4.
¿Era
así como se sentían esos ángeles al perder su divinidad? ¿Era así cómo algo tan
bello y mortífero pasaba a ser algo tan sucio? ¿Ahogándose con sus aureolas y
drogándose con la sangre de Dios? ¿Extrayéndoles sus jodidos polvos de hada y
marchitando sus diminutas alas con plumas?
Ellos
al menos seguían conservando las alas…
Kara
hubiera deseado haber despertado encadenada en la pared de la sala de torturas
de Lucifer, cualquier lugar era mejor que haber despertado ahí, tumbada en la
cama de la lujuria envuelta en los cojines de pelo rosa y las sábanas de seda
de araña.
—
Buenos días, Kara. — Saludó Nhama.
Kara
hubiera deseado poder salir corriendo, pero tenía todo el cuerpo entumecido y
dolorido, y tanto las heridas de su espalda como los huesos rotos de su mano y
hombros seguían retorciéndole el estómago de dolor.
—
Joder… — Murmuró.
—
¿Te duele?
Le
dolía más el orgullo.
—
No. — Mintió.
Nhama
sonrió de lado y se sentó junto a ella. Era una de las pocas veces que Kara se
había acercado tanto a su madre.
La
primera vez que Nhama se había acercado a Kara había sido en su octavo
cumpleaños, se había arrodillado frente a ella, con aquel vestido rojo de gala
que llevaba puesto aquel día y que Kara llevaba días viendo en el armario de su
madre, colgado de una percha, aguardando para una ocasión especial. Su
cumpleaños había sido esa ocasión, y solo por ese hecho, Kara ya estaba
contenta.
Sin
embargo, cuando Nhama se acercó a ella, Kara no sabía que esperar de aquel
contacto con su madre. Así que se quedó callada, observándola fijamente sin
atreverse siquiera a entreabrir los labios con asombro.
Su
madre era muy guapa: demasiado joven para todos los años que había vivido, alta
y esbelta, delgada y con curvas, con bastante pecho y una melena castaña hasta
la cintura que Kara había envidiado siempre. Pero claro, cómo no iba a serlo si
era una de las cuatro madres originales de los demonios. Una súcubo, tan por
encima de la posición de Kara…
—
Feliz cumpleaños, mi niña… — Le había dicho Nhama, sonriendo, y Kara había
permanecido inmóvil, solo se movió para coger la cajita que su madre le tendía.
— Es un regalo, ábrelo.
Lo
había cogido con las manos temblorosas, había desenvuelto el papel con sumo
cuidado y había abierto el estuche con tanta delicadeza que temió que Nhama se
desesperase y la castigara.
El
regalo resultaron ser unos pendientes dorados. Kara los apostó en una de las
mesas de juego de un casino en Las Vegas cuando cumplió dieciséis. Los perdió.
Pero
claro, aquello había sido cuando Kara ya era adolescente y su relación con su
madre había sido la misma que la de una abeja con una flor de plástico: artificial
y desinteresada.
Ahora
no era diferente, a sus veinte años Kara ya era toda una mujer, libre e
independiente. Ya no era la niña de ocho años que se quedaba paralizada con el
simple hecho de que Nhama se acercara.
—
¿Preferirías haber despertado junto a él? — Preguntó la súcubo, tan cortante y
firme que Kara estaba segura de que aquello era un castigo más por todo lo que
le había pasado en las últimas horas.
—
¿Entre el Diablo y mi madre? — Preguntó sarcástica Kara. — Lucifer es mi mejor
opción, sí.
La
mano de Nhama se lanzó directa hacia la mejilla de la demonio, dejándole un
cosquilleo en la piel que hizo que Kara se llevara la mano a la mejilla
dolorida.
—
Basta. — Gruñó la súcubo. — Sigo siendo tu madre, Kara.
Nhama
levantó la barbilla, mirando a su hija como si no viera ninguna de las heridas
que le habían provocado hacía poco, como si solo estuviera regañando a una cría
insensata que no hacía más que revelarse en contra de su autoridad. Exactamente
igual que Lucifer.
Kara
no estaba dispuesta a consentir que volvieran a tratarla así.
—
Si alguna vez te hubieras comportado como tal, podría llegar a creerte.
La
súcubo sonrió. Ni siquiera mostró una falsa muestra de dolor ante las palabras
de Kara; solo le sostuvo la mirada fijamente.
—
Es una verdadera pena que pienses eso, Kara… — «Mentirosa.» — Pero supongo que
no puedo culparte. Ambas tenemos parte de culpa de que no haya funcionado.
—
¿Ambas? — Kara soltó una carcajada. — Tú eres la única que tiene la culpa…
Su
madre la odiaba. La había odiado desde el momento en la que la gente había
alabado la belleza de Kara frente a ella. Había empezado a odiarla porque la
consideraba una amenaza.
Nhama
se levantó de la cama, como si no hubiera escuchado lo que Kara decía.
—
Tal vez… — Mustió, acercándose a un espejo para retocarse el vestido y el
maquillaje. — La verdad es que no lo entiendo…
Kara
se levantó con cuidado. En aquella sala de la adoración personal de Nhama era
muy difícil no pasar frente a un espejo. Y Kara no podía soportar verse las
cicatrices de la espalda sin derrumbarse. Ver que todo lo que había perdido
estaba tatuado con sangre sobre su piel.
—
Te he traído aquí para ayudarte…
—
¿Para ayudarme? — Aquello sí que le hizo gracia. — No necesito tu ayuda, Nhama.
Su
madre se giró a mirarla, solía hacerlo cuando Kara usaba su nombre en vez de
llamarla «mamá» o «madre».
—
Pero has perdido tus alas, ¿no?
Un
golpe bajo, directo a la boca del estómago.
—
No las he perdido, sé quién las tiene… — Gruñó Kara.
Aquella
vez fue Nhama la que soltó una carcajada lobuna que hizo que a Kara se le
erizara la piel de los brazos.
—
¿Y piensas ir a recuperarlas? — La súcubo le sonrió, parada frente a un
tocador. — No puedes ir e exigirle tus alas a Lucifer sin correr el riesgo de
que acabe matándote.
«Sin
correr el riesgo de que acabe matándote.»
—
Y eso te disgustaría mucho, ¿no? — Kara se sentó en el borde de la cama,
esperando la reacción que siempre conseguía de su madre. — Sería la ocasión
perfecta para ponerte ese vestido de luto que tanto te gusta.
—
No me alegro cuando uno de mis hijos muere.
—
Tampoco es que se te rompa el alma en mil pedazos…
«Alma.»
Nhama odiaba esa palabra. «¡Nunca vuelvas a pronunciar esa palabra en mi
presencia!» Le había gritado a Kara una vez.
Aquella
noche Nhama había estado bebiendo mucho, se había sentado frente a la chimenea
con una copa de brandy en la mano y la botella de alcohol siempre a mano.
—
Nhama… — La había llamado Kara, con cuidado. Solo tenía doce años. — Creo que
es suficiente…
Su
madre la había mirado fijamente de arriba abajo, frunciendo los labios con
desagrado.
—
¿Sabes que me han dicho hoy, Kara? — Le preguntó su madre, haciendo girar el
dedo sobre el cristal de la copa. Sonaba como un animal moribundo.
Kara
negó lentamente.
—
Me han dicho que esta noche, los humanos celebran una fiesta en la que las
alamas de los humanos se levantan… — Comentó.
Kara
permaneció callada, mirando a su madre desde el marco de la puerta.
—
¿Crees que son las almas de los humanos las que vuelven a la Tierra?
Su
madre sonrió y tiró el resto de la botella al fuego. Las chipas crepitaron y
saltaron por los aires, el calor debía de abrasarle la cara a Nhama, pero no
dijo nada al respecto.
—
Los humanos que han muerto renacen en el Cielo o en el Infierno. — Susurró. —
Los que están aquí, están encerrados; y los que están arriba, están demasiado
ocupados gozando de su puñetera vida de dioses como para bajar un día
cualquiera a la Tierra.
Nhama
se bebió el último trago de brandy.
— Ellos tienen una segunda oportunidad… —
Gruñó. — ¿No crees que es injusto?
Kara
sonrió de lado. Hubiera podido decir que su madre estaba desvariando por el
alcohol si no supiera que no le afectaba en absoluto, no a los de su especie. Sabía
por qué su madre actuaba de aquella forma, lo supo antes incluso de tener toda
aquella conversación.
La
mañana de aquel día, Nhama se había acercado a su cama cuando creía que estaba
durmiendo y había comentado lo mucho que se parecían entre ellas. Después,
había empezado a sollozar sin llegar a soltar ni una lágrima, y había cogido un
cuchillo. Kara estuvo despierta todo el rato, aunque fingiéndose dormida,
incluso cuando Nhama levantó el arma sobre su pecho, preparada para clavárselo.
—
No creo que tengan la culpa de tener alma.
Su
madre soltó una carcajada lobuna, levantándose de golpe, como si hubiera
recordado donde estaba. Tal vez en aquel momento se arrepentía de no habérselo
clavado.
—
Claro que tienen la culpa, Kara. — Preguntó. — ¿Qué otra raza inteligente si no,
se declara neutra ante el universo? ¿Cuántos de nosotros podemos jurar frente
al fuego que hay luz en nuestro interior sin quemarnos?
—
Los demonios son todo oscuridad… — Susurró Kara.
—
¡Exacto! — Gritó Nhama, sobresaltando a Kara. — Nosotros somos la oscuridad
como los ridículos ángeles son la luz. ¿Y los humanos, Kara? ¿Qué son ellos?
Kara
se separó del marco de la puerta, plantándose frente a su madre.
—
Son equilibrio, Nhama. — Dijo Kara, más seria que nunca.
—
¿Equilibrio? — Gruñó la súcubo, avanzando hacia Kara como un depredador.
—
Tú al menos eres inmortal. — Le cortó. — Los demonios menores no tenemos esa
ventaja… Si nosotros hemos podido asumirlo, asúmelo tú también.
Nhama
miró a su hija con los ojos abiertos de par en par y los labios entreabiertos.
—
Ni siquiera has pensado lo que supondría para nosotros tener alma…
Kara
sonrió, encogiéndose de hombros, y se fue a dormir. Fue entonces cuando Nhama la
amenazó con arrancarle la garganta si volvía a escuchar esa palabra.
Aquella
vez, sin embargo, no se enfadó porque Kara pronunciara aquella palabra frente a
ella. Estaba tranquila, como si hubiera aceptado que ella no podía tener una
segunda oportunidad, que estaba destinada a desaparecer cuando muriera.
—
Los demonios no tenemos alma, Kara. — Nhama sonrió, triste. — Sería demasiado… cruel que incluso muertos volvamos a
vivir una vida de tortura en el Infierno.
Kara
la miró fijamente, como alguien que observa en silencio algo que solo ocurre
una vez en la vida, intentando grabarse en la retina todos los detalles de ese
momento.
—
El caso es, Kara… — Murmuró Nhama, sacudiendo la cabeza. — Que te he traído
aquí porque quiero ayudarte.
—
No puedes ayudarme.
—
Claro que puedo. — Asintió. — Pero no voy a hacerlo. No personalmente, al
menos…
Kara
sonrió entonces, comenzando a vestirse con cuidado de no abrir las heridas de
su cuerpo. Ya había estado suficiente tiempo cerca de su madre por lo que iba
de mes, e incluso de año.
—
Puedo… — Continuó Nhama. — Puedo decirte cómo recuperarlas.
La
demonio miró a su madre de reojo, con una ceja levantada mientras se ataba los
cordones de las botas negras.
—
Sé lo que tengo que hacer para recuperarlas. — Confesó Kara. — Solo tengo que
recuperar mi marca, devolverle a Lucifer lo que es suyo a cambio de lo que es
mío.
—
¿Piensas renunciar a tu Llave del Infierno por tus alas?
—
No pienso volver a poner ni un pie en este sitio.
Eso
era todo lo que esperaba Kara. Recuperar sus alas a cambio de su marca, no
volver a tener que darle explicaciones a nadie. Si lo único que la ataba a
Lucifer y su Mundo de las Sombras era eso, no volvería a ver nunca jamás a ese
jodido psicópata ni a ninguno de sus súbditos de los cojones. Sería ella sola
contra lo que viniera.
—
No va a ser fácil… — Murmuró la súcubo. — Hay demonios en la Tierra que quieren
que los humanos tengan Llaves.
Kara
bajó la mirada. Había oído rumores estando en la Tierra de esos demonios que
intentaban revelarse contra Lucifer, pero había pensado que no eran más que
patrañas de gente estúpida; cuatro demonios demasiado tontos como para
enfrentarse al Diablo por su cuenta ellos solos.
—
Cada vez son más… — Confesó Nhama. — Puede que esta sea la segunda rebelión de
las fuerzas de Dios.
—
No van a conseguirlo. — Murmuró Kara.
Pero
entonces recordó la noche en la que perdió su marca; la forma en la que aquel
tipo la miró a los ojos fijamente, en la que proclamó que no le tenía miedo.
Aquel capullo había estado al tanto de todo lo relacionado con el Mundo de las
Sombras. ¿Tal vez dirigido por el grupo de demonios?
— Prometen cosas Kara… — La súcubo volvió a acercarse a
su hija, incluso levantó la mano para acariciarle el pelo. — Y parece que
cumplen sus promesas.
«Promesas…»
Kara abrió los ojos. ¿Nhama formaba parte de la rebelión
contra Satán? ¿Era por eso, por lo que realmente la había traído junto a ella?
¿Para convencer a Kara de que dejara correr las cosas y no recuperara su marca?
— ¿Tú…? — Preguntó Kara, sin atreverse a completar la
pregunta.
Y entonces ese brillo de desesperación en los ojos de la
súcubo. Esa obsesión que la atormentaba cada día que pasaba, cada día que
lamentaba no haberle clavado el cuchillo a Kara mientras dormía.
— No voy a desaparecer, Kara. — Murmuró. — Nunca.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
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