Voces.
Siempre
he escuchado esas voces en mi cabeza. Gritos. Llantos. Susurros. Asfixiándome,
oprimiéndome, ahogándome. Las siento a mi alrededor, en cada esquina que doblo,
en cada lugar que dejo atrás.
También
escucho sus pisadas y siento sus miradas en mi espalda, sus roces por debajo de
la sábana, sobre todo cuando estoy sola.
Siempre
han estado ahí, como un zumbido pertinente en mi oído izquierdo. Son sombras
que pasan corriendo por el reflejo del espejo cuando miro de reojo, son la
banda sonora que acompaña a mi vida, una música de lamentos y súplicas, de
mensajes que se pierden por el camino antes de que pueda entenderlos.
Y
ahora, ya no están.
El
agua fría de la ducha cae suave sobre mis hombros, como si hubiera empezado a
llover sobre mí. Cierro los ojos y dejo que arrastre con ella todo el sudor
pegajoso de mi piel, suspiro dejando caer mi peso sobre la pared que tengo
detrás y me siento en el suelo con las rodillas en el pecho y la cabeza
enterrada entre mis piernas. Lo único que oigo es el sonido de las gotas
repiquetear en los azulejos de la ducha, y eso, eso es lo que más miedo me da.
Me
pongo de pie y cierro el grifo, dispuesta a salir de la ducha. El suelo está
frío y resbaladizo debido al vapor que hay en el cuarto, y pequeñas gotas de agua
se condensan en la pared y se dejan caer, haciendo una carrera hasta el suelo.
Cojo
una toalla y me la envuelvo al cuerpo cuanto antes. No me gusta verme desnuda,
no me gusta ver cómo los huesos se marcan en mi piel en algunas zonas y en
otras desaparecen bajo capas de grasa.
Me
acerco al gran espejo que adorna la pared y paso una mano para poder verme
reflejada sin borrones de agua. Lo primero que veo son mis ojos, manchados de
negro por el maquillaje corrido. No importa, al menos disimula las ojeras
provocadas por el insomnio.
Es
raro escuchar los sonidos que me envuelven con tanta precisión, escuchar las
últimas gotas de agua caer al desagüe, las pisadas húmedas al andar descalza
por el suelo de madera o el maullar del gato de la vecina. Pero más extraño es
sentir todavía su presencia detrás de mí y no poder escuchar sus voces.
― Vais a volverme loca…
No
sé por qué lo intento. Nunca me responden, no al menos lo que quiero escuchar,
y ahora, totalmente silenciadas en un pacto general, la única respuesta que me
llega es el eco de mi voz revotar en las paredes vacías.
― Tú ya estás loca. ― Me respondo a mí misma.
Sé
que son reales, que no son imaginaciones de mi cerebro aunque sea la única que
pueda oírlas o presenciarlas. Las he visto tantas veces que reconozco la forma
oscura de sus sombras, sombras más oscuras de lo normal, como si procedieran de
la mismísima oscuridad, sombras que brillan llenas de vidas perdidas.
― No estás loca, Nyx.
Esa voz. Es él.
Está aquí.
Sólo hay una voz
que me responde por encima de las demás, sólo una voz que se cuela en mi cabeza
como un torbellino y acaba arrastrándolo todo consigo. Siempre dice lo mismo,
siempre jura que no estoy loca, como si la cordura fuera una moneda de cambio con
la que puede jugar. Y siempre, siempre pronuncia mi nombre en esa frase antes
de desaparecer, dejándome en los labios un cosquilleo invisible, como si
hubiera susurrado las palabras a unos centímetros de mi boca.
― No puedes
prometerme la cordura. ― Le digo con rabia, mordiéndome los labios con tanta
fuerza que consigo hacer que sangren.
Me paso un dedo
tembloroso por la boca y enseguida me llega el olor de la sangre.
― No hagas eso.
Me quedo
paralizada al sentir su presencia a mi lado, tan fuerte que parece que de
verdad pudiera tocarme. Y pronuncia las palabras tan cerca de mi oído que casi
me llega su olor.
Si pudiera
tocarme… Sólo pediría eso si pudiera elegir, pediría poder sentir el tacto de
su piel tan fría como me la imagino, tan pálida que hasta brille. Sólo eso.
― Te odio. ―
Replico.
― No es cierto.
«No lo es.»
― Sí.
«No.»
― Ven a buscarme,
Nyx. ― Hace una pausa, y por un momento, todas las voces vuelven a sonar en mi
cabeza antes de volver a caer en el silencio. ― Te estamos esperando. Solo tienes que dejar de sentir miedo. Deja
de sentir miedo de ti misma.
A cada palabra
que pronuncia más rabia siento dentro y más fuerte aprieto mis puños, hasta que
ya no puedo soportarlo más y exploto.
― ¡Que te den! ―
Grito con todas mis fuerzas y la puerta del final del pasillo se cierra con un
golpe seco y hace retumbar todas las paredes.
Se ha ido, pero
las demás sombras siguen aquí. Me miran fijamente, observando mi reacción.
He llegado a la
conclusión de que me vigilan, me vigilan constantemente y si ocurre algo
importante, se lo cuentan a él. No sé por qué lo hacen, pero lo hacen. Le
obedecen como si estuvieran a su mando. Como si él las controlara a todas.
― No tengo miedo
de mí misma, ¿vale? ― Grito. ― ¿Sabéis a quién le tengo miedo? ¡A él! ¡Venga!
¡Corred a decírselo! ¡Decidle que no pienso buscarle! ¡Decidle que le temo, que
es el monstruo de mis pesadillas! Decidle que le odio.
No me contestan,
no se mueven. Siguen observándome. Solo hacen eso.
― A veces pienso
que estaría menos vigilada en un psiquiátrico. ― Gruño y me encierro en mi
habitación.
No sirve de nada,
no sirve encerrarme, no sirve correr, no sirve esconderme. Están en todas
partes. Van a donde voy, viajando a través de las sombras.
Me dejo caer
sobre la cama. Todavía resuenan sus palabras en mi cabeza: «Ven a buscarme,
Nyx.» «Deja de sentir miedo de ti misma.»
No comprendo por
qué me molestan tanto sus palabras. Por qué me siento tan mal cuando las
escucho de sus labios. Por qué me dan tanto miedo que no puedo dejar de temblar.
Yo sólo quiero que desaparezca el nudo de mi garganta, y me echo a llorar.
― ¡Te odio! ―
Grito, y tiro todos los libros de la estantería. ― ¡Te odio, te odio, te odio!
Le doy un
puñetazo a la pared y me raspo los nudillos. Escuece y pica, pero me da igual.
Necesito descargar todo lo que llevo encima. No puedo evitarlo.
― ¡No quiero
volver a escuchar tu voz! ― Levanto el colchón de la cama y lo tiro contra el
escritorio. Me cuesta, pesa bastante, pero la adrenalina hace que no note el
cansancio en los brazos.
Cojo lo primero
que pillo del suelo y lo lanzo contra la pared, creando una grieta fina y larga
que se disimula con el papel pintado de flores. Ha sonado a cristal roto
cayendo al suelo, pero no me molesto en recoger los cristales por si luego los
piso.
Esta vez lanzo
los cojines contra la puerta y veo un par de plumas volar por los aires. Me
escuecen los ojos de tanto llorar y cuando me los froto, me mancho la mano de
maquillaje negro.
Pego un grito
cuando el escozor en mi garganta me ahoga y me dificulta el respirar.
Ya está. Se
acabó.
Me dejo caer
sobre el colchón tirado en el suelo y me encojo sobre mí misma. Ahora ya no se
escucha nada salvo el traqueteo lento de mi corazón. Tal vez demasiado lento.
Ahora solo me
queda el llorar en silencio y dejar que el cansancio se apodere de mi cuerpo. Primero,
entrando por la punta de mis pies descalzos y fríos y subiendo por mis piernas
con pequeños escalofríos. Acariciándome el vientre con ternura y agarrotándome
los brazos como si fuera una tortura. Hasta subir a mi cabeza y nublarme la vista,
embotonándome el cerebro y dejando que los párpados se cierren lentamente.
Me gustaría decir
que me despertó un sonido repentino, como el golpe de la puerta al cerrarla en
seco, al menos hubiera significado que no estaba sola. Pero no fue así.
Era un sonido
débil y monótono. Como un chillido débil de un animal enjaulado. Una rata.
La veo en el
marco de la puerta, sentada sobre las patas traseras y olfateando el aire como
si buscara algo que echarse a la boca de entre la basura. No me extraña, la
habitación parece un verdadero vertedero.
Me mira fijamente
y suelta un berrido, una especie de chillido agónico que me pone la piel de
gallina.
Me levanto de
golpe y me acerco, la curiosidad es más grande que el asco, y la observo. Tiene
los dientes delanteros muy grandes y le sobresalen de la boca, incluso las
orejas son más largas de lo normal; pero sobre todo, lo que de verdad
impresiona es el pelaje largo y de un color blanco impoluto.
Retrocedo sobre
mis pasos en cuanto la rata se mueve. Se acerca a algo que hay arrojado en el
suelo y lo olfatea: cristal. Recuerdo el sonido del vidrio partirse en un
momento concreto, y me acerco a ver qué se ha roto.
Una foto. El
marco está partido de un lado y ya no se puede recomponer, y el cristal parece
que se haya convertido en pequeños copos afilados; la imagen, por el contrario,
está intacta, colocada boca arriba sin ninguna esquina doblada, como si alguien
la hubiera puesto así a conciencia.
En la foto salgo
yo de pequeña, con el pelo rubio sobre la cara y el vestido azul que tanto le
gustaba a mi abuela. No se me ve muy bien. Más bien salgo de lejos, en la parte
inferior derecha de la fotografía, sentada en el césped de un campo abierto.
Recuerdo cuando
se hizo la foto. Fue en el viaje al campo, a la casa rural de la familia a las
afueras de la capital. Fue la última vez que fuimos.
No es una foto
especial. La guardo en la mesita de mi habitación porque es el primer recuerdo
que tengo de él. Justo en ese momento; sentada en medio de la nada hablando
sola, o eso piensa todo el mundo.
Antes era así.
Antes todo era más sencillo. Podía oír su voz hablándome y contestarle como si
fuera normal que no pudiera tocarlo o incluso verlo. Todo el mundo atribuía el
problema a la infancia y aseguraban que con la madurez se marcharía.
Él no se ha
marchado. Y no parece querer hacerlo nunca.
La rata vuelve a
chillar bajo mis pies y sale corriendo a un agujero que se ha creado en la
pared, justo debajo de la grieta que el golpe del marco ha causado en la pared
de yeso y bajo el papel de flores azules.
Me agacho y miro
a través del agujero. Todo está oscuro y no se ve nada, así que meto la mano y
palpo en la oscuridad. No parece suceder nada, hasta que, en un movimiento
repentino, la rata me muerde la mano.
Saco el brazo
instintivamente y me miro la mordedura. Ha hincado bien el diente y me ha hecho
sangre. Temo que se pueda infectar o que el animal pueda trasmitirme alguna
enfermedad. Pero justo cuando ese pensamiento llega a mi mente, me desmayo.
Durante los
minutos que me tiro inconsciente en el suelo tengo pesadillas. La rata se ha
hecho gigante y me persigue a través de la oscuridad del agujero que ahora he
podido atravesar, de pronto, empiezo a encoger y me topo con una puerta que me
impide el paso. No tengo la llave y necesito salir cuanto antes, la habitación
ha empezado a inundarse y pronto moriré ahogada. Oigo su voz en la oscuridad
repitiéndome que no tenga miedo de lo que soy y que no estoy loca. Busco una
salida alternativa o una llave de recambio, pero el agua empieza a subir y me
quedo flotando en el techo de la habitación hasta que el agua me cubre por
completo y empiezo a dejar de respirar. Todo acaba como empezó: con la
oscuridad absoluta.
Despierto con la
cabeza embotonada y la piel empapada de sudor, por alguna razón estoy en la
casa de campo y llevo puesto el vestido azul de la fotografía, aunque sé que no
es el mismo porque ya no me viene. Doy por hecho que sigo soñando.
Me levanto del
suelo con las rodillas flaqueándome y miro la casa rústica a lo lejos. Desde
donde estoy se ve muy pequeña, pero a medida que doy un par de paso me doy
cuenta de que no estaba tan lejos como pensaba, y que, realmente, es muy
pequeña. Parece una casa de juguete y casi me cabe en una mano.
Un cuervo se
planta sobre el tejado de la casita y me mira fijamente, suelta un graznido y,
al segundo, empieza a hablar. Su voz suena mucho a la de un loro, y también
repite las cosas dos veces, como para asegurarse de que las escucho. Se hace
evidente quién es el propietario de las palabras que repite.
― Nyx, sigo
esperándote. Sigo esperándote. ― Vuelve a graznar y gira la cabeza en dirección
al bosque. ― Búscame. Búscame.
Y sale volando.
Gruño y cierro los puños hasta que tengo los
nudillos blancos. No quiero que también esté aquí, que invada mis sueños como
hacía cuando era pequeña.
Miro de reojo el
bosque y maldigo en voz baja, he sido muy tonta por no darme cuenta antes. Aquí
era donde me traía de pequeña en sueños y jugaba conmigo. Me traía al lugar
donde había empezado todo y me repetía al oído que siempre estaría conmigo, que
me protegería.
― No me has
protegido. Me has aislado. ― Le grito a la nada, a todos ellos, todas sus
sombras, al cuervo que me espera a la entrada del bosque. ― Has hecho que
enferme de demencia.
Me giro en
dirección contraria a la arboleda y me quedo mirando el cielo. Hay muchas
estrellas, y de pronto, es de noche.
― El tiempo es
relativo, a veces, lo eterno solo dura un segundo. ― Dice él a mi espalda, y me
toca el cabello, enredando los mechones en sus dedos.
Me quedo estática
en el sitio y me niego a girarme. Ha estado jugando conmigo durante todos estos
años, haciéndome creer en un mundo de las pesadillas que él mismo había creado
y del que parece no quiere despertar.
― Estás enfadada.
― Lo dice en un tono tranquilo, como si hubiera esperado que lo estuviera,
incluso estoy segura de que le hubiera decepcionado si no lo hubiera estado. ―
Es normal.
― ¿Es éste el
final? ― Pregunto de golpe, con el miedo haciéndose una bola en mi garganta.
― ¿A qué te
refieres, Nyx?
― Estás aquí. ―
Afirmo. ― Estamos juntos. ¿Significa eso que ya ha acabado el juego? ¿Has
conseguido matarme de locura? ¿Cuál era el premio? ¿La eternidad?
― Si y no; tal
vez, puede. ― Pasa la mano por mi espalda y parece que sus dedos están hechos
de energía, porque consiguen transmitirme corrientes por la espina dorsal. ―
Una eternidad juntos sería un buen premio.
― Sería una
pesadilla. ― Afirmo, y por un momento dudo de si estoy mintiendo o no.
― ¡No! No… ― Su
mano se ha detenido en mis omoplatos, no parecen tener interés en volver a
subir por mi espalda. ― Sería una maravilla.
― This is not
Wonderland… ― Mustio, y por una vez, parece que he conseguido dejarle sin
palabras.
El silencio
parece una mayor tortura que sus palabras, y por un momento, me temo que sería
el ruido del vacío en vez de los susurros los que acabarían por trastornarme
por completo.
― No es el final,
este juego no ha acabado. ― Dice, y me asombra que hable con tanta franqueza,
sin juegos ni trampas, con la verdad por delante.
Juego sucio. Es
un tramposo. Sabe que una vez acostumbrada a sus mentiras y trucos, la verdad
me pillaría desprevenida. Ha vuelto a vencerme. Nunca seré tan buena en su
propio juego.
― ¿Y cuál es el
objetivo de todo esto? ¿Cómo acaba? ― Pregunto.
― Acaba por el
principio. El objetivo es el trayecto.
― Eso no tiene
sentido.
Sus manos han
vuelto a la jugada, y esta vez su cuerpo se ha acercado más a mí, ahora no solo
me acaricia con las manos, sino también con el aliento en la clavícula.
― ¿Ah, no? ―
Pregunta, y niego lentamente con la cabeza. ― ¿Y cuál es el objetivo de lo
verdadero?
― ¿Lo verdadero?
― Repito, y frunzo el ceño sin llegar a entender nada. ― ¿Qué es lo verdadero?
― El deseo.
― ¿El deseo?
― Sí, ¿no
crees?
Me muerdo la
lengua para evitar seguir repitiéndole. Y agacho la vista al suelo.
― El deseo del
amor, tal vez.
― No, no… No ese
deseo. El deseo más auténtico.
― ¿Cuál? ― Me
rindo.
― El deseo de
locura.
No puedo evitarlo
más, y me giro en redondo. Sé que cuando lo haga, él ya no estará allí. Que sus
caricias desaparecerán y su aliento no me hervirá la piel. Que algo mágico lo
borrará de la faz de la tierra, del sueño, o de dónde quiera que esté.
― ¡Nadie desea
estar loco! ¡Eso es una locura!
Y de nuevo, su
voz en mi mente, repitiendo sus palabras.
«Si y no; tal
vez, puede…»
© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
Inspirado en la novela "Alicia en el país de las maravillas" de Lewis Carrol
Inspirado en la novela "Alicia en el país de las maravillas" de Lewis Carrol
No hay comentarios:
Publicar un comentario