13.
Los chicos no trabajaban, eso era
algo que tenía muy asumido desde que los conocí. ¿Cómo sacaban el dinero? Mejor
no preguntar.
― ¡Buenos días! ― Gritó Ian entrando
por la puerta de la casa como si fuera el rey del mundo, sonreía de esa forma
con la que solo sonreía cuando sabía que iba a follar fijo o a conseguir
dinero.
― Resulta raro que lo digas a las
diez de la noche. ―Saludó Reed, entrando justo después de Dan.
― ¡Chicos! ― Saludó Calipso,
acercándose a todos y dándoles un sonoro beso en la mejilla. ― ¡Por favor!
¡Decidme que vais a sacarme de aquí esta noche!
Calipso juntó las manos como si
estuviera rezando y empezó a susurrar una y otra vez un muy desesperado “por
favor”.
― ¡Por favor, chicos! ¡Maxine no me
lleva de fiesta!
― ¡Te he sacado esta mañana! ―
Mustié cruzándome de brazos.
― ¡Sí! ¡Pero al taller de Leroy!
¡Eso no cuenta! ― Replicó la peliazul.
Me encogí de hombros y me senté en
el sofá dispuesta a fumarme el último cigarro de la noche.
― Tengo que ir a trabajar… ― Dije
con simpleza.
Calipso rodó los ojos y se agarró al
brazo de Ian.
― Bueno… ¿Qué habéis pensado esta
noche, chicos? ― Dijo emocionada. ― ¿Vais a llevarme a pillar una buena?
― Vamos a llevaros ― Dijo Dan,
enfatizando en aquel “vamos” que me incluía. ― a pillar una buena, sí. Pero no
es lo que pensáis.
Fruncí el ceño y me tumbé en el sofá
indicando que a mí nadie me sacaba de casa aquella noche.
― ¿Y qué es lo que tenéis pensado?
― Oh, digamos… Que hay una fiesta de
lujo cerca de aquí a la que acabamos de autoinvitarnos. ― Comentó Ian,
metiéndose las manos en los bolsillos de la cazadora con falsa inocencia.
― Eso no suela muy legal… ― Dije con
sorna, echando la cabeza atrás para ver a los chicos desde mi posición.
― ¡Por dios, macarroni! ¿Algo de lo
que hacemos nosotros es mínimamente legal? ― Dijo Dan dándome un capón en la
frente.
― ¡Ay!
― Yo me apunto. ― Asintió Calipso. ―
Lo que sea con tal de salir de aquí.
― Tienes la puerta ahí para cuando
quieras largarte y no vivir de ocupa. ― Mustié incorporándome del sofá para
lanzarle una mirada significativa a la peliazul. Calipso me sacó la lengua y se
cruzó de brazos. ― Sea lo que sea, yo paso.
― ¡Max! ¡No puedes pasar! ― Se quejó
Ian haciendo pucheros.
― Venga guiri, mueve el culo. ―
Prácticamente ordenó Reed. ― No tenemos toda la noche.
― ¡Que he dicho que yo no voy,
hostia!
Aquel día todos se pusieron de
acuerdo para joderme la noche, estoy segura; porque justo después de pronunciar
esa frase Reed me levantó del sofá y me subió sobre su hombro cual saco de
patatas y me subió al coche, asegurándose de que no salía corriendo.
― Ya está. ― Dijo con una sonrisa
vacilona. ― ¿Nos vamos de una puta vez?
― Que te den. ― Gruñí y me crucé de
brazos fingiendo fastidio.
― ¡Allá vamos!
Y sí, aquel grito eufórico que se
escuchó en el coche vino de Calipso.
Un chalé a las afueras del barrio,
una fiesta que empezaba a desmadrarse.
No teníamos invitación, Ian se había
enterado de la movida por un amigo suyo de a saber qué agujero había salido.
Pero vamos, que prácticamente se había enterado medio barrio.
Total, que tampoco es que hubiera
dado por ahí la clave del banco de Manhattan; ya sabes, el tipo solo había
soltado que la familia tenía pasta y que estaban fuera de la ciudad.
Al final resultó que en realidad la
casa no estaba vacía y que el hijo menor había montado la fiesta del siglo
aprovechando la ausencia de sus padres. Supongo que el chaval no se esperó que
entrara toda la chusma que entró a su casa, pero o iba muy pedo o realmente se
la peló, porque cuando entramos nosotros, el chaval nos saludó como si nos
conociese y nos dio la bienvenida. Creo que luego potó sobre el vestido de una
pelirroja que se enfadó muchísimo. Guay.
Creo que fue sobre las cuatro de la
mañana cuando me quedé sola, tiradísima en un sofá que había encontrado libre. No
tenía ni puta idea de dónde estaban los chicos y Calipso, y estaba como
demasiado muerta como para ponerme a buscarlos.
Por eso me alegré de ver a Dan
subiendo las escaleras del segundo piso, hacia las habitaciones. Así que lo
seguí en silencio, tampoco sabía qué pretendía, y si se iba arriba a follar yo
no era quién para cortarle el rollo. Por eso, por una vez en mi vida, sería
sigilosa como un ninja.
Pero claro, ¿a que no había ninjas
borrachos? No. Por eso de que el alcohol y los ninjas no cuadran juntos y esas
cosas. No me extrañó que casi me cayera encima de un tío que estaba durmiendo
la mona en la moqueta del suelo nada más subir. Putos ninjas que no quieren
enseñarme a ser una borracha sigilosa.
Por suerte la música del piso de
abajo amortiguó el ruido que hice al tropezarme. Mantuve el equilibrio como
pude y entré en la habitación en la que había visto entrar a Walker.
― Oye, Dan, ¿has venido a follar?
Porque si es así, me voy. ― Dije nada más entrar en el cuarto y ver que estaba
solo.
Dan me miró de reojo y sonrió de
lado, parecía que no le extrañaba que le hubiera seguido.
― ¿No quieres unirte, macarroni? ―
Preguntó divertido.
Miré a mi alrededor en busca de
alguien, aunque sabía perfectamente que solo estábamos nosotros dos en la
habitación.
― ¿A quién? ¿A ti y tu mano derecha?
Dan soltó una carcajada y se acercó
a mí con pasos lentos, como un felino acechando a su presa.
― ¿Qué haces aquí? ― Pregunté
frunciendo el ceño.
Dan se encogió de hombros y dejó de
avanzar.
― Había mucho ruido bajo.
Asentí. Mentiroso…
― Sí, ya. ― Me crucé de brazos y me
apoyé sobre el marco de la puerta, observando sus movimientos con suma
atención. Esperaba que Dan notara el sarcasmo de mi voz.
Sonrió y se dio la vuelta en
dirección al armario de la habitación.
― Necesito pasta.
Asentí. Así era como los chicos
jugaban con el dinero: robando, apostando, ganando y perdiendo. Siempre lo
había supuesto, pero ahora era real.
No dije nada, no me moví. Solo me
quedé observándolo desde la puerta. Mirándole la espalda, con los músculos
tensos y, a la vez, totalmente relajado. Sólo él podía hacer algo así. Sólo el
puñetero Dan Walker era capaz.
No pretendía acercarme, de verdad
que no, pero cuando me quise dar cuenta estaba justo a su lado y Dan me miraba
fijamente. Me revolví incómoda.
― Esto… No sacarás mucho con esas
joyas. ― Vaya comentario más estúpido.
Dan frunció el ceño y les echó un
rápido vistazo a los colgantes brillantes que llevaba en la mano.
― ¿Ah, no?
Negué.
― ¿Y cómo lo sabes? ― Preguntó.
Sonreí, más relajada.
― Porque están a la vista. ― Me
encogí de hombros. ― La gente no suele dejar joyas valiosas a la vista, ni
siquiera le gente rica.
Dan murmuró algo por lo bajo y dejó
aquellas baratijas en la caja de donde las había sacado.
― Estarás contenta macarroni, me has
jodido el plan de la noche. ― Gruñó el moreno, tirándose de espaldas sobre la
cama de matrimonio, aparentemente abatido.
― La culpa es tuya por no organizar
bien el golpe. Pero oye, tal vez si te llevas un par de esas consigas cien
pavos.
― Tendría que llevarme el joyero
entero para sacar cien pavos de esa mierda.
Tenía razón.
Una pareja abrió de golpe la puerta,
semidesnudos buscando una habitación donde poder… tener tema, para ser finos.
Dan carraspeó para llamar la
atención y el tío levantó la vista de entre las tetas de la otra. Menudo par.
El moreno hizo un gesto con la cabeza y señaló la puerta con una mueca de asco
en la cara, la pareja murmuró un casi inentendible “perdón” y se largaron
todavía concentrados en lo suyo.
Miré a Dan. Si no hubiera sido él
quien estuviera en la habitación no estaba segura de que esa pareja hubiera
abandonado el cuarto. A veces no entendía como un simple chaval podía tener
tanto control en sus manos.
― Parecían a gusto, tal vez
deberíamos haberles dejado la habitación. ― Bromeé.
Dan sonrió y se encogió de hombros.
― Nosotros llegamos primero.
Daba igual. Aquella noche no se
trataba de quién hubiera llegado primero, sino de quién saliera antes.
Escuché las sirenas antes incluso de
ver las luces de los coches mezclarse con los focos de la fiesta. La escuché
por encima de la música electrónica y el rock lento del piso de abajo.
― La policía.
― ¿Qué?
― ¡La pasma, Dan!
Aquello pareció despertarlo de
golpe, y en un abrir y cerrar de ojos Dan me arrastraba escaleras abajo, de
cabeza al ojo del huracán.
Por un momento dudé de si el sonido
de las sirenas era auténtico o no era más que el remix de una de las canciones
que sonaban en el salón. Nada parecía haber cambiado desde que me subí al piso
de arriba, la gente seguía bailando, bebiendo y puede que metiéndose un poco de
LSD en el cuerpo, todos siguiendo el mismo ritmo lento de la balada que
acababan de pichar. Todo estaba impregnado de ese aire pegajoso y meloso,
incluso las luces azules parecían bailar sobre el exceso de heroína.
Y luego, como si nada, el alboroto
de gritos, golpes y gente me golpeó la boca del estómago.
Una redada. Una puta redada.
Salí corriendo, no sabía hacia
donde, solo corrí con todas mis fuerzas. Haciéndome paso entre el gentío a
empujones y pisotones.
La pasma había comenzado a tirar gas
lacrimógeno y los golpes de las porras resonaban en mi cabeza como si las
hubieran enchufado a los altavoces.
La puerta, ¿dónde estaba la puta
puerta? Por más que avanzaba parecía que me adentraba más en la casa, cuando lo
que quería era salir de allí por patas.
Uno de los maderos me agarró de la
camiseta y tiró de mí hacia atrás. Puede que me golpease contra la pared,
porque después de eso me dolía un huevo el costado.
Me retorcí como pude y logré aflojar
el agarre para avanzar. No sirvió de mucho, porque utilizó la mano que le había
quedado libre para tirarme del pelo. Grité de dolor y solté un puñetazo al
aire.
El gas empezaba a nublarme la vista
y parecía que se me habían dormido las manos. Un vértigo tremendo se apoderó de
mí, y solo pude dejar arrastrarme de nuevo con un golpe en la pared.
A mi lado, otro de los agentes había
cogido a una chica que luchaba con uñas y dientes para salir del agarre de
éste; pero la pobre no pudo hacer nada contra el golpe en la cabeza que
recibió. Cayó redonda al suelo.
No quería acabar como ella. No, no,
no.
Comencé a revolverme entre el agarre
del agente y le di un cabezazo en la mandíbula. No pude reconocer a quién le
dolió más, pero funcionó. Salí a trompicones del pasillo y seguí corriendo.
Me escocían tanto los ojos que ni
siquiera noté el sabor a hierro de la sangre en la boca o la quemazón en el
costado. Ni siquiera escuché el grito a mi espalda y el cristal rompiéndose. No
podía hacer nada que no fuera correr.
Choqué contra alguien, que me empujó
desesperado para seguir su camino y caí al suelo. No sé si me hubiera levantado
si no hubiera visto a Dan desde lejos.
― ¡Dan! ― Grité, y por un momento no
reconocí mi propia voz. ― ¡Dan!
Walker me ayudó a levantarme y tiró
de mí hacia una de las ventanas del edificio. Salimos al exterior.
― ¿Dónde están los chicos? ¿Dónde
está Calipso? ― Pregunté de golpe, con un nudo tan fuerte en la garganta que
empezaba a balbucear. ― ¿Sabes dónde están? ¿Qué ha pasado? Alguien ha debido
de llamar a los maderos, era una redada, no han venido por casualidad.
― Lo sé, lo sé. Max, tranquilízate.
― Dijo, tirando de mí hacia el jardín. ― Los chicos y Calipso se han ido en el
coche de Reed. No podían esperar a que te encontrara. ― Miró a su alrededor y
se quedó en silencio, después tiró de mí hacia unos arbustos. ― No te muevas.
Me agarró fuerte de la mano y esperó
de cuclillas que el agente que pasaba por allí en ese momento se fuera.
― Podemos quedarnos aquí hasta que
se vayan. No creo que tarden, ya tienen lo que quieren.
― ¿Qué quieren?
Dan me miró de reojo y continuó
vigilando entre las ramas del arbusto.
― Dan, ¿qué coño quieren? ― Gruñí. ―
No era una fiesta cualquiera, ¿verdad? Ese tipo, el que le dio la información a
Ian… No habría ido soltando por todo el barrio que la familia tenía pasta si
hubiese querido quedarse el golpe para él solo, quería que apareciera toda esa
gente… ¿Por qué?
― Hay un tipo… Dice que sabe algo
sobre la muerte de Emma y la hermana de Hell. Dice que sabe quién está detrás
de la muerte de todas esas chicas. ― Mustió, casi susurrando. ― Lennon iba a
reunirse con él esta noche.
Fruncí el ceño y busqué entre los
coches de policía.
― No está aquí. ― Se encogió de
hombros. ― Ninguno de los dos. Era una trampa.
― ¿Y nos has traído aquí para
comprobarlo? ― Gruñí furiosa.
― ¿Qué? ¡Claro que no! ¡Yo no sabía
nada!
― Estás hablando demasiado para no
saber nada.
― No sabía dónde sería la reunión.
Debía haberlo supuesto. ― Se llevó las manos a la cara y bufó con fastidio. ―
Seré gilipollas…
Me crucé de brazos y me mordí la
lengua. Sí, había sido un completo gilipollas y a la próxima iba a soltarle un
guantazo bien grande, pero al menos nos había sacado a todos de ésta. Y,
sinceramente, necesitaba que alguien me llevara a casa. No podía dejarlo tirado
por más ganas que tuviera.
― Sí, has sido un completo
gilipollas. ― Me puse en pie y me sacudí los vaqueros. ― Vamos, alejémonos de
aquí.
No había coches, ni motos, ni
siquiera una puta bicicleta en dos kilómetros a la redonda. Y después de la
movida de hacía un par de horas andar era lo último que me apetecía.
― No puedo más. ― Dije reventada,
dejándome caer sobre la pared que pillé más cerca.
― Ya estamos llegando… ― Mustió Dan,
agarrándome de la muñeca con fuerza y tirando de mi para que continuase
avanzando.
― Eso dijiste hace una hora. ―
Gruñí.
Dan sonrió de lado y se encogió de
hombros. Embustero…
― Va, macarroni. Esta vez lo digo
enserio.
Fruncí el ceño y me crucé de brazos.
Definitivamente este se creía que era tonta o algo, eso no se lo creía ni un
crío pequeño.
― Recuérdame que la próxima vez que
me digas de ir a una fiesta a las afueras te parta la cara antes de salir,
¿vale? ― Le sonreí con toda la ironía del mundo y continué arrastrándome calle
abajo.
― Mira el lado bueno.
― ¿Qué lado bueno?
― El que quieras, macarroni. Mis dos
perfiles son estupendos, no tengo un lado malo. ― Soltó de pronto, como quien
no quiere la cosa.
¿Qué cojones?
Solté una carcajada lobuna y a punto
estuve de tropezarme sola en el asfalto del frenazo que di en seco.
― Ves, así suenas mucho mejor que
quejándote cada dos por tres. Tu risa es mucho más bonita cuando te ríes de
verdad. ― Dan se encogió de hombros, se metió las manos en los bolsillos y
continuó su camino más relajado que antes.
Lo observé caminar de espaldas
mientras pensaba en lo que acababa de decir. Lo había soltado como si fuese un
comentario normal, sin pensar lo que decía.
Solía hacerlo muy de vez en cuando,
cuando realmente disfrutaba de algo y tenía que decirlo en voz alta, para que
todos lo supiesen. Pero lo decía de una forma sencilla, como si no quisiera
darle más importancia de la que él piensa que se merece el momento. Siempre
procurando no dejar entrever lo que siente. Calipso los había comenzado a
llamar “cumplidos clave”.
Dan se volvió a mirarme.
― ¿Vienes o qué? Ya estamos cerca. ―
Me apremió.
Asentí y continué caminando con la
cabeza gacha.
Al cabo de un par de manzanas, Dan
se paró en frente de un portal.
― Es aquí.
Miré la puerta de hierro forjado que
nos bloqueaba el paso y miré a Dan de reojo. Por la forma en la que miraba
aquel trozo de metal, como si acabara de ver a un fantasma, supe que esta era
la casa en la había pasado toda su niñez. La casa donde vivían sus padres, la
casa en la que Dan había sufrido más de un infierno.
Me acerqué a él, recordando la
promesa que le hice.
― ¿Vamos? ― Sonreí con ternura. ― Tu
hermana estará encantada de verte.
Dan me miró fijamente durante unos
segundos. Como si mi imagen se hubiera colado entre sus recuerdos y no
consiguiera distinguir la realidad.
― Vamos. ― Dijo al fin.
El gran monstruo de metal que
custodiaba el edificio resultó ser pura apariencia. Dan empujó la verja con un
poco de fuerza y enseguida cedió bajo su peso, dando lugar a una escalera de
cemento gris. Al menos la barandilla estaba completa.
A medida que subíamos pude ver
ciertos juguetes esparcidos en el rellano del segundo piso: muñecas de plástico
malo y balones deshinchados y olvidados en un rincón de aquel pequeño espacio. A
aquellas horas de la noche, todo tan desierto y mudo, aquel parecía un
escenario de terror, y sin embargo, lo único coherente que me vino a la cabeza
fue decir:
― Tienes vecinos pequeños.
― ¿Eh? ― Mustió, cómo si hubiera caído
de golpe en la realidad. ― Ah, sí.
«En mi edificio no hay niños.»
Pensé, y de pronto me di cuenta del tiempo que pasaba que no hablaba con algún
niño y de lo rápido que había pasado mi niñez, como en un abrir y cerrar de
ojos.
Tal vez pudiera ir a algún parque o
colegio y pasar el rato allí, mirando a los niños… No, sería muy
siniestro. Mejor dejar las cosas como
están.
Dan comenzó a advertirme mientras
subíamos al tercer piso.
― Dudo que Henry esté en casa, no
tienes que preocuparte por él. Pero mi madre…
― Dan, ― Lo llamé. ― no tienes que
darme explicaciones. No podemos elegir a nuestros padres.
Aquello último me lo había repetido
tantas veces a mí misma en aquellos últimos tres años, que parecía que tenía
las palabras grabadas a fuego en mi mente.
Asintió y abrió la puerta del
apartamento. Al parecer, la costumbre de no cerrar nunca la puerta con llave
era heredada.
Un salón pequeño, con dos butacas
grandes y una mesilla con una tele vieja enchufada y sin volumen fue lo primero
que nos saludó. Estaban dando una entrevista a una de las familias más ricas
del país, que mostraban su casa con orgullo.
Me recordó mucho a mi apartamento,
más grande, eso sí, pero igual de cómodo y simple que el mío.
Alguien encendió la luz del salón y
se quedó mirándonos fijamente durante unos segundos. Pude reconocer los rasgos
en los que Dan se parecía a su madre nada más mirarla.
― Has salido de la cárcel. ― Fue lo
primero que dijo la mujer, mirando a su hijo como si fuese un conocido más.
Dan, por el contrario, la miraba a ella sin articular palabra. ― Y veo que te
has traído a una de tus putas para celebrarlo.
Alcé de más la cabeza para encararme
a aquella mujer, pero no pude hacerlo, ya que dan comenzó a hablar.
― He venido a ver a Annalise, no
vengo a quedarme.
La madre de Dan volvió la vista a su
hijo y sonrió de lado. Como si le hiciera gracia todo el asunto. Se llevó una
mano al bolsillo de la bata de dormir y sacó un paquete de tabaco. Se llevó un
cigarro a los labios.
― ¿Quieres? ― Le ofreció a su hijo,
extendiendo el paquete frente a él. Dan negó con la cabeza. ― ¿Y la puta fuma?
Gruñí y me crucé de brazos.
― Me llamo Max, señora. Y puede
hablar directamente conmigo sin necesidad de preguntarle a su hijo.
La mujer mantuvo la vista en su hijo
unos segundos más antes de volver la cabeza hacia mí, el tiempo suficiente para
esbozar una sonrisa de suficiencia.
― Italiana, por lo que veo. ― Se
mofó. ― Putos fascistas de los cojones.
Oh, no ha dicho eso. Dime que no ha
dicho eso.
Hice ademán de lanzarme sobre ella.
De verdad que me hubiera gustado darle una sarta de hostias. Pero Dan se
interpuso de por medio.
― Sólo dinos dónde está Annalise.
© 2015 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
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