CAPÍTULO 1
El
viento azotaba las cortinas del hostal y silbaba entre los árboles con fuerza.
Hacía días que las tormentas y el frío anunciaban el inicio del invierno, y sin
embargo, el tiempo no parecía traer nunca la espesa nieve que solía cubrir cada
año los tejados de las casas.
Mejor
así, nunca le había gustado el invierno. Demasiado frío para su gusto, ella prefería
el calor del verano o la belleza de la primavera. Pese a todo, cogió su gruesa
capa negra y se ató las botas de montar, evitando en todo momento acercarse al
espejo de la alcoba.
Bajó
las chirriantes escaleras de madera y se adentró en el comedor del hospicio.
Nada más entrar, el olor a estofado le inundó las fosas nasales, haciéndole la
boca agua. Hacía meses que no probaba un estofado en condiciones.
Se
acercó a la barra y se echó la capucha de la capa sobre la melena castaña,
intentando que los pocos comensales que había aquella mañana en el bar no se
percatasen de su presencia.
―
Un plato de estofado. ― Ordenó con la voz ronca en cuanto el mesero se le
acercó, después lanzó un par de monedas de oro sobre la mesa.
El
camarero recogió el oro y volvió al poco tiempo con un plato de legumbres y un
vaso de agua.
Se
acercó el vaso a los labios antes de ver su reflejo en el líquido transparente.
La imagen de una mujer rubia le devolvió la mirada, clavando sus azules ojos en
los suyos.
Soltó
el vaso por la sorpresa, rompiéndolo en cientos de pedacitos que llamaron la
atención de todos los hombres del hospicio.
Ibb
maldijo en voz baja y se hundió todavía más en su túnica, reprendiéndose a sí
misma por llamar la atención.
Hacía
días que aquella mujer se le aparecía en sueños y la miraba desde los espejos o
todo aquello que reflejara. No dejaba de verla en todas partes y no tenía ni
idea de por qué.
Estaba harta de que la bruja la vigilara o simplemente se
le apareciera, la estaba volviendo loca y no sabía cómo acabar con sus
delirios. Si seguía apareciéndosele de esa forma no tardarían en descubrirla, y
no se había pasado la mitad de su vida escondida cómo para que ahora la
detuvieran por culpa de una bruja de pacotilla.
Ibb salió del hostal envuelta en la túnica negra y a paso
decidido, dejando atrás a los borrachos del bar y a las camareras ligueras de
cascos. Ya llevaba varios días en aquel pueblo, demasiado tiempo, debía
marcharse cuanto antes, antes de que la descubrieran y la encerraran.
Nada más salir del hostal, el viento frío le heló las
mejillas y la punta de la nariz, y la nieve comenzó a empaparle la punta de las
botas.
Pese a que el invierno le molestaba, no pudo si no
admirar las blancas calles de Celania, blancas por la helada nieve que cómo
había previsto ya empezaba a cubrir los tejados.
No le sorprendió ver la enorme luna convivir junto al sol
en un amanecer conjunto. Ni oír el relinchar de su caballo quejare de frío.
Se acercó al animal a paso lento, mucho más tranquila sin
las miradas de los hombres sobre ella, y acarició la suave crin del caballo con
la punta de los dedos. Una suave capa de aguanieve había comenzado a cubrir el
oscuro pelaje del animal.
― Tienes frío, eh chico… ― Comentó por lo bajo, buscando
con la mirada un puesto de telas en el mercado.
El mercado de Celania había llegado a ser el gran reclamo
de la ciudad, todo el mundo había oído hablar de las brillantes telas que se
vendían allí o de las lujosas joyas a buen precio; aunque solo parte de la
población conocía la magia que había bajo esos reclamos de colores y promesas
de mentirosos. Aunque claro, de eso hace ya mucho, mucho antes de la batalla
contra la magia negra, mucho antes de que se perdiera parte de ese mágico
poder.
Ibb desató al caballo del poste y se adentró en el
bullicio del mercado. Por cosas así no le gustaba el ajetreo de la ciudad. Se
hizo camino a codazos y pisotones hasta que un pequeño puesto de maravillosas
telas llamó su atención.
El olor a canela y pimienta molida le atrajo hasta el
interior de una tienda hecha con alfombras de hilo de oro e imponentes bordados
de colores vivos.
Hasta parecía que aquel puesto llevara escrito su nombre
y lo susurrara con ansia y desesperación, atrayéndola con tentaciones sutiles y
casi imperceptibles.
No le extrañó ver el cartel que anunciaba una lectura de
manos a buen precio. Magia barata e ilegal, justo lo que andaba evitando.
Acarició la tela que cubría la entrada, haciendo que
temblase con un ligero tintineo.
― ¿Crees que esa vieja bruja sabrá quién es la mujer que
aparece junto a mi reflejo? ― Le preguntó al caballo, acariciándole la frente
fría y húmeda. Soltó un suspiro ante su propia respuesta. ― Supongo que no
podemos arriesgarnos a preguntar, ¿no?
El caballo relinchó como si hubiera entendido sus
palabras y la animara a tener esperanza. Le sonrió y tras un último y rápido
vistazo a la tienda dejó que la marea de gente volviera a tragársela.
Ibb supo que la seguían desde el momento en el que se
alejó de la tienda de alfombras. No sabía quién la vigilaba, sólo sentía esa
constante sensación de que alguien la miraba fijamente. Incluso el caballo
estaba más nervioso.
― Sólo es un ladrón… Sabes apañártelas sola, siempre lo
has hecho. ― Se animó, intentando tranquilizarse.
Intentó descubrir de dónde procedía aquella penetrante
observación, pero intentar hallar a una persona en concreto en aquel mar de
gente era cómo buscar una aguja en un pajar. Inútil y frustrante.
¿Y si era la guardia real? ¿Y si la habían encontrado e
iban a por ella?
Al rato, cuando comenzó a asustarse de verdad, decidió
atajar entre varios callejones con la intención de despistar a su agresor.
Soltó al caballo y salió corriendo entre el bullicio del mercado.
Durante la huida tropezó con un puesto de joyas
brillantes, incluso un par de ellas le arañaron las rodillas cuando derribó una
caja. Y sin embargo, no dejó de correr, cada vez más segura de que iban a por
ella.
― ¡Lo siento! ― Se disculpó al dependiente antes de
continuar corriendo.
La gente no hacía más que criticarla y maldecir en voz
baja cada vez que pasaba suspirante por su lado, pidiendo disculpas por los
empujones y pisotones que daba al avanzar.
En su último intento para despistar a su perseguidor,
dobló en una esquina sin salida y esperó a que el desconocido la siguiera,
esperando a que el ratón cayera en la trampa.
Se ocultó tras un par de montículos de telas rotas y
escuchó los pasos de su perseguidor entrar en el callejón. Esperó al momento
justo, y salió de su escondite, apuntando la vieja y oxidada daga de bronce que
le compró a aquel campesino por pena.
Nada. Como mucho habría desgarrado el aire con aquel
movimiento de muñeca tan torpe. No estaba acostumbrada a usar armas, es más,
nunca le ha gustado ni siquiera llevarlas encima.
―
No eres del clan de Simone… ―
Maldijo una voz a su espalda, chasqueando la lengua.
Ibb giró sobre sí misma de un salto, tambaleándose sobre
sus propios tobillos. Levantó la daga con firmeza y atestó un golpe demasiado
previsible, ya que la mujer ni si quiera tuvo problemas para esquivarlo.
―
Tranquila, chiquilla, no te voy a hacer nada. ― Dijo la mujer, levantando las manos en son de paz.
Era más joven de lo que Ibb había pensado.
Era de piel oscura y tenía una melena tan negra como el
azabache, pero lo que más llamaba la atención de su aspecto, aparte de las
típicas prendas de colores y pedrerías, eran los ojos verdes que te devolvían
la mirada con dureza.
―
Me estabas siguiendo.
―
Te he escuchado hablar delante de mi tienda, tenía curiosidad, eso es todo.
―
¿Y por eso me persigues por medio mercado? ¿Por simple curiosidad? ― Atacó Ibb, manteniendo con una superficial firmeza la
daga en alto.
La
muchacha sonrió y sacudió el velo de una transparente y fina tela que le cubría
el cabello, haciendo que los adornos dorados que colgaban de sus extremos
repiquetearan entre ellos.
―
Eres tú la que ha mencionado la aparición de una bruja en espejos. No soy yo la
traidora a la corona, chiquilla. Eres tú la que habla de magia a las espaldas
del Rey.
―
Yo no… ― Intentó defenderse Ibb, pero no encontraba las palabras adecuadas.
Perfecto.
La habían descubierto. Tendría que volver a huir. Eso si esa mujer no había
avisado ya a los guardias de la corte y estaban de camino. Entonces sería
encerrada y ajusticiada en medio de la plaza de Celania por conspiración con
magia.
En
aquel momento Ibb cayó en la cuenta de quién era aquella muchacha.
―
Eres la adivina del puesto de telas que hay a la entrada del mercado. ― No era
una pregunta, era una afirmación.
La
muchacha sonrió de lado y le hizo una pequeña reverencia como saludo, aunque
más bien parecía burlarse de ella.
― ¡Qué inteligente! ― Dijo con sorna
y falsa felicidad. ― Solo por eso te regalo una lectura de manos gratuita.
Bueno, dentro lo posible, claramente…
La
muchacha sonrió mostrando los colmillos y se dio la vuelta en dirección de
vuelta al mercado, como si ni siquiera necesitase despedirse de una chiquilla
estúpida que no sabía que es lo que hacía.
―
Vale. ― Dijo Ibb con firmeza. ― Quiero ver que me depara el futuro.
No
lo dijo en serio, ni siquiera estaba segura de tener dinero para pagar a esa
arrogante adivina, pero no soportaba que se burlasen de ella, que la
sobreestimasen.
La
adivina se volvió a mirarla con la misma sonrisa gatuna de antes, y en ese
momento Ibb estuvo segura de que acababa de firmar alguna especie de pacto con
el diablo.
―
De acuerdo Ibb, pero antes deberías buscar a tu caballo. Quizás tengas suerte y
todavía no te lo hayan robado.
Todo
dentro de la tienda olía a canela y pimienta molida, incluso estaba segura de
que en algún punto de aquel reducido espacio también había olido a jazmín.
La
muchacha se sentó junto a la mesa, en el suelo de rodillas, y le ofreció
asiento a Ibb frente a ella. Imitó su gesto y se arrodillo junto a la mesa.
―
Muy bien Ibb, extiende la palma de la mano boca arriba. ― Ordenó la adivina, de
pronto mucho más metida en su papel como estafadora.
Desde
el momento en el que la había llamado por su nombre había dudado de si de
verdad corría magia por las venas de la adivina. Tal vez magia negra.
Pero
le costaba creer que se arriesgase de tal forma poniendo un puesto de magia en
medio del mercado, podría pasar la guardia real en cualquier momento y
ajusticiarla por brujería.
Ibb
estiró el brazo y le mostró la palma de la mano. Podría adivinar si era una
verdadera bruja si acertaba en su predicción.
―
¿Y bien Ibb, qué es lo que quieres saber? ― Preguntó la adivina, mirando
distraída las líneas de su palma.
―
Tú eres la adivina, es tu trabajo saberlo.
La
muchacha levantó una ceja con escepticismo y le sostuvo la mirada.
―
Bien. ¿Crees es la magia Ibb?
Aquella
pregunta le pilló por sorpresa. No sabía que debía contestar. ¿Y si era una
trampa para atraparla?
―
La magia existió hace mucho tiempo… Hasta la batalla contra la magia negra,
cuando el rey prohibió…
―
No te he dicho que me cuentes la historia, si hubiera querido escuchar otra vez
esa sarta de patrañas hubiera leído cualquier libro de la biblioteca del
castillo. ― La interrumpió la adivina. ― Me refería a si crees que todavía
existe la verdadera magia. ¿O tú también te crees que el Rey Gaius derrotó a
todo el ejército de magia él solo?
―
Supongo que…
Una
sombra detrás de la tienda hizo que Ibb enmudeciera.
¿Guardias?
¿Es una trampa?
―
¿Supones que qué? ― Insistió la adivina. ―Es una pregunta fácil. Sólo tienes
que responder si sí o si no.
Ibb
miró a la adivina con recelo. Si todo esto era una trampa estaba perdida, pero
si no lo era, no entendía la insistencia que ponía en sus palabras. ¿En qué
beneficiaría a la adivina saber si Ibb confesaba que la magia seguía
recorriendo las calles del país?
―
¿Cómo te llamas? ― Preguntó Ibb, pillando a la adivina por sorpresa.
Ahora
era la adivina quién escrudiñaba a Ibb con la mirada.
―
Tu nombre. ― Insistió. ― Quiero saber tu nombre por si te vas de la lengua. Si
me denuncias a la guardia real, yo te denunciaré a ti.
Ibb
contempló un extraño brillo en los ojos de la adivina, y hasta estuvo segura de
que había percibido un tintineo brillante de luz en los detalles de oro que
decoraban las alfombras de la tienda. Después la adivina sonrió y se relajó en
su asiento.
―
Soy Gadea.
El
caballo relinchó fuera de la tienda, como si hubiera escuchado el nombre y su
instinto le incitara a huir. Exactamente lo que le había sucedido a Ibb.
―
Bien, Ibb. Extiende la palma de la mano y veamos lo que te depara el futuro.
Le
sorprendió que Gadea no continuara insistiendo sobre el tema de la magia,
aunque sinceramente, lo prefería así.
―
Oh, veo un gran futuro para ti, Ibb. Una pequeña fortuna en un futuro no muy
lejano. ― Hizo una pausa, como si las líneas de su mano le estuvieran contando
una historia. ― Un amor predestinado. El gran amor de tu vida está a la vuelta
de la esquina, cariño. Dime, ¿piensas tener hijos?
«No.»
Pensó Ibb, aunque no lo dijo. Incluso si vivía para entonces, no pensaba
dejarles a sus hijos la carga con la que su madre la había dejado a ella.
Prefería no tener hijos a que la odiasen como ella había odiado a su madre.
―
¿Ya está? ¿Eso es todo? ¿La típica predicción barata y errónea? ¿Ni siquiera
vas a sacar la bola de cristal y a hacer como que ves grandes imágenes de un
futuro perfecto que no existirá?
Gadea
sonrió de lado y se levantó de la mesa. Rebuscó entre los trastos de la tienda
y al cabo de un rato, volvió con la bola de cristal entre las manos.
―
¿Te refieres a esta bola?
La
colocó sobre la mesa, justo enfrente de Ibb y comenzó a dar vueltas a su
alrededor, tarareando una cancioncilla que Ibb no conocía. Un rayo de luz entró
por la pequeña abertura que se había formado entre los tapices de la tienda,
iluminando el reluciente cristal de la bola. Pequeñas luces de colores se
reflejaban en su interior, como si estuviera hecha de piedras preciosas.
Ibb
se acercó a la bola de cristal, absorta en los relucientes reflejos de rubí,
esmeralda y cuarzo amarillo. En aquel momento le importó poco lo mucho que se
había esforzado por evitar todo aquello que reflejara en las últimas semanas,
parecía que algo la atrajera dentro de la bola, como una voz susurrante en el
oído, como una constante presión en el pecho que solo parecía disminuir
conforme se acercaba al objeto reluciente.
No
tardó en ver como los reflejos amarillos formaban la melena rubia, o como las
esmeraldas verdes brillaban en el iris de los ojos de la bruja.
Ibb
retrocedió de un salto, ahogando en su garganta un grito de terror. La bola
rodó sobre la mesa y cayó al suelo rompiéndose en varios trozos. Las luces de
su interior brillaron con más intensidad por última vez, antes de apagarse por
completo. Fue un momento tan breve que Ibb dudó de si había ocurrido de verdad.
―
Hija de Northahan… ― Mustió Gadea a su
espalda.
En
aquel momento Ibb recordó que no estaba sola y todos sus miedos regresaron a ella
con tanta intensidad que parecía que le habían desgarrado el pecho. La piel de
los antebrazos comenzó a picarle y tuvo que obligarse a esconder las manos bajo
la capa si no quería acabar empeorando las cosas.
Ibb
se levantó de un salto, contemplando la mirada de asombro de Gadea. Sin duda
ahora sabía el secreto de Ibb, no le quedaba más remedio que huir.
―
Tengo que marcharme… ― Murmuró, aunque lo hizo para que su cerebro reaccionara
y le permitiera mover las piernas.
Gadea
colocó su cuerpo delante de la entrada, impidiéndole avanzar. Parecía que ya se
había recuperado de la sorpresa y había vuelto a poner esa mueca seria y
amenazadora de antes. Ibb hubiera preferido no llegar a esta situación, pero no
pensaba dejar que la guarda real la atrapara.
―
Apártate. ― Gruñó Ibb amenazadoramente, aunque por dentro prefería que la
situación no empeorase. Prefería que la adivina siguiera pensando que Ibb no
solo tenía magia, sino que sabía controlarla.
Gadea
retrocedió unos centímetros, pero no se apartó de la puerta.
―
Tienes razón. ― Asintió la adivina. ― Tienes que marcharte. Ven conmigo.
Y
como si nada, Gadea arrastró a Ibb fuera de la tienda de predicciones. Tal vez
para ayudarla, tal vez para condenarla.
© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
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