CAPITULO 2
Ibb no podía
diferenciar qué era más persistente, si el agarre de Gadea en su muñeca o su
empeño por arrastrarla mercado adentro. Ni siquiera se habían molestado en
coger su caballo. Y lo peor de todo era que no podía pedir ayuda a la guardia
real sin arriesgarse a que la adivina la delatase.
―
Gadea… ― Mustió mientras intentaba hacerse paso entre el bullicio de la gente,
ya era media mañana y el mercado estaba a rebosar de gente. ― ¡Gadea!
La
adivina paró en seco y dio media vuelta, amenazándola con la mirada.
―
No menciones mi nombre… ― Gruñó por lo bajo, e Ibb juró que todo su cuerpo
había temblado del miedo.
«Los
nombres tienen poder… Son capaces de despertar lo más oscuro de las personas.»
Eso era algo que le habían inculcado a Ibb desde que era pequeña, que el poder
de las palabras era muchísimo más fuerte que cualquier otra magia, eso, y que
los nombres pueden despertar el mayor miedo de todos.
No
podía fiarse de Gadea, no podía fiarse de nadie.
― Mira, no pienso delatarte, ¿de acuerdo? —
Continuó Gadea, como si le hubiera leído el pensamiento. — Es más, voy a
ayudarte. Simplemente acompáñame.
Hubiera
salido corriendo en dirección a su caballo, si es que seguía en la tienda de
telas, y luego en dirección a cualquier otra parte. Cualquier lugar lejos de
Gadea y su magia era buena elección. Pero no podía iniciar otra carrera por el
mercado, y mucho menos ahora, cuando hacía poco se habían cruzado con una
patrulla de la guardia real.
Sin
embargo, lo que de verdad le preocupaba en aquel momento era el intenso picor
que le recorría por los antebrazos y en el labio inferior, como si estuviera
sufriendo los efectos de hipotermia.
Utilizar
la magia le dolía, incluso si solo llegaba a invocarla; era una sensación de
desgarre dentro de ella que la dejaba agotada y con los músculos entumecidos.
Era como si su pecho se dividiera en dos poco a poco, tirando y deshaciendo los
nudos que la mantenían completa de una pieza.
―
¿A dónde vamos?
Ibb
reconoció los barrios pobres de Celania, la parte más ilegal del mercado y el
olor a barro y suciedad en las calles.
Recordó los primeros
días que había pasado en la calle justo después de escaparse de casa: sucia,
helada y hambrienta, sin un techo en el que pasar la noche y obligada a convertirse
en uno de los muchos niños que morían de frío cuando llegaba el invierno.
Ni siquiera
recordaba cómo había sido capaz de sobrevivir aquellos meses de frío, era una
parte de su vida que estaba borrosa, como si todos los días hubieran sido
iguales y solo tuviera una imagen en la cabeza de todas aquellas semanas de
sufrimiento.
―
A buscar problemas.
«¿Qué?»
La sangre se le heló por completo.
Gadea no podía
estar hablando enserio, ¿verdad? Lo que menos necesitaba Ibb en aquel momento
eran problemas.
―
¿Qué? ― Mustió, y juró que la voz le había salido más aguda de lo normal. ―
Necesito alejarme de la guardia real, no atraerla hacia mí.
El
recuerdo de los gritos de todas aquellas ejecuciones que había presenciado en
las plazas de las capitales le destrozaron los oídos. Gente inocente cuyo único
delito había sido nacer diferente. Siempre la misma sentencia, siempre el fuego
o la horca.
Ibb
perdió el equilibrio en cuanto Gadea se detuvo, parecía que ni siquiera la
escuchara, no se percataba de que había palidecido dos tonos o de que estaba a
punto de derrumbarse en el suelo.
―
No… No es eso. — Negó. — Estamos buscando a alguien…
Un
golpe de madera partiéndose en dos llamó la atención de los cientos de
ciudadanos que estaban allí en aquel momento.
Cuando
Ibb había oído “a buscar problemas” había rogado a los dioses que la palabra
problemas no implicara a la guardia real en ellos, pero al parecer los dioses
no estaban de su lado una vez más.
Un
cuerpo salió disparado contra un puesto de fruta, donde destrozó no solo un par
de cajas, sino que arrojó todas las frutas al suelo.
La
gente no tardó en abalanzarse hacia la fruta del suelo, movidos por el hambre y
la desesperación.
Un
niño pasó corriendo junto a Ibb, a la que golpeó para poder avanzar y poder
coger alguna pieza que llevarse a la boca.
―
¡Ven aquí, rata callejera! ― Gruñó uno de los guardas, haciéndose paso a
empujones hacia él.
Tanto
Ibb como Gadea reconocieron el emblema del traje de la guardia. Un uniforme
negro y rojo decorado con el escudo del palacio de Tarlia, uno de los primeros países
del reino que aceptó la ley contra la magia del Rey Gaius. Un emblema con un
dragón negro atravesado por una espada, símbolo de la batalla que acabó con la
mayoría de los hijos de la magia.
Ibb
tragó saliva.
―
No entiendo por qué el rey se toma tantas molestias por un par de joyas, ¿no
tiene él una sala de tesoros? ― Dijo divertido el delincuente, mostrándole con
regocijo las joyas robadas al guarda. ― ¡Debería de ocuparse de los problemas
de verdad! ― El joven se acercó a Ibb y se apoyó en su hombro con holgazanería.
― Como la incompetencia de su guardia real, ¿no crees?
Ibb
miró a Gadea con los ojos desorbitados y escondió los brazos en la espalda por
pura inercia, mientras intentaba volver a hacerse invisible entre el gentío.
―
¡Serás miserable! ― Gruñó el guarda, desenvainando la espada en un movimiento
de muñeca. ― ¡Deja que te mate de una vez por todas!
―
¡Adelante! ― Soltó una carcajada y al percatarse de la adivina entre el público
le hizo una reverencia, guiñándole un ojo con coqueteo.
¿Se
conocían? ¿Qué tenía que ver Gadea con ese chico?
En
cuanto el guarda lanzó la primera estocada, el ladrón saltó sobre el toldo de
un puesto con suma agilidad. Ibb solo había visto movimientos así en los
guardas del palacio de Eglan, mucho más al norte de Celania. Guardas de la
corte entrenados por elfos, elfos obligados a permanecer bajo el nombre de
Eglan por el simple hecho de ser quienes son.
— La
guarda de Eglan…
Aquel segundo
movimiento debió de haberlo visto venir, en cuanto saltó sobre el guarda
derribándolo al suelo con un golpe muy feo en la cabeza.
―
¿La empuñadura es de oro? — Preguntó el ladrón, aprovechando que el guardia
estaba en el suelo para robarle la espada. — Podría sacarme un pastón
vendiéndola. ― Mustió, mirandolo a través del reflejo de esta.
―
¡Devuélveme eso, sucio ladrón! ― Gritó el guardia, poniéndose de pie con un
liguero desequilibrio.
El
chico hizo una mueca con los labios y se encogió de hombros, mirando a Gadea de
reojo.
―
Me quedaría discutiendo contigo quién de los dos está más sucio… ― Hizo una
mueca de asco y se tapó la nariz al acercarse al guarda ― Pero tengo asuntos
pendientes… Ya sabes, más objetos que robar, más gente a la que saquear… Esas
cosas.
―
Serás… ―Gruñó el guarda, pero enseguida le cortó.
―
No, no, no, no… ― Le puso la punta del sable en el cuello y sonrió de lado. ―
No estás en disposición de amenazar a nadie…
El
joven miró a su público, hizo una última reverencia y desapareció en una nube
de polvo.
Ibb
miró la escena con los ojos abiertos como platos, contemplando como la nube de
polvo iba desvaneciéndose poco a poco, dejando un sable clavado en el suelo y
cientos de bocas abiertas entre el populacho.
Magia
al alcance de la vista de todos, una clara muestra de traición al Rey y a la
ley. Una absurda demostración de que la magia no había desaparecido del todo,
que todavía habían hijos de Northahan por las calles no solo de Celania, sino
de todo el reino.
―
¿Quién era ese? ― Le preguntó Ibb a Gadea, siguiéndola con pies de plomo para
no llamar la atención de ningún guardia.
―
Se llama Aiden, y para tu desgracia, es la ayuda que estamos buscando…
Hablar
sobre magia en voz alta solo se podía hacer en lugares apartados o en
escenarios de humo como aquel al que la habían arrastrado.
Una
taberna de mala muerte que parecía disiparse en el espacio concentrado de
sombras y ceniza, donde la única luz que te alumbraba era el brillo de las armas
de los comensales. Ladrones y mercenarios, partícipes de Clanes.
«El
Clan de Simone.» Recordó Ibb, Gadea lo había mencionado nada más verla y
advertir de que era más inofensiva que un niño con un palo de madera como arma.
Conocía
a Simone; no en persona, pero sí había oído hablar de él. Un mercenario de
Celania, un antiguo miembro de la guarda del palacio de Tarlia que atentó
contra la vida del rey antes de formar uno de los clanes más influyentes y
temidos del reino.
— Ibb,
— La llamó la adivina. — no te alejes de mí.
Fijó la mirada en
uno de los hombres que había sentados cerca de ella. Un tipo lo suficientemente
grande como para tener sangre de gigante en las venas, con una cicatriz que le
cruzaba toda la oreja y un muñón como mano derecha.
— Tampoco
tenía pensado hacerlo… — Mustió.
Ibb se puso la
capucha de la capa sobre el pelo e intentó camuflarse, ser una más de las
sombras de aquel lugar, antes de seguir a Gadea al piso superior de
habitaciones por unas escaleras de madrea chirriante que estaba segura de que
no resistirían el peso de aquel tipo de la cicatriz.
El piso de
arriba, aunque más iluminado que el de abajo, olía muchísimo peor que el
anterior. Ibb advirtió aquel olor a sangre reseca y agria que tanto la
estremecía antes de oír aquella voz.
— Debe de ser
importante si me has seguido hasta aquí, Gadea.
Aidan.
La adivina sonrió
de lado, y si la sonrisa de gato que le había dedicado a ella la hizo
estremecerse de arriba abajo, aquel gesto que tenía en la boca no hacía más que
helarle hasta el último hueso de su cuerpo.
— Lo es.
Ibb miró a Aidan
detenidamente. Era joven, unos años mayor que ella, alto y fuerte, tenía que
serlo para realizar movimientos como aquellos. Era moreno, con el pelo lo
suficientemente largo como para que acabara molestándole en la cara. No era
guapo, tenía demasiadas cicatrices como para poder admirar su belleza sin
fijarte en los imperfectos, pero era innegable que llamaba la atención.
Aidan debió de
percibir que lo miraba fijamente, porque volvió la vista hacia Ibb con cara de
fastidio.
— Aidan… — Saludó
la adivina.
El tipo resopló
divertido y se apoyó en la barandilla de la escalera. Las había seguido desde
abajo, esperando entre las sombras para pillarlas por sorpresa desde atrás.
— ¿Qué es lo que
quieres?
Mirándolo
fijamente Ibb se preguntó qué necesitaban exactamente Gadea y ella de un tipo
como él, pero al parecer, la adivina lo tenía muy claro.
— Necesitamos
llegar a Angon. — Anunció Gadea.
— ¿Qué?
— No.
Aidan giró sobre
sí mismo y avanzó por el estrecho pasillo de las habitaciones donde se
hospedaba la mitad de la población de Celania que Ibb andaba evitando. La otra
mitad vivía en la corte.
Angron, el último
país del reino que cedió ante la ley contra la magia. Obligado a aceptar
después de la invasión de las fuerzas del Rey Gaius, que acabaron por destruir
hasta el último edificio de sus ciudades. Lugar donde se desarrolló la gran
batalla en la Torre de Valyr. Aquello ahora no era más que un cementerio.
— Aidan, espera. ¡Es importante! — Gruñó la
adivina, siguiendo al ladrón por el pasillo mientras tiraba de mí para que
avanzara detrás de ella.
— Nada es tan importante como para tener que
llevaros a Angon, es un suicidio.
— Se trata de
Ibb.
«Mierda.»
Aidan se detuvo
delante de una puerta, en la que alguien había tallado en la madera una “A” lo
suficientemente grande como para no dejar dudas de quién era el propietario de
la habitación.
— Me da igual que le pase a tu aprendiz de
pacotilla, Gadea. — Mustió, antes de entrar y cerrar de un portazo la puerta de
la alcoba.
Gadea soltó un
gruñido y se acercó a la puerta a dar golpes hasta que le abriese.
Ibb mantuvo las distancias, todo aquello no
tenía sentido. Siempre había estado sola, nunca había tenido ayuda, y tampoco
la necesitaba. La gente no da nada sin recibir nada a cambio, y Gadea parecía
tomarse muchas molestias con ella sin siquiera pedir un agradecimiento.
— ¿Qué es lo
quieres de mí? — Preguntó de golpe, alejándose lentamente de Gadea y de aquel
sitio que le ponía la piel de gallina.
Gadea paró en
seco de golpear la puerta e insistir, y se quedó mirando a Ibb fijamente.
— ¿Qué?
— ¿Por qué me
estás ayudando?
La adivina se
quedó en silencio.
— No es un tema
del cual podamos hablar abiertamente aquí, Ibb. — Hizo una pausa y bajó la
mirada. — Vayamos a…
— No voy a ir a
ningún lado si no me das una explicación.
Tal vez Ibb sonó
demasiado dura de lo que había pretendido, porque Gadea levantó la mirada del
suelo con desafío y aquella mueca de frialdad con la que la había atacado hacía
unas horas.
— Porque se
avecina otra guerra, y quiero asegurarme de esta vez, venzamos nosotros.
© 2015-2016 Yanira Pérez.
Esta historia tiene todos los derechos reservados.
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