            — No podemos morir así… — Susurró, a los dioses tal vez, como una plegaria. — Cantad más alto. — Las chicas comenzaban a dudar, tenían miedo. — Je bparl… — Por favor.
            Krisha sentía el latido de su sangre bombeando en su tobillo, dejando que aquel ritmo se desplazara por la cadena que le impedía ayudar a todas aquellas mujeres. Tiró con tanta fuerza para soltarse que comenzaba a sentir como el calor de su cuerpo la abandonaba poco a poco, incluso hubo un momento en el que su propia sangre comenzó a marearla.
            — Ka ki to Tchal to kan ta… — Rumbo al reflejo centelleante, tan lejano.
            Las chicas seguían cantando, entonando aquel himno de rebeldía contra la muerte, con los ojos cerrados y el pecho abierto de par en par.
            — Krisha, sácanos de aquí… — Susurró una de las chicas más pequeñas. Tan solo era una niña asustada.
            Krisha también lo era. Tal vez el mundo en el que vivía la había obligado a madurar antes, a crecer sin su consentimiento; pero todavía era joven, todavía tenía miedo.
            — So tchok… — Rumbo a la baliza luminosa de un alba nueva.
            Krisha gritó. Gritó cuando la cadena cedió, cuando el peso del metal sobre su tobillo dejo de aplastarle el pecho, cuando intentó levantarse y sus pies se tambalearon débiles después de someterlos a la prisión. Gritó y sonrió. Era libre y podía ayudarlas.
            — Voy a sacaros de aquí — Susurró cuando el caos de la cubierta comenzó a tragarse el ritmo de la nana que todavía le embotonaba los oídos. —, lo prometo.
            No obtuvo ninguna respuesta, solo alcanzó a escuchar aquel último verso antes de que el fuego le quemara los pulmones.
            — Na ra ro… — Ahora, niña, busca un camino.

***

            El humo le golpeó el pecho en cuanto sus pies pisaron la cubierta, obligándola a doblarse y vomitar lo poco que llevaba en el estómago.
            Krisha había oído el rayo golpeando al navío y había sentido los crujidos de la madera bajo sus pies, su cuerpo había sentido la sacudida y había escuchado los gritos de los marineros, había olido el humo desde las celdas y se había restregado los ojos por las cenizas. Krisha había adivinado un incendio, pero cuando llegó a cubierta, le pareció estar caminando por el mismísimo infierno.
            Uno de los marineros la empujó cuando se interpuso en su camino, agarrándola del brazo con fuerza y sacudiéndola de un lado al otro cuando descubrió que no era uno de sus compañeros. Krisha no sabía francés, pero no le hizo falta para entender la mueca de desprecio y repulsión que acompañaban a los gritos y amenazas de aquel hombre.
            A su alrededor el caos devoraba el navío, creando un escenario de oscuridad y ruido que le embotonaban los sentidos y la ralentizaba. Lo único que lograba escuchar eran palabras sin sentido de un idioma que no hablaba y gritos de dolor, y aquello la estaba volviendo loca y le hacía querer gritar.
Y entonces, en mitad de aquel subespacio de inframundo, mientras el marinero se debatía entre ignorar la presencia de Krisha en cubierta o tomar represalias contra su desobediencia, aquel hombre apareció en escena como una sombra oscura atravesando una cortina de fuego.
            Krisha no hablaba su idioma, pero sí entendió el título que acompañaba a aquel hombre; incluso si el marinero no hubiera pronunciado aquella palabra, el porte de superioridad y el uniforme naval de la corona francesa habrían hablado por él.
            — Capitaine. — Susurró el marinero.
            Capitán.
            Krisha abrió los ojos como platos e intentó con todas sus fuerzas zafarse del agarre de aquel hombre. No quería volver a tener la mirada del capitán sobre ella otra vez, analizándola como si fuera un objeto de provecho, algo que solo valía lo que los burgueses franceses quisieran pagar por ella. La hacía sentir inútil, impotente. Le da asco.
            — ¿Cómo has salido de la celda? — Le preguntó el capitán, utilizando su idioma e ignorando por completo al marinero que la retenía contra su voluntad.
            Krisha no contestó, cerró los puños y bajó la mirada al suelo, paralizada. No le gustaba la forma en la que aquel hombre hablaba su idioma. No le gustaba aquel hombre.
            — Si me contestas puede que ignore el hecho de que te hayas colado entre mi mercancía. — Insistió, acercándose más a ella.
            Krisha levantó la mirada amenazante en el momento en el que escuchó aquella palabra, aquellas chicas no eran la mercancía de nadie.
            — Nappeun nom… — Bastardo.
            El capitán soltó una carcajada lobuna antes de golpear la mandíbula de Krisha con el pomo de su espada y tirarla al suelo de rodillas. Primero le asaltaron las manchas negras nublándole la vista, luego, el dolor le azotó como uno de los rayos que atravesaban el océano indico aquella noche: fuerte y tenaz.
            Krisha se dobló en el suelo, gimiendo por el golpe, y escupió sangre a los pies del capitán entre toses, que se agachó hasta ponerse a su altura.
            — No tengo tiempo para estupideces. — Susurró sobre el cuello de Krisha, sonriendo mientras enterraba la cabeza en el hueco entre su clavícula y su pecho.  
            Fue entonces cuando la vio, aquella cicatriz en el pecho del capitán, aquella marca con forma de moneda grabada a fuego sobre su piel. Los símbolos de la cultura de Krisha tatuados de forma permanente en aquel hombre, aquellos dibujos de serpientes entrecruzadas que todavía le atacaba en sus pesadillas.
            «Oliver Levasseur».
            — La Buse…
            Krisha debía haberlo supuesto, debía de haber entendido dónde se estaba metiendo cuando vio la bandera francesa hondear en un barco portugués, cuando escuchó los susurros de la gente de Dokdo al paso del capitán, cuando vio la herida en su ojo y la sombra de la ausencia del parche en el color tostado de su piel.
            Había sido estúpida. Estúpida e ingenua por pensar que no había nada peor que ser forzada a trabajar como esclava, por pensar que había algo mejor para ella.
            Krisha retrocedió sobre si misma lo máximo que pudo, arrastrándose sobre el suelo de la cubierta envuelta entre polvo y cenizas, mirando de cara a uno de sus fantasmas del pasado.
            La mirada de aquel hombre sobre ella, repasando cada detalle de su cara, le puso la piel de gallina; pero sobretodo, lo que le dio ganas de gritar y esconderse fue aquel cambio de desconcierto a reconocimiento que experimentó.
            — Tú… — Gruñó el capitán, incorporándose de golpe y llevándose la mano al pomo de la espada sobre el cinturón. — Debí haberte matado aquel día…
            Krisha intentó incorporarse, intentó seguir retrocediendo, pero su espalda había chocado contra la pared.
            — Debí hacer lo que los dioses me pidieron. — Mustió, avanzando hacia Krisha con la espada en alto y los recuerdos de aquel día en la mirada. — Debí haberme deshecho de ti…
            Krisha miró a los ojos a aquel hombre mientras se ponía de pie y enfrentaba su muerte. Aquella escena de su pasado se repetía ahora en el presente, pero esta vez era peor, esta vez Krisha hacía frente a la peor versión de su propio monstruo, esta vez se enfrentaba al hombre que había detrás.
            — Ahora tiene sentido que estén aquí, que me hayan encontrado… — Murmuró La Buse, acariciando el filo de su espada con la punta de los dedos. Tenía aquella mirada de lucidez y locura de tantos hombres…
            «Salta»
            Krisha sitió un calambre en la espina dorsal y miró sobre su hombro al mar revuelto. Las olas golpeaban con tanta fuerza el navío que perdió el equilibrio sobre sí misma por una décima de segundo.       
            «Salta»
            — No me han localizado a mí… — Continuó el capitán, frunciendo el ceño ante Krisha. — ¿Verdad?
            «Salta»
 — Te han localizado a ti. — Gritó La Buse justo antes de abalanzarse sobre Krisha con la espada en alto y una llama de fuego en los ojos, dispuesto a rebanarle el cuello de una simple estocada.
No llegó a rozarle. En el momento en el Krisha sitió la chispa arder en lo negro de sus ojos ya estaba de camino en una caída libre hacia la mismísima oscuridad del océano.
Solo que el océano no era negro, si no que estaba teñido de rojo, de fuego líquido y sangre. Y en cuanto su cuerpo impactó con el agua, su mente perdió el conocimiento. Lo último que alcanzó a ver fue la sombra de una serpiente gigante acechándola a su alrededor.

«Imugi».  







Copyright: Yanira Pérez - 2017


miércoles, 8 de marzo de 2017

Día internacional de la mujer.

Día internacional de la mujer

«8 de marzo, el día internacional de la mujer, es un día en el que se conmemora la lucha de la mujer, con el propósito de alcanzar la igualdad de género, en la sociedad y en su desarrollo íntegro como persona.»

El feminismo es ese movimiento revolucionario, compuesto de tres olas, que son como los momentos de más importancia del feminismo, que apareció entre el siglo XVIII y XIX, con una agrupación de mujer que se dieron cuenta de la desigualdad política y social que sufría el género femenino. Fue entonces, cuando apareció la primera ola: las sufragistas.

Las sufragistas buscaban la participación política de la mujer, su consideración como ciudadanas. Y os parecerá estúpido, pero todavía no se nos consideraba ciudadanas, porque incluso los hombres más oprimidos, el proletariado que sufría la opresión del sistema capitalista, todos ellos, que estaban siendo oprimidos y sabían lo que era, oprimían a sus mujeres en casa.  
  
Años más tarde, la segunda ola feminista fue más allá, ya no querían la consideración de la mujer como ciudadanas, porque ya éramos ciudadanas; la segunda ola quería que las mujeres fueran consideradas personas. Siempre hemos sido personas, pero hasta hace muy poco, ni siquiera estábamos consideras como tal. El caso es, que, gracias a la segunda ola, se consiguieron muchas cosas, como, por ejemplo, la píldora anticonceptiva o el derecho al divorcio. Pero sobretodo el descubrimiento de la autonomía de la mujer. La mujer ya no necesitaba un hombre en su vida, no necesitaba ser rescatada por ningún príncipe azul ni nada de eso, ella era su propia salvadora. 

La tercera ola es la que estamos viviendo actualmente, que intenta mejorar todo lo que no se consiguió o se hizo mal en la segunda ola. Porque la segunda ola consiguió muchas cosas, pero no todo era bueno: eran racistas, homófobas y tenía muy arraigado el sistema de clases de ricos y pobres. Gracias a la tercera ola feminista nació el antirracismo, la lucha por, ya no la consideración de la mujer como persona, sino su propia libertad, nació también la lucha contra la intolerancia de la homosexualidad, y se extendió a todas las mujeres, sin discriminación de raza o religión.


Todo esto es solo historia, pero es nuestra historia. Es importante saber de dónde viene esa guerra en la que estamos luchando, para poder seguir avanzando y conseguir nuestro objetivo. Esta lucha, es una lucha difícil principalmente porque “el enemigo” también está dentro. Parte de esta lucha se dirige contra aprendizajes que tenemos muy arraigados en nuestro comportamiento. Y es que hombres y mujeres tenemos una visión diferente del mundo, y esto es así, principalmente, porque el mundo nos ha tratado de forma distinta. Y, de hecho, es la consideración de la otra visión, de comprender al otro, lo que nos ayuda no solo a seguir avanzando, si no a hacerlo juntos, a luchar juntos, hombres y mujeres, con un propósito.




Texto inspirado en personajes femeninos de la historia. 
Recopilación de información sobre las olas del feminismo:
             https://www.youtube.com/channel/UC7Z9bj7ibznsY1ty9ca0rBw
             http://feminismo.about.com/od/historia/a/las-tres-olas-del-feminismo.htm
             https://ieg.ua.es/es/documentos/boletines-2015/boletin-7/las-olas-del-feminismo.pdf 

viernes, 27 de enero de 2017

9. #UCPED

9.

            Ophelia Grant era una diva. Trabajaba en uno de esos locales de bajo fondo que estaban tan escondidos bajo tierra que más que locales de lujo parecían cuevas de ermitaño. Pero claro, con toda esa exoticidad y erotismo revolucionarios no podían anunciarse a los cuatro vientos sin que parte de la población los tacharan de pervertidos o monstruos.
            El sitio no tenía nombre, no era más que una puerta de plomo con grafitis en una planta baja abandonada a las afueras del centro. Un sitio sin nombre para gente sin nombre. A Kara le encantaba.
Lo conoció gracias a su madre, y creedme, esa era una de las pocas cosas que la demonio podía agradecerle a Nhama. La súcubo había trabajado en el local un par de veces en los ochenta, cuando toda esa movida solo acababa de empezar. Tenía un espectáculo famoso, algo sobre cantar medio desnuda de espaldas al público. Ya ves tú, qué chorrada. Pero eran otros tiempos, y ahora la fama de Nhama en aquel local no podía compararse a la de Ophelia Grant.
Ophelia Grant tenía veintidós años y una voz de infarto que te arrancaba de la silla para ponerte a cantar a todo volumen y dejarte la voz en una sola canción. Era flipante.
— ¡Kara! — La saludó, dándole un fuerte abrazo. Eran amigas desde hacía varios años, cuando la cantante empezó en aquel garito. — Dime que te has traído a Xareni, por favor.
Kara sonrió. Ophelia tenía un flechazo muy grande con su amiga desde que Kara las había presentado. Y aunque Ophelia no era tan atractiva, con los ojos pequeños y esa nariz de ratoncillo, tenía algo que realmente llamaba la atención. Kara siempre había supuesto que era esa forma de moverse en el escenario, como si estuviera hecho para ella. Por eso intentaba traerse siempre que podía a Xareni, porque en el fondo le hacía gracia y pensaba que les hacía falta un buen polvo.
— Estará a punto de venir. — Anunció, encogiéndose de hombros.
La morena sonrió abiertamente y la arrastró a los camerinos de detrás del escenario. Solía pedirle de vez en cuando que la ayudara a elegir que ponerse aquella noche, Kara sospechaba que era para que la ayudara a impresionar a Xareni. Pero nunca se había quejado, en verdad le encantaba toda esa purpurina que había detrás del escenario.
Víctor Victoria las estaba esperando en uno de los tocadores.
— Ya era hora, Ophelia. — Se quejó, cruzándose de brazos. — ¿Cuándo va a venir la bailarina que me prometiste?
Kara sonrió al verlo. Víctor Victoria era la drag queen con más estilo y sensualidad que Kara hubiera conocido nunca. Venía de una familia latina y tenía ese acento tan gracioso y esas curvas de infarto que parecían antinaturales. Era la que dirigía la mayor parte de los espectáculos; por las mañanas era profesor en la universidad de artes y danza de Virginia, y se aseguraba de atraer a los estudiantes más prometedores para que ofrecieran algo al local. Ophelia había sido su gran éxito.
— Ah, hola Kara. — Mustió, dándole un sonoro beso en la mejilla que no se correspondía con su estado de ánimo. — Ophelia vamos mal de tiempo. Necesito a la bailarina para ocupar la baja de Sharon.
Víctor Victoria podía ser una gran drag queen y coordinadora, pero se atacaba de los nervios demasiado deprisa. No tenía mucha paciencia y necesitaba tenerlo todo controlado. Siempre se desesperaba a la mínima, y con los aires de grandeza de Ophelia era muy difícil no exasperarse.
— Nicole debe de estar al caer, — La tranquilizó. — no te preocupes, ViVi. Va a merecer la espera, te lo aseguro. ¡Es una de las favoritas del señor Sasha!
Víctor Victoria abrió los ojos y frunció el ceño.
— ¡Me has traído a una bailarina de ballet del viejo ruso para sustituir a Sharon! — Parecía realmente molesta. — ¿¡Estás loca, niña!?
Kara no entendía nada, pero le hacía mucha gracia la forma en la que Ophelia rodaba los ojos ante la exasperación de ViVi.
 — Va, seguro que no está tan mal. — Aportó Kara, robándole el pintalabios rojo a Ophelia. ViVi siempre le había dicho que ese color le favorecía mucho con la palidez de su piel y ese pelo tan blanco, pero a Kara no llegaba a convencerla realmente.
— ¿Ophelia? — Preguntó uno de los camareros del local asomando la cabeza por la puerta. — Ha venido una chica preguntando por ti.
Kara se quedó mirando al camarero con los ojos abiertos de par en par. Llevaba la mitad de la cabeza rapada al cero y la otra mitad del pelo de un color azul eléctrico que le caía hasta media espalda, y vestía uno de esos trajes de Víctor Victoria que imitaban a un elfo del bosque erótico. Se le escapó una sonrisa solo de mirarlo.
— Debe de ser Nikki. — Sonrió la rubia. — Que pase, que pase.
Lo primero que pensó Kara de Nicole era que le parecía una pequeña sinvergüenza con enfoque de pueblo fantasma, como esa de la que hablaba David Bowie en su canción Diamond Dogs; y le entraron ganas de reírse. No porque le pareciera gracioso, sino porque sabía que era lo que Víctor Victoria esperaba de su reemplazo.
            Podría haberse fijado primero en sus ojos azules y en esa sonrisa de anuncio que llevaba en la cara, o en la forma en la que se había cortado el pelo, como si lo hubiera hecho ella misma en un momento de prisas y pocas ganas. Pero con aquella mueca de bailarina con pies de plomo no pudo hacer más que acordarse de aquella canción y todo lo que representaba.
            A Kara le gustaba mucho eso de las personas. Que sin quererlo te recordaban a una balada y de pronto comprendías mejor lo que esa persona hacía en el mundo, de quién se había enamorado o si era más de follar en un baño público.
            Esas cosas.
            — Hola… — Mustió la recién llegada. — ¿Llego tarde?
            Víctor Victoria vislumbró el espectáculo y sonrió.
            — Puede funcionar. — Sentenció ViVi, y Ophelia no se reprimió aquella sonrisa de superioridad que la caracterizaba tanto sobre el escenario.  


            Ophelia Grant arrasó aquella noche como tantas otras, con aquellas canciones de pecadores convertidos en santos, de ganadores por error y enemigos del diablo. Por eso se habían hecho tan amigas, porque Ophelia sabía más de cómo se sentía Kara que la propia Kara, porque la cantante escribía sobre el día a día de la demonio sin saberlo.
            Kara se dejó la garganta en aquella última canción, ya sudando y con los pies ardiendo de tanto bailar. Y le dio igual, se agarró a Xareni, admiró el vestido plateado de Ophelia, se deshizo de todo y vivó mientras las últimas notas de la guitarra seguían sonando.
            Y cuando la última nota se apagó, las luces lo hicieron con ella, y el sonido de un tambor anunció a Nicole en el escenario bajo un único foco. No se escuchó ni un alma, Xareni contuvo la respiración y el fuego brumó bajo la piel del público. Kara escuchó a Víctor Victoria ahogar una exclamación.
            Ballet sus cojones. Nicole Bissette no era una bailarina de ballet, tal vez lo parecía con aquel vestido rojo y dorado, tal vez pudiera serlo en las clases de aquel viejo ruso que no le caía bien a ViVi; pero Kara no veía a ninguna prima ballerina sobre el escenario, Kara veía al espíritu de una gitana bailando en sus caderas. Kara veía el fuego en sus venas y el hielo en su mirada, escuchaba los aplausos y las campanas de fondo, palmas y sudor, piernas alzadas y sacrificio, giros y pasión.
            Kara lloró. Joder si le entraron ganas de llorar y aplaudir cuando acabó… Y lo hizo, lo hizo porque quería, con ganas; porque era hermoso y le apetecía dejarse las lágrimas en aquel espectáculo y punto. Que la juzgaran si a alguien le salía de los huevos, que pocas cosas la dejaban con la boca abierta y el corazón llorando.
              Y es que aquella morena de largas piernas había hecho que Kara entrara en aquel círculo vicioso que no sabía de qué se trataba con tanto cambio de ánimo: que pasara de estar riendo a estar sensible, de estar sensible a estar idiota, de estar idiota a estar alegre y vuelta a empezar.
            Manda cojones.
            Los vítores se escucharon desde fuera, y Kara se preguntó si con tanto jaleo aquel lugar dejaría de ser tan anónimo. Ophelia sonreía al lado de su amiga y Nicole, con las mejillas encendidas se despidió lanzando un beso al público.
            Kara y Xareni esperaron a las chicas fuera, porque entrar al vestuario, con aquella felicidad repentina de ViVi les parecía un terreno difícil. Y es que la drag queen no iba a parar hasta conseguirle a Nicole Bissette un puesto fijo entre sus cuatro paredes de éxito nocturno.
            Xareni le pasó un brazo por los hombros y le sonrió.
            — Menudo espectáculo, eh… — Comentó la morena, con aquella tranquilidad que la invadía siempre que venía a ver alguno de los espectáculos de Víctor Victoria.
            — Sí… — Coincidió Kara, y aunque estaba segura de que su amiga la había visto llorar a mitad del ballet, no le dijo nada. — Ophelia seguía sin quitarte el ojo de encima.
            Xareni rió y rodó los ojos.
            — Siempre está igual… — Hizo una pausa y se tiró sobre uno de los sillones de playa, un par de plumas salieron volando por los aires. — Creo que tiene una obsesión conmigo.
            Kara le lanzó un cojín a la cara.
            — ¿Enserio? — Dijo irónica. — No me había dado cuenta.
            — Sí. — Sentenció. — Tal vez debería follar con ella.
            — Lo estoy deseando, preciosa. — Le susurró la rubia al oído, apareciendo justo en aquel momento.
            Xareni se incorporó de golpe, más por el susto que por la insinuación de Ophelia.
            — No lo decía enserio. — Aclaró, pero le dio un beso en la mejilla para felicitarle la actuación. — Tía, has estado increíble.
            Ophelia sonrió y se sentó entre ambas. Pidió una copa.
            — Gracias.
            Se había recogido la melena rubia en una coleta alta y se había vuelto a poner las gafas, «porque sin ellas no veía un pimiento» como decía siempre. A veces creía que se las quitaba para actuar por la apariencia, para parecer más sexy, luego la veía en el escenario y la única excusa que se le ocurría era que estaba más segura sobre él si no veía a todo aquel público gritando por una canción más, porque sinceramente, no le hacía falta más atractivo que su guitarra.
            — Y Nikki, ¿qué? — Preguntó, con la barbilla bien alta. — Ha estado genial. ¡Si es que tengo un ojo!
            Kara sonrió para sí. No creía que Ophelia tuviera parte del mérito, todo el éxito de aquella noche se lo había llevado la francesa.
            — ViVi está intentando reclutarla en su grupo de bailarines exóticos para el espectáculo del tango, — Anunció. — pero dudo mucho que Nikki vaya a volver a actuar aquí, tiene mucho trabajo en la universidad.
            — Es una pena.
            — Sí, pero bueno…
            Nicole salió seguida de Víctor Victoria. Una de las drag queen que trabajaba como camarera le había regalado un ramo de flores amarillas que había rociado con purpurina.
            — ¡Este sitio es genial, Ophelia! ¿Cómo no me lo habías enseñado antes? — Exclamó, parecía exhausta y con la adrenalina bombardeándole en el pecho a mil por hora.
            A Kara le recordó mucho la primera vez que había venido con su madre. Nhama la había dejado al cuidado de una chica que se llamaba Summer y que antes había sido chico o algo así. Con once años no había entendido muy bien que era transexual, y había estado alucinando tanto que aquello le pareció un sueño. Iba a todos lados con los ojos muy abiertos y las mejillas tan coloradas que solo de recordarlo se sonrojaba, quería dejar entrar todas aquellas luces de colores y plumas a su vida.
Conoció a Víctor Victoria años más tarde, cuando había empezado a trabajar allí con veinte años, por aquel entonces no se maquillaba tanto ni llevaba aquellos trajes tan provocativos. Había sido más discreta, tal vez porque en aquellos años no se le tenía permitido ser más que eso. Kara se alegraba de que ahora pudiera ser tan ella siempre.
            — Bueno, ¿vamos a Andrómeda? — Propuso Ophelia, sentenciando que la noche no se había acabado todavía, que todavía quedaba mucho tiempo para beber y bailar.
            A Kara no le pareció mal el plan. Además, que ahora vivía allí, no le venía mal que la acompañaran a casa.
            — Guay. — Asintió Xareni, anudándose una de las plumas que volaban cerca a las trenzas del pelo.
            — Los chicos iban a venir ahora, ¿los esperamos o qué? — Le preguntó Nicole a la rubia. — No deben de tardar. ¡Mira, ahí están! — Nicole se levantó a saludarlos con energía. — ¡Chicos, aquí!
            Y como si el destino quisiera seguir riéndose de Kara, Edgar Arlond se acercó con aquellos andares de demonio. Y Kara maldijo no haberle dicho que sí cuando le ofreció conocer a sus amigos, tal vez no se hubiera llevado aquella sorpresa en aquel momento y no lo miraría con aquella cara de gilipollas que se le había quedado.

            

© 2016-2017 Yanira Pérez. 
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jueves, 12 de enero de 2017

8. #UCPED

8.

            Lo que más le gustaba a Kara del Andrómeda era la música que ponían, tan de moda ahora y hace veinte años. Ese rock que se te mete en las venas y hace que te cuestiones hasta tu nombre.
            Aquello había sido obra del carcamal de Ronan, que vivía estancado en su mundo de bandas y conciertos, de antros y noches en vela. Y no podían culparle, qué le iban a hacer ellos, si gracias a él y su generación estaban donde estaban. Si era por todos esos grupos de música revolucionaria que la gente ya no se callaba las penas, si no que escribía una canción o un puto disco entero. Que qué cojones podía hacer Kara, si era por ellos, por lo que la gente tenía voz en el mundo.
            — ¿Sabéis por qué le puse Andrómeda? — Preguntó Ronan, con esa cerveza en la mano que puede que fuera la quinta de la noche.
            Kara lo sabía. Había escuchado esa historia tantas veces que se la sabía de memoria, pero le encantaba el don de cuentacuentos de Ronan, y era incapaz de negarse cuando le pedía permiso para contarle una anécdota. Además, que Kara no sabía cómo cojones se las apañaba, pero siempre la contaba de una forma diferente, siempre añadía algo, un detalle que puede que pienses que no tiene importancia, pero que le da un sentido completamente diferente a la historia.
            — ¿Por qué? — Gritó Kara, empezando a balancear la cabeza al son de la música de aquella morena con los ojos de búho de la que nadie recordaba su nombre, pero sí sus canciones.
            Y es que en verdad lo que importaba, no era que los chavales de ahora recordaran cómo cojones se llamaba el grupo que, en el concierto de 1982, dejó tirados a diez mil fans porque el cantante principal tenía diarrea. Lo que importaba, lo que los había hecho tan jodidamente importantes, era que sus letras seguían teniendo significado después de tantos años.
             — Andrómeda era una tía que conocí en el concierto de R.E.M. — Comenzó. — Fue una noche oscura oscura. De las de verdad, eh. Yo llevaba una camiseta del grupo y esos pantalones que dices que son tan feos, Kara; y ella, ella llevaba un vestido negro tan pegado que me mareé sólo de verla.
            Kara sonrió y rodó los ojos.
            — Ten en cuenta que en aquella época en las canciones no se podía hablar de sexo como ahora. — Aclaró, llevándose el cigarro a los labios. Aquello era cosa de Ronan, cerveza y tabaco en una mezcla, la llamaba La Tatuada. — Andrómeda se me acercó borracha y comenzó a hablarme de la vida. Así tal cual, no de la suya, de la mía o la de su jodida abuela. Me habló de lo pensaba, de sus ideales y sus rayadas. Me habló de libertad, de abrir la boca para decir algo más que “qué buenas estás, coño”, para decir la verdad. Me habló de amor mientras lo hacíamos y por ella me perdí el jodido concierto.
            Kara no conocía a Andrómeda y estaba segurísima de que Ronan, en el fondo, pese a todo lo que hablaron aquella noche, pese haber dormido en la misma cama y compartido el mismo gusto de música, tampoco. Estaba segura de que aquella chavala ni siquiera pensaba lo que hacía aquella noche, que fue ella durante un rato que no recordaría y luego nada, seguiría con su vida. Pero Kara la admiraba de cojones, por hablar de lo que no hablaba la gente aquellos años, por ligarse a aquel pirata joven con la verdad por delante y dejarle aquella huella en el pecho, por ser lo que era y saltarse la norma.
            — Era una tía rara. Me habló de su nombre, de que venía de una tía desnuda con muchas joyas y un marido con unas sandalias mágicas, me habló de sus padres que tendrían que estar muy colgados como para ponerle aquel nombre por aquella tipa de los museos de historia.
            Xareni se acercó a Ronan y se apoyó sobre su hombro, cerrando los ojos.
            — Creo que fue el mejor polvo de concierto del mundo. Sobre todo cuando tocaron mi favorita y los mecheros incendiaron aquel ambiente de vida que llevábamos encima todos.
            — Ponerle aquel nombre nunca me pareció buena idea. — Murmuró la morena, robándole un trago largo a aquella Tatuada de Ronan.
            — Eso es porque sigues pensando que fue por el sexo, y no. — Ronan miró a Kara fijamente. — Fue por todo lo que aquella chavalina me enseñó en una noche.
            — Parece mentira que estés celosa, Xareni. — Comentó Kara, guiñándole un ojo. — A mí me parece de puta madre el nombre. ¡Viva Andrómeda!
            — ¡Viva! — Gritó el resto del pub, o al menos gran parte.
Y Kara rió y rió, y le importó una mierda todo, podía acostumbrarse a pasar la vida así, sin magia, sin miedo, sin nada más que Ronan, Xareni y unas cervezas.
            Pero era mentira, Kara aspiraba a mucho más que un momento lleno de música rock, alcohol y anécdotas que ni siquiera había vivido. Aspiraba a lo grande, a formar parte de algo más que cambiara algo, a alguien. Quería ser la Andrómeda de algún pirado o de un jodido genio, no escuchar historias sobre por qué aquel local se llamaba como aquella chavala del concierto de R.E.M. o de Metallica.
            — ¿Otra? — Preguntó Xareni, tal vez por otra cerveza, otra historia u otro bis de aquel grupo que sonaba ahora. Qué más daba. Si al fin y al cabo eran eso, bises de esa generación perdida que ahora tenía muchos más años cargados a la espalda y un poco de ciática.
            — Otra.


            Llevaban un rato jugando a aquel juego que se habían inventado cuando Kara estaba aprendido a utilizar el cuerpo de los demás. En verdad no era ningún juego, era algo así como una tradición, les hacía gracia ir mirando uno a uno a todos los que estaban bailando y decidir cuál de todos reflejaba mejor a Kara sin conocerlos realmente.
            — ¿Qué te parece esa? — Le preguntó a Xareni, señalando a una chica muy mona con esa cara neutra, entre la madurez y la niñez, muy redonda y llena de pecas que no sabrías decir si todavía es una niña o una mujer.
            La morena negó con la cabeza. 
            — No, te confundirían con una de instituto. — Kara se encogió de hombros. —¿Ese de ahí? Es fuerte y parece que tiene mala hostia.
            — Ja, ja.
            Kara siguió la mirada de su amiga hasta un tipo muy grande que esperaba junto a la cola de entrada. Soltó una carcajada.
            — Tía, no sé cuántas llevas encima, pero ese es uno de vuestros seguratas. — Anunció, viendo como su amiga fruncía el ceño y levantaba la nariz, como si así pudiera ver mejor. — ¿Qué clase de empresaria eres que no conoces a tus empleados?
            Xareni le dio un tirón de pelo para que dejara de burlarse y le sacó la lengua.
            — No soy ninguna empresaria, de eso se encarga Ronan. — Bufó. — Además, tú. Que no sé por qué te empeñas en utilizar el cuerpo de alguien, ya no tienes todas esas heridas en la cara.
            Kara miró a Xareni con los labios fruncidos. Tenía razón; todas las heridas y marcas de la cara y el cuerpo de Kara habían desaparecido. Todas, menos las de sus alas. Ahora tenía dos grandes cicatrices en la espalda que todavía sangraban de vez en cuando. Y ver aquello, sentir la piel de la espalda tirante y dolorida, saber que ese dolor era por aquella perdida, la ponía enferma.
            — Ya sabes que me gusta cambiar. — Dijo, sonriendo.
            A veces creía que se le daba de puta madre mentir y aparentar, que era una actriz de cojones y que debería probar en el mundo del espectáculo algún día de estos. Luego veía la ceja alzada de Xareni y se le iba la tontería al momento.
            — Enserio, ¿soy transparente? — Gruñó, cruzándose de brazos. No era normal que le pillara siempre.
            — Kara, te conozco desde que eras un jodido renacuajo que daba más guerra que cualquier crío que haya conocido nunca. — Susurró junto a su oído, como contándole un secreto. — A mí no puedes mentirme.
            Solía hacer mucho eso, acercarse al oído de Kara hasta casi juntar sus labios con la piel más sensible de su cuello y susurrarle cosas como esas. Las decía muy bajito y a veces costaba pillarle lo que decía, pero siempre se te quedaba grabado en la mente como con fuego. Creo que era un viejo truco azteca que utilizaba para susurrarles a los hombres por las noches o algo así le dijo una vez que se lo preguntó. O puede que no, Kara no recordaba mucho de aquella noche.
            — Es solo que quiero, ¿vale? — Murmuró, volviéndose a girar a mirar a todos aquellos chavales que habían venido a celebrar el inicio de las clases o puede que simplemente a celebrar que estaban vivos y eran jóvenes.
            — Yo creo que estás preciosa así…
            Si hubiera sido un comentario de Xareni no tendría el corazón golpeándole de aquella forma el pecho, eso seguro. Pero escuchar aquella voz le hizo sentir toda esa adrenalina en el cuerpo que creía que ya no podría volver a sentir hasta dentro de un tiempo.
            — Edgar… — Saludó Kara, girándose para mirarlo a la cara.
            — El mismo. — Dijo sonriente, casi infantil.
            Que la hubiera sorprendido por la espalda era un punto a favor para él. Kara no hubiera esperado encontrarse a alguien como Edgar en un antro como el Andrómeda, era como si toda aquella aura de rebeldía no fuera con él. No de aquella forma, al menos.
            — ¿Sabes? — Dijo, sentándose junto a ella. — Es un poco extraño que tú te sepas mi nombre, pero yo no me sepa el tuyo. Lo considero hasta de mala educación.
            — Qué señorito… — Murmuró Kara, con burla.
            — Me han educado bien. — Asintió, encogiéndose de hombros.
            Edgar la miró fijamente, con aquella sonrisa de lado que le recordó tanto a Ronan. Casi podía escuchar las palabras de aquel carcamal resonando en su cabeza. Edgar sí era un niño roto con agallas.
            — ¿Y bien? — Insistió, esperando a que Kara se presentara.
            La demonio no pudo hacer más que bufar.
            — Kara.
            — Qué bonito. — Susurró.
            — No creas.
            — Sí lo es. — Dijo, levantando la mano y pidiendo una cerveza en la barra. — Sabes, llevo días dándote vueltas en la cabeza, Kara.
            Kara lo miró de reojo, como no queriendo prestarle tanta atención. Xareni le había dicho que necesitaba ganarse su confianza para que le devolviera la marca por las buenas, que a veces las cosas salen mejor si las haces por el camino correcto, y que su vida ya era demasiado complicada como para complicarla más con tipos como Edgar.
            — ¿Por qué? ¿Te has enamorado de mí?
            — No. — Negó. — Simplemente empezaba a dudar de si habías sido real o no. Desapareciste en cuando Nikki salió al callejón. — Se encogió de hombros. — Pero ya veo que no.
            — No. — Coincidió Kara.
            Edgar rió por lo bajo.
            — Ya. — Le dio un trago a la cerveza. —Es cosa vuestra lo de desaparecer, ¿eh?
            Kara ni siquiera tuvo que mirar a su alrededor para saber que Xareni no estaba sentada junto a ella. Se encogió de hombros a modo de respuesta.
            — ¡Edgar! — Saludó un tipo.
            Kara pudo haber salido corriendo como la otra vez en el callejón si el rubio no la hubiera cogido por la muñeca en cuanto le vio las intenciones, impidiéndole marcharse.
            — No te vayas…
            Kara le sostuvo la mirada fijamente, estaba confusa y cabreada, pero no se marchó. Tampoco es que pudiera, no le había dado elección. Y se lo dijo, mirando el agarre de su muñeca con una ceja alzada como la que ponía Xareni cuando sabía que le estaba mintiendo.
            — ¡Zay! — Saludó Edgar a su vez, soltándole la muñeca en cuanto se aseguró de que Kara no iba a marcharse a ningún lado. — ¿Nicole? — Preguntó al verlo acercarse teniendo en cuenta lo decidido que estaba a no venir el otro día.
            — Sí, tío. No se cómo se las apaña, pero siempre acaba saliéndose con la suya. — Murmuró, chocando las manos en un saludo. — ¿A ti te ha hecho lo mismo?
            Edgar sonrió y se encogió de hombros.
            — Sí, pero ya había decidido venir. — Confesó. — ¿Están las chicas por ahí?
            Zay le dirigió una mirada de reojo a Kara y una sonrisa de lado. Parecía un tipo raro, de esos que puede que encuentres en la biblioteca encerrado todo el día o escaqueándose de las clases en un parque abandonado, así como indefinible, de un extremo o del otro. A Kara le daba igual que la mirara de aquella forma, como si fuera esa fotografía graciosa en el álbum de cuando eras un crío.
            — Sí, estamos sentados por ahí, ¿vienes?
            A Kara le pareció que Zay era como un perro callejero, no de esos de Ronan que son metafóricos, sino uno de verdad. De esos que protegen su cama y a su manada con dientes y ladridos salvajes. Se lo pareció por esos ojos tristes de abandonado y el tono de su voz, autoritario y, a la vez, con miedo de hablar. Casi le entraron ganas de gritarle que abriera la boca y cantara, que las voces negras eran de las mejores y él necesitaba montar una banda que hiciera jaleo, mucho jaleo.
            Edgar asintió y la volvió a agarrar de la muñeca para que lo acompañara.
            — ¿Qué haces? — Gruñó la demonio en cuanto el rubio comenzó a arrastrarla a la mesa del fondo.
            — Vamos, Kara. — Ronroneó. — ¿Siempre estás de mal humor? Quiero que conozcas a mis amigos.
            A Kara le tocaban mucho los cojones que le preguntaran aquello. «¿Siempre estás de mal humor?», «¿siempre tienes esa cara de perro?», «¿por qué no sonríes más?». A ellos qué cojones le importaba que Kara estuviera de mala hostia, a ver. Que si lo estaba no era por gusto, vamos. Que tendría sus motivos para estar peleada con el mundo.
            — ¿Por qué? — Preguntó, cruzándose de brazos y soltándose de su agarre.
            Edgar la miró divertido, como si fuera una niña pequeña que preguntaba el porqué de todo y se cuestionaba las cosas más absurdas del mundo. 
            — ¿Cómo que por qué? — Preguntó Edgar, frunciendo el ceño. — ¡Pues porque quiero!
            En aquel momento Edgar le pareció una de esas estrellas de rock de los ochenta que tanto le gustaban a Ronan, con esa actitud de loco y ese brillo de adrenalina en los ojos. Parecía que estaba jugando con ella, con ella y con todos. Que estaba bajando la guardia para ver qué ocurría, en armonía con el mundo, marcando el compás de sus propios pasos. Kara lo envidió por eso.
            — Enserio, Kara, — Le preguntó, sonriendo de lado. — ¿siempre estás en tensión?
— ¿Qué?
— Estáis ahí, con los ojos muy abiertos y esperando siempre ese golpe de la vida, como si fueran a darte una hostia en cualquier momento. Relájate, ¿quieres? Solo quiero que los conozcas, son buena gente, de verdad. Creo que pueden enseñarte muchas cosas.



© 2016-2017 Yanira Pérez. 
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