2.
Aquel día Kara había estado jugando un rato con aquel
tipo que tanto le había llamado la atención; con el pelo rojo, como besado por
el fuego. Sin embargo, una vez entraron en el servicio de aquel bar, solo le
dio tiempo a desabrocharle el primer botón del pantalón antes de que todo
empezara a oscurecerse y de que unos ojos rojos la cogieran por el cuello y la
arrastraran a las profundidades.
Supo que estaba entrando al Infierno en el momento en el
que el escozor en la piel le impidió pensar en que se estaba ahogando, y el
olor a peonía del que tan hasta los cojones estaba Kara le inundó las fosas
nasales.
— Sira… — Mustió, intentando apartar las manazas del
demonio de su cuello. El demonio la miró con más furia al reconocer su nombre,
pero soltó su agarre del cuello de Kara y la dejó respirar el olor de aquella
colonia barata.
— Kara… — Saludó a su vez.
La demonio sonrió con gracia, y de rodillas en el suelo
de piedra rojiza intentando recuperar el aire que le faltaba, dijo:
— Podrías… podrías decirle a Lucy que deje de apestar
este sitio con esa flor de los cojones… Este sitio apesta.
Sira la miró de reojo, más atento del resto de ojos que
los observaban que de la propia Kara, a la cual estaba segura le habían
obligado recoger de la Tierra a pesar de las protestas del príncipe.
— Es su flor favorita… — Fue lo único que dijo, aunque
también arrugó la nariz frente al olor.
Y es que Lucifer era un pirado, de los de verdad; tanto
que cuando descubrió que los humanos le habían puesto de mote a la peonía «Flor
del diablo» había llenado el Infierno de ese olor de colonia de gasolinera.
Kara se levantó despacio y miró a su alrededor. Las
sombras se revolvían entorno a ellos, e incluso a veces se dejaban ver un par
de ojos brillantes entre la oscuridad, brillando como llamas ardientes de
morder un pedazo de carne y sangre.
— Y… dime, — Susurró Kara, acercándose a Sira con sumo
cuidado. — ¿Amaymón considera el trabajo de niñera propio de su guerrero? ¿O
esto lo haces a escondidas? ¿Tantas ganas tenías de verme, príncipe?
Sira, con aquel porte que traía siempre, como de
caballero de la blanca armadura, le enseñó los colmillos afilados en una sonrisa
torva.
Kara sabía que si habían hecho que Sira la arrastrara
derechita al Infierno era porque el asunto traía prisa. El príncipe era
conocido por ser el guerrero más rápido del ejército de Amaymón; aunque claro,
cualquiera con su poder sobre el tiempo era capaz de transportar cualquier cosa
en un abrir y cerrar de ojos. No te jode…
— Esta vez la has cagado, Kara… — Dijo, y la demonio
estaba segura de que se alegraba de ser él quien le diera la noticia de que
estaba bien jodida. — No te vas a librar tan fácilmente de esto.
Ella simplemente se encogió de hombros y rodó los ojos,
seguro que había sido Nhama quién la había hecho llamar. Su madre siempre
estaba tocándole los cojones de vez en cuando, cuando se le cruzaban los cables
y decía que le apetecía ver a su hija Kara, pero era incapaz de subir ella
misma a la Tierra a buscarla.
— ¿Qué quiere ahora Nhama? — Preguntó Kara, sabiendo que
si su madre le había llamado era porque necesitaba algo de ella.
Una vez, simplemente porque a la demonio le había salido
de ahí, hizo llamar a Kara para que le trajera uno de esos deliciosos perfumes
de marca que tan caros valían en la Tierra, porque ella estaba demasiado
ocupada como para subir y hacer las compras por sí misma.
Kara la mandó a la mierda, y por el atrevimiento acabó
con ojo morado. Pero no le importó en absoluto, mostró su herida con orgullo
como si fuera una medalla y cuando gran parte del Infierno captó la idea de que
ella no era la sirvienta de nadie, se largó de nuevo a la Tierra.
— No ha sido tu madre quién me ha obligado a traerte
aquí. — Mustió Sira, mirándola tan fijamente que sus ojos rojos le recordaron
al tipo con el que estaba antes de que el príncipe apareciera.
Le habían cortado el polvo.
— Pues sea quien sea, espero que la cosa prometa… — Kara
se cruzó de brazos, gruñendo. — Tengo cosas que hacer…
Sira le sonrió de lado y se pasó una mano por el pelo
alborotado. Si Kara tuviera un mínimo interés es los hombres de su misma
calaña, estaba segura de que Sira hubiera sido uno de los pocos que hubieran
tenido el placer de acabar en su cama. Era realmente guapo, con el pelo oscuro
y la piel casi tan pálida como la de la demonio.
— La cosa promete, créeme… — Dijo, y debía de ser cierto
si todas aquellas sombras se habían acercado a echar un vistazo desde la
oscuridad.
— ¿No puedes decirme de qué se trata? — Preguntó Kara
comenzando a seguir a Sira una vez comenzó a andar.
El Infierno era tan grande como la Tierra, y tan oscuro
que, si no sabías por donde andar, podrías acabar perdiéndote en un laberinto
de muerte y caos. Donde las llamas acabarían besándote la piel de la nuca y las
brasas del suelo derritiendo tus tacones favoritos antes de que te dieras
cuenta de lo que sucedía a tu alrededor.
— Creéme, me encantaría poder decírtelo y ver esa cara
tan bonita suplicándome que te sacase de aquí. — Mustió el demonio, abriendo de
más las alas que decoraban su espalda. Como pidiéndole a Kara que abriera las
suyas y echara a volar sin necesidad de mediar palabra.
Kara lo hizo, no porque estuviera obedeciéndole, sino
porque volar siempre había sido su pasatiempo favorito. Sentir el aire en la
cara, incluso cuando iba mezclado del olor de azufre y muerte, era la sensación
más placentera que Kara conocía. Casi le gustaba más que echar un polvo y
llegar al orgasmo. Casi.
— ¿Por qué tanto rencor, Sira? — Preguntó divertida,
aunque sabía a la perfección la respuesta.
Kara era hermosa, lo sabía. Había heredado los ojos
dorados de su madre, pero había sido toda una sorpresa que naciera con aquella
melena blanca que tanto la diferenciaba.
A medida que fue madurando y su cuerpo comenzó a crecer
se dio cuenta de que llamaba mucho la atención entre los hombres, y la primera
vez que Sira la había visto, no había sido diferente. Fue una pena que aquel
día Kara no estuviera de buen humor, hubiera sido una noche memorable. Sin
embargo, en el momento en el que el príncipe demonio se le acercó, se llevó un
arañazo muy feo en la mejilla que, por desgracia para Kara, no le había dejado
cicatriz.
— ¿No somos amigos, Sira?
— Tú y yo nunca podremos ser amigos, Kara. — Sonrió.
— ¿Por la tensión sexual?
Sira rodó los ojos y echó a volar. Segundos más tarde,
Kara batió las alas y lo siguió a través de la oscuridad.
Las alas del príncipe demonio eran espectaculares, y la
demonio no pudo sino quedarse observándolas boquiabierta desde atrás. Eran de
piel curtida y ligera, como las de un murciélago, y le salían de la espalda tan
afiladas y mortíferas como si fueran dos armas más en su cuerpo. Y Kara estaba
segura de que lo eran, de que eran casi tan mortales por si solas como el
dominio del príncipe con una espada.
Así se reconocían a los demonios mayores e inmortales de
los menores y mortales como Kara. Porque pese a que las suyas eran parecidas a
las de Sira, como dos brazos palmeados a su espalda, las de Kara eran de un
color negro brillante, y las del príncipe llevaban las marcas de la guerra
tatuadas en ellas; heridas y cicatrices tan profundas que detonaban que nunca
dejarían de doler, y que estarían ahí hasta el fin inmortal de sus días.
— Si no vas a decirme donde vamos, podríamos charlar un
rato, ¿no crees? — Preguntó Kara, alcanzando a Sira pese a los intentos de este
por dejarla atrás.
—
No.
—
¡Vamos! — Se quejó la demonio. — ¡No seas tan aguafiestas, príncipe!
—
No me llames así.
Volar
por el Submundo era como navegar por una red de corrientes de sombras y
oscuridad. Si decidías doblar en el cruce equivocado podrías acabar cara a cara
con alguna de las mascotas de Lucy y acabar convertido en polvo y cenizas antes
siquiera de que el grito de terror te saliese de la garganta.
—
¿Ahora la monarquía se avergüenza de su título?
—
Sabes que nunca me ha gustado mi título.
Kara
gruñó.
Si
ella hubiera nacido de un linaje más alto, si fuera inmortal, no se tiraría el
resto de su vida bajo el mandato de un tipo como Amaymón. Y mucho menos
delegado a ser un guerrero más de su ejército de ángeles caídos. Se pasaría la
eternidad haciendo lo que le saliera del coño, porque su eternidad le
pertenecería a ella; a ella y a nadie más.
—
¡No me jodas, Sira! — Se burló. — ¡Eres un poderoso príncipe del Infierno!
En
aquel momento, Sira detuvo el vuelo en seco, manteniendo la posición sobre un
abismo de negrura bajo sus pies y a su alrededor. Y en aquel momento, un frío
intenso comenzó a helarle la piel a Kara; y estaba segura de que sus
movimientos se habían vuelto más pesados, de que el tiempo parecía correr en su
contra.
—
Deja de hacer eso… — Le advirtió a Sira, que la miraba avanzar lentamente. Mientras,
él parecía moverse a la velocidad de la luz. — No me gustan los trucos baratos…
El
demonio sonrió y se acercó lentamente a ella, enseñando los dientes afilados.
—
Kara, Kara, Kara… — Murmuró, pasándole una uña afilada desde la mejilla hasta
el cuello; sabiendo que el no poder controlar sus movimientos estaba sacándola
de quicio. — Espero que hayas disfrutado la visita. Ya hemos llegado.
Y
antes de que la garra de la demonio saliera disparada en dirección a la
mandíbula de Sira; el tiempo volvió a retomar su curso normal a su alrededor y
una luz cegadora la hizo retroceder sobre sí misma.
—
¡Cobarde! — Gruñó Kara antes incluso de comprobar que estaba sola.
Ya
había presenciado con anterioridad numeritos como aquel. Demonios mayores que
creían que podían jugar con ella sin ganarse una nueva cicatriz en sus alas de
mierda. Siempre era lo mismo, una muestra de que eran más poderosos que Kara,
una muestra estúpida de que eran superiores a «una demonio de pacotilla como
ella»; y luego, luego salían corriendo y desaparecían antes de que Kara pudiera
abrirlos en canal con sus propias uñas.
Todos
eran unos cobardes.
—
Me dan pena… — Dijo una voz a su espalda. — No saben con quién se están
metiendo…
Kara
maldijo en voz baja su mala suerte y, con toda su fuerza de voluntad, esbozó
una sonrisa lobuna antes de saludar al ángel caído que tenía detrás.
—
No tienen ni puta idea… — Asintió Kara. — ¿Qué tal todo, Lucy?
Debía
haberlo supuesto, debía haber supuesto que aquel sitio tan escalofriantemente
luminoso era de Lucifer. Debía haberlo supuesto en cuanto vio el suelo de mármol
blanco, las paredes lisas y las camillas de hospital; en cuanto el olor de detergente
y amoníaco se le introdujo en el puñetero cerebro.
El
Diablo sonrió de lado como saludo, mostrando los dientes afilados y puntiagudos
como los de un tiburón.
—
Ya sabes, ocupado con el trabajo… — El ángel caído la miró de arriba abajo, con
aquellos ojos negros que tanto miedo le habían dado a Kara de pequeña, como dos
pozos sin fondo.
Lucifer
tenía la belleza de uno de esos ángeles que tan creído se lo tenían, pero
manchado con el desprecio de la traición que lo habían llevado a la cima del
Mundo de las Sombras: con el pelo negro echado para atrás con gomina, los ojos
oscuros y los colmillos de ónix que resaltaban más el bronceado de su piel, como
si se hubiera pasado unas semanas bajo el sol. Además, siempre tenía las alas
expuestas, alas de plumas negras y grises; que diferenciaban a los ángeles
caídos de los demonios con sus alas de murciélago.
—
¿Y tú? — Preguntó de golpe, mirándola a los ojos.
—
No me puedo quejar, supongo…
Lucifer
soltó una carcajada estruendosa que hizo que Kara se encogiera sobre sí misma.
—
No, supongo que no… — Sonrió. — ¿Sabes? Hace mucho que no hablamos tú y yo,
Kara… ¿Qué has estado haciendo?
La
demonio miró a su alrededor, al cuerpo cubierto con una manta blanca al fondo
de la habitación.
—
Nada nuevo, — Dijo, intentando sonreír. — jugando un poco…
Lucifer
siguió su mirada hasta el bulto en la camilla y le dedicó una sonrisa
psicópata, con aquel brillo en los ojos, como un niño que acaba de robar por
primera vez y todavía le late el corazón a mil por hora.
—
¿Quieres verlo? — Le preguntó a Kara, pero antes de que esta contestara, ya
tenía la mano del caído apretando con fuerza sobre su muñeca en dirección al
cadáver.
Cadáver.
No
era un cadáver.
Lucifer
no se hacía con los cuerpos sin vida de los muertos. Lucifer era El Torturador
de Almas; el Diablo. Era el encargado de hacer que desearas que la energía de
tu alma se desvaneciese del todo y desaparecer de la faz del Mundo, como si
nunca hubieras existido.
—
Yo también he estado jugando últimamente… — Mustió, mirando como el bulto bajo
la manta se retorcía sobre sí mismo al escuchar la voz del demonio casi sobre
su oído.
No
se escaparía. No había escapatoria.
Y
antes de que Kara viera el alma con la que Satán había estado jugando, ahogó un
grito de agonía sobre su garganta. Y la ausencia de la marca sobre el antebrazo
de la demonio se hizo más grande, como un agujero en su piel.
—
Ha llegado esta mañana… — Anunció Lucifer, cogiendo uno de los cuchillos que
había en una de las mesas metálicas y tendiéndoselo. — ¿Quieres jugar?
Kara
miró a los ojos de aquel hombre con la máxima indiferencia que pudo fingir en
cuanto reconoció al tipo que le había ganado la noche anterior, el hombre que
le había robado su Llave y que ahora que estaba muerto, Kara había perdido de
vista.
No
le importó en absoluto las cientos de cicatrices de cuchillos y heridas que
tenía en el cuerpo, seguramente provocados por el cuchillo de Lucy; no le
importó la herida en la cabeza, seguramente la causa de su muerte en un
accidente; no le importó que la mirara a ella como si acabara de ver a un
fantasma, ni que se retorciera como un poseso contras las correas y la mordaza
que lo ataban a la camilla.
Lo
único que le importaba era el color morado de sus labios, las pupilas dilatadas
y las retinas rojas, el olor a alquitrán de la sangre y la cicatriz de su marca
donde había aparecido la marca de Kara como un tatuaje, pero que ahora no era
más que una herida abierta.
—
No, gracias. — Dijo. — No me apetece.
Lucifer
clavó el cuchillo sobre el muslo de aquel tipo hasta que solo se vio el mango
del arma asomar entre la carne y se giró a mirar a Kara con el ceño fruncido.
—
¿Qué? — Preguntó. — ¿Por qué?
—
Paso.
Lucifer
le echó un vistazo rápido al cuerpo, como si no entendiera por qué Kara se
negaba a divertirse un rato con él.
—
No puedes pasar. — Gruñó, quitándose la chaqueta del esmoquin, como si la cosa
acabara de empezar de verdad. — ¿Es por el olor?
Kara
tragó saliva.
—
Es lo que les hacen las Llaves a los cuerpos humanos… — Confesó, abriéndole los
párpados con fuerza a aquel tipo, para poder verle los ojos rojos. — Los restos
se quedan en su alama. Y cuando mueren, este es el aspecto que tienen… ¿Lo
sabías?
—
Sí…
Lucifer
volvió a mirarla con el ceño fruncido, como si se acabar de percatar de que
Kara había estado retrocediendo conforme hablaba.
—
Juguemos. — Ronroneó, sonreía enseñando los colmillos.
—
N-No…
Lucifer
asintió y cambió su expresión a una mueca de tristeza.
—
Lo siento tanto, Kara… — Dijo triste, a lo padre postizo.
Y
entonces Kara sintió el pinchazo en el cuello y todo se volvió negro.
© 2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
Ya te sigo!
ResponderEliminarMuchas gracias por pasarte :)
Muchas gracias por seguirme, espero que te guste el blog!
ResponderEliminarNos leemos :)