martes, 29 de abril de 2014

Llevo sobreviviendo casi media vida.

Cerré los ojos con fueza, ¿por qué no desaparecía? ¿por qué siguía presente?
Me froté la cara, tal vez las lágrimas no me dejaban cerrar del todo los ojos y por eso seguía allí. Me las limpié, pero por más que me frotaba los ojos las lágrimas seguían saliendo.
Lo volví a intentar de nuevo, tapándome los oídos con la almohada para evitar oír los gritos de la habitación de al lado.
Me levanté de la cama, apretando contra mi pecho el pequeño oso de peluche.
Escuché sus pasos, saliendo de la habitación continua con un fuerte portazo.
Abrí los ojos de par en par, corriendo hacia la puerta intentando bloquearla para que no entrase.
Sollocé, no aguantaría mucho más, si no me apartaba tiraría la puerta abajo y con ella todas mis fuerzas y esperanzas.
Salí corriendo a esconderme. Sabía que no servía de nada, que él me encontraría entre los abrigos y vestidos del armario, como hacía siempre.
Que irónico, en vez de temerle al monstruo del armario me escondía con él de algo mucho peor.
Abrió las puertas del armario de madera, desencajando las pequeñas visagras que la sujetaban.
Sentí un tirón en el pelo, y los pequeños susurros que soltaba mi boca no eran suficientes para detenerle. Acababa de empezar el show, y las muñecas de las estanterías no tardarían en esconderse entre sus brazos para no verlo.
Un patada en las costillas y yo sólo podía preguntarme por qué.
Otra más. ¿Cómo cubriría ese nuevo morado? ¿Tendría que caerme en el parque o por las escaleras?
Un puñetazo en el vientre que hubiese tapado con lágrimas y quejidos si no me hubiera faltado el aire...
Logré pronunciar un casi sordo "No por favor" pero el sonido de mi cuerpo estampándose contra el suelo lo cubrió, dejando las palabras en el aire.
Levanté los brazos, intentando cubrirme de un nuevo golpe, pero mis manos eran demasiado pequeñas comparadas con las suyas.
Tenía nueve años, y llevaba sobreviviendo casi la mitad de mi vida.
Suspiré, ya había acabado, las muñecas volvían a mirarme de nuevo, siempre con esa cara de compasión que ponían desde lo alto de la estantería.
Siempre era igual, dos de cada cuatro viernes volvía a ver esa compasión oculta tras las inmóviles fracciones de las barbies y princesas.
Y como siempre, no me movía del suelo, me dedicaba a apretarme las heridas con fuerza, metiendo el dedo en la herida de forma literal. Me dolía, me dolía mucho, pero aquel dolor era lo único que me confirmaba que seguía viva.
Así que volvía a darle las gracias al dolor, como un esclavo agradece los azotes del látigo porque sabe que después del dolor va a conseguir algo de comida, va a continuar con vida.

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