22.
Sabía que no llegaría a tiempo al
taller de Leroy, ni siquiera tenía la certeza de que Owen estuviera allí o de
que Dan hubiera ido a buscarlo al mecánico. Por eso decidí esperarlo en el
rellano del edificio de los chicos, sentada en el bordillo, apoyada en el verja
vieja y oxidada que parecía que iba a caerse a pedazos.
Lo normal, vamos. Porque todo acaba
cayéndose a pedazos algún día, puede que sea de golpe y sin avisar, un disparo
certero que acaba por derrumbarlo todo, como el que recibió Ciara la noche del
secuestro; o puede que sea poco a poco, oxidándose, doblándose, aguantando
hasta el último segundo agarrado a una cuerda e intentando subir todavía más
alto, hasta que el sudor de las manos hace que resbales y caigas.
No recuerdo cuanto tiempo estuve
esperando, solo que perdí la noción del tiempo, y cuando llegó, fue él el que
me sorprendió a mí.
— Max, ¿qué haces…? — Preguntó Dan,
acercándose con miedo a mí.
Aquella noche iba jodidamente guapo,
o tal vez fueran las pintas de pantera que llevaba, que lo hacían parecerse
mucho a un felino a punto de atacar y eso me encantaba.
— ¡Dan! — Dije, volviendo al mundo
de la realidad. ¿Había estado a punto de quedarme durmiendo? — ¿Por qué lo has
hecho?
— ¿Qué?
Vale, tal vez debería ser más clara
cuando hablo. Pero es que las palabras se me atropellaban en la lengua,
queriendo salir todas al mismo tiempo.
— Las carreras…
Max, hablar con palabras sueltas no
es explicarse mejor.
— ¿Has hablado con Lennon? —
Preguntó, pero no esperaba ninguna respuesta.
— ¿Creías que no me enteraría?
— Claro que no. — Negó con la
cabeza, y el pelo ya despeinado de por sí se le despeinó más. — Sabía que lo
harías, solo esperaba que tardaras un poco más de tiempo en ir a hablar con él…
Me crucé de brazos. La noche se
había vuelto muy fría.
— ¿Por qué lo has hecho? — Repetí,
desafiándolo con la mirada.
— Era mi forma de pedirte disculpas,
no debí de decir eso sobre Lennon y tú…
«¿Qué?»
— ¿Qué? — Pregunté sorprendida.
— Me pasé de la raya, ¿vale? — Se le
notaba incómodo, metiendo y sacando cada dos por tres las manos de los
bolsillos de los pantalones y dando vueltas frente a mí en el reducido espacio
del postigo. — Solo quería ayudar…
— No… No te he pedido ayuda… — Dije,
intentando mantener mi enfado, pero me estaba costando horrores.
Estúpido Dan Walker que siempre sabe
cómo pillarme desprevenida.
— ¡Ese es el problema, Max! — Soltó
de pronto, pasándose las manos por el pelo. — Si tan empeñada estás en meterte
directa en la boca del lobo, déjame protegerte…
Se acercó a mí, demasiado cerca;
tanto que me llegaba de lleno el olor de su colonia, su sello.
— No necesito que me protejas… —
Mustié.
Sonrió y asintió. Sabía que era
verdad, que no necesitaba de la ayuda de nadie para defenderme.
— Entonces déjame ir contigo…
Me recorrió con la mirada,
deteniéndose en mis labios, y me acarició la mejilla. Sentí su piel suave y
gélida. Sus manos estaban frías, siempre estaban frías en invierno.
Pegué un pequeño respingo cuando sus
labios rozaron mi frente. Se sentía tan jodidamente bien... Y me besó.
No fue un beso como los anteriores,
no necesitaba demostrar nada con él, no necesitaba que le diese la oportunidad
de explicarse, simplemente me besó, nos besamos, porque queríamos. Sin más.
¡Joder! ¡Nos besamos porque nos salió del coño y puto!
Reí interrumpiendo el beso, pero no
pareció molestarle.
— ¿Cómo te has roto el diente? —
Pregunté divertida. — No recuerdo haberme arañado antes con él.
Dan sonrió débilmente y se encogió
de hombros, apoyándose en el otro lado de la pared.
— Digamos que pegas más fuerte de lo
que me imaginaba…
Me llevé las manos a la boca con
sorpresa, y no pude evitar soltar una carcajada al recordar el puñetazo que le
propiné el día anterior.
— ¿Eso te lo he hecho yo? — Pregunté
entre carcajadas. — Aun así, te lo merecías, no pienso pedirte disculpas por
eso.
Dan rodó los ojos y se guardó las
manos en los bolsillos.
— Anda, macarroni, tira; que te
acompaño a casa…
Sonreí y comenzamos a caminar en
silencio por la acera.
Fue el sexto cadáver lo que me hizo
decidirme a ir a ver a Michael.
— Se llamaba Tania… Dan, tú la
conocías… — Informó Reed, bastante incómodo con el asunto.
Miré a Dan fijamente, si conocía a
la chica debía ser de vista. Tal vez ni eso, tal vez había sido un polvo de una
noche, un rollo en una de las habitaciones de The Moonlight o algo por el
estilo, porque no parecía muy afectado. Tal vez ni siquiera recordaba su
nombre.
— No debió de meterse en los asuntos
de Michael. — Negó Ian, y casi me dieron ganas de pegarle un puñetazo.
— No creo que lo hiciera por su
propia voluntad… — Gruñí.
Los temas así me tocaban mucho la
moral. ¿Quién eran ellos para saber lo que la tal Tania debía o no debía hacer?
¿Acaso sabían por qué lo hizo? En este barrio todo el puto mundo tiene
problemas, la gente lo soluciona como puede, incluso si la única ayuda que
tienen es agarrarse a un clavo ardiendo como lo era el negocio de Michael.
— Todo el mundo sabe de los trapujos
que envuelven ahora a Michael, y el Muelle de Manhattan no es que sea un jodido
centro de ayuda a los necesitados, se entra con un precio. — Se encogió de
hombros Reed.
«Un precio…»
— Todo en este puto barrio vale un
precio a pagar demasiado alto… — Gruñí, levantándome de golpe del sofá.
Necesitaba dar un paseo, ir a tomar
el aire, cualquier cosa era mejor que continuar entre aquellas cuatro paredes
que empezaban a asfixiarme.
— ¿Dónde vas? — Preguntó Dante.
— Arriba, a la azotea, necesito
fumar al aire libre.
— Te acompaño. — Se levantó Dan
rápidamente, siguiendo mis pasos y pillando una cerveza de la nevera para el
camino.
No me había dado cuenta de la frase
que había en el edificio de enfrente, pintada con spray verde, como si la pared
negra necesitara un color más llamativo que la adornase.
«Ella
vivía en la calle del Arte, por eso metía tan jodidamente bien.»
Mercurio.
Sonreí. Puto Mercurio y sus frases de mierda,
que seguían apareciendo de la nada en el barrio.
— Voy a ir a ver a Michael. —
Anuncié, en cuanto escuché los pasos de Dan ya detrás de mí.
Hacía apenas un par de noches me
había pedido que confiara en él, que le diera la oportunidad de ayudarme en mi
loco plan suicida, y eso mismo estaba haciendo en aquel momento.
Se acercó a mí, robándome el cigarro
para darle una calada larga y profunda antes de soltar todo el humo lentamente.
Sonreí, eso era algo que hacían
mucho los chicos del barrio, jugar con el tabaco y el humo como si se la pelase
que, en realidad, aquel estúpido juego de críos acabase matándolos poco a poco.
— ¿Cuándo quieres ir?
— Dentro de unos días, tal vez… — Me
encogí de hombros. — Quiero darle tiempo a que se relajen los aires después de…
Tania.
Asintió y le dio un trago a la
cerveza.
— Genial, cuando decidas ir…
Avísame.
— Genial. — Repetí.
Y nos quedamos así un rato, en
silencio contemplando el barrio: la mitad de las farolas fundidas o rotas, el
sonido de las motos de alguna carrera ilegal… Porque… ¿Por qué no? Solo por
nacer en lugares como este se te tatuaba la palabra “problemas” en la cara y
parecía que eras ilegal en la mitad del mundo, así que… ¿por qué no aprovechar
que simplemente “no teníamos solución”?
— Genial, simplemente genial…
El puerto de Manhattan, una jodida
nave en medio del desierto a las afueras de todo. Una nave industrial que
perfectamente podría haber sido parte de una granja en sus tiempos. Ni siquiera
había un solo vehículo aparcado fuera, una moto o yo que sé.
— Menudo recibimiento… — Murmuró
Dan, dejando la moto lo más a mano que pudo, siempre pendiente de si las cosas
se torcían y teníamos que salir corriendo.
—
Casi prefiero que no nos reciban…
La cosa llegó al punto en el que,
simplemente, tocamos la puerta del almacén esperando a que alguien nos abriera.
— ¿Ahora es cuando sale el segurata
y no te dejan entrar por llevar sandalias? — Preguntó Dan, al tiempo que la
puerta se abría y aparecía un chaval de unos dieciocho recién cumplidos.
— ¿Qué queréis?
Tenía el pelo rizado y la piel
oscura, pero sin llegar a ser negro. Además, tenía ese acento tan típico de
Sudamérica que me recordaba tanto a unos vecinos de Argentina que vivían en el
mismo edificio chabola en el que llevaba viviendo tres años y medio.
— Venimos a hablar con Michael. —
Anunció Dan, cruzándose de brazos.
Con aquella actitud me recordaba
mucho a su hermano, ambos en el papel de jefe de manada que los diferenciaba
tanto de los otros chicos del barrio. Todos perdidos y sin mayor propósito que
seguir al grupo.
El chaval miró a Dan fijamente y
luego me recorrió con la mirada de arriba abajo, como si fuera un puto escáner
que decidía si valía la pena dejarnos pasar o no. Al parecer Dan no estaba tan
equivocado con lo del segurata.
— Entrad.
The Moonlight parecía una casa de
monjas en comparación con aquel lugar. Su puta madre, no podía mirar a ningún
lado sin encontrarme un par de tetas de por medio.
— Bienvenidos al Muelle de
Manhattan. — Saludó una de las chicas, arrimándose mucho a Dan. — ¿Una copa?
Iba vestida como si fuera una
colegiala. Solían hacerlo mucho con las chicas que tenían la cara redonda y
esos aires de niña buena. A las demás les daban otros disfraces, algo más
imponente que una niña de preescolar con el uniforme.
No es que estuviera muy puesta en el
tema, pero había visto un par de películas porno, y vamos, que igual en todos
sitios. Tanto en Italia como en una granja reformada en mitad de la nada.
— Queremos hablar con Michael. —
Gruñí, intentando espantar a las chicas.
Así que así era como trabajaba
Michael, tenía una casa de placer en la que podían pagar tanto por acostarse
con las chicas una noche, como por comprarlas como si fueran una bolsa de
golosinas. Incluso podían probar el producto antes de decidir comprarlo. Asqueroso.
— Está bien. — Asintió la colegiala
con una sonrisa. — El jefe está en el despacho, creo que está tratando un
asunto con un cliente importante, pero en cuanto termine seguro que os recibe,
¡Michael no le dice nunca que no a una nueva adquisición!
«Espera, ¿qué?»
— Yo no vengo a por la… caridad de
Michael. — Gruñí.
— Oh, cariño, no pasa nada por
admitirlo. Aquí todas hemos pasado por lo mismo. Michael nos ayudó a todas. —
Siguió, como si no le importase una mierda lo que yo dijera o dejase de decir.
— El trato es el mismo siempre: Michael nos da un hogar y comida y nos ofrece
trabajo, si ningún hombre recibe una queja sobre ti, eres bienvenida al Muelle.
— Sonrió enseñando mucho los dientes. — Si por el contrario alguien se queja de
ti, cualquiera puede comprarte.
Miré a Dan, que mantenía la mirada
fija al frente, como si le fuera imposible mirar para otro lado.
— No tienes por qué preocuparte de
eso siempre que hagas bien tu trabajo, preciosa. — Nos detuvimos delante de una
puerta en la que se podía leer perfectamente el nombre de Michael. — Realmente
eres muy guapa… — Comentó, mirándome fijamente y acicalándome el pelo, como si
fuera a prepararme para meterme en uno de esos trajes de película porno. — No
eres de aquí, ¿verdad?
— Soy de Italia.
— ¡Genial! A Michael le encantan las
europeas, y tiene un trato especial con unos italianos… — Mustió, y tanto Dan
como yo nos quedamos mirando la puerta fijamente. — De hecho, creo que está
reunido con uno de ellos ahora.
— ¿Micah?
La chica soltó una carcajada y agitó
el pelo, como si estuviera coqueteando conmigo.
— No sé cómo se llama. — Se encogió
de hombros divertida. — Es uno de esos Malfatti que vienen tan a menudo.
Una presión en el pecho empezó a
dificultarme el respirar, y casi estuvo a punto de darme un ataque de pánico en
aquel momento. Incluso cuando la nave era lo suficientemente grande como para
dejar de pensar que estabas entre cuatro paredes.
— Gracias, ya esperamos solos aquí.
— Mustió Dan, empujando con delicadeza a la colegiala para que nos dejara
solos. — Max, ¿estás bien?
— Solo… Solo necesito tomar un poco
de aire…
Dan frunció los labios y negó
lentamente, apretándome la mano con fuerza.
— No podemos salir ahora, no cuando
estamos tan cerca…
Tenía razón, no después de haber
hecho todo el viaje hasta aquí. No podíamos marcharnos ahora, no después de
arriesgar tanto.
Asentí.
— Tienes razón, yo… — Murmuré, y en
aquel momento salió un hombre del despacho de Michael.
«Malfatti…»
Una espalda ancha, ropa negra,
cabello castaño y rapado casi al cero. Un hombre de unos treinta años más o
menos. Con la constitución de un toro y esa cara de pocos amigos me recordó
mucho a Reed. Pero este hombre no era mi amigo, este hombre y su familia habían
intentado matarme.
Me miró fijamente durante unos
segundos, y juré que en aquel momento mi organismo dejó de funcionar por
completo.
— El tiempo se acaba, Michael. —
Gruñó.
El mismo acento que se preciaba en
la voz de Dante, la misma procedencia.
— La próxima vez no seremos tan…
sutiles.
Una arcada estuvo a punto de
escapárseme por la garganta, pero el agarre de Dan en mi muñeca me impidieron
salir corriendo por patas en dirección a expulsar todo lo que quedaba en mi
estómago.
El Malfatti cerró la puerta con un
portazo y salió de allí a paso firme, casi atropella a una “enfermera” por el
camino, incluso.
Dan apretó más fuerte mi muñeca y
tiró de mí hacia el interior del despacho de Michael.
Michael era… ¿Tex y él eran parientes
lejanos de una rana? Bajito, con la cabeza muy grande y los ojos saltones. Sin
embargo, a diferencia de Tex, Michael tenía una enorme barriga cervecera y más
pelo en la cabeza. Por lo demás, podrían ser primos hermanos.
— ¿Qué queréis? — Resopló entre sus
manos, antes de levantar la vista hacia mí. — Ya veo… ¿Alguna de las chicas te
ha contado cómo funciona la cosa, morena?
Apreté los puños.
— No vengo a por un poco de tu
caridad. — Gruñí.
Michael abrió los ojos sorprendido,
al parecer, captando el poco acento que me quedaba después de vivir allí varios
años.
— Más italianos no, por favor… —
Volvió a resoplar. — Dime una cosa, niña; ¿en las guías turísticas de Nueva
York que venden en Italia sale mi negocio como puto de interés?
¿De qué cojones me estaba hablando?
— ¿Qué…?
— Estoy harto de los trapujos que se
trae tu gente… — Se levantó de la silla del escritorio y se acercó a la
ventana. No tendría muy buenas vistas teniendo en cuenta lo apartado del mundo
que se encontraba su negocio. — ¿Quién eres tú? ¿Hija del capo de una familia
muy importante? — Soltó una carcajada. — ¡Todas lo son! ¿Qué quieres?
Vale, esto me lo había preparado.
— Maxine Bianco. — Solté, levantando
mucho la barbilla. — Prácticamente soy el inicio de todos tus problemas.
Michael dejó de mirar al desierto de su ventana y fijó la vista en mí, y
después en Dan.
— Ya veo... La última deuda. —
Asintió lentamente, acercándose a mí con las manos detrás de la espalda. — No
ha sido muy inteligente por tu parte venir aquí… ¿Por qué lo has hecho?
— No soportaba seguir viendo como
cientos de chicas acababan con una muerte violenta por culpa de mi familia… —
Susurré mirando de reojo a Dan.
Michael estaba perdiendo parte de su
negocio, y, aun así, continuaba comercializando con las chicas del Muelle como
si no pasara nada.
De hecho, ellas seguían actuando
como si no pasara nada. Casi estaba segura de que no lo sabían, si no la
mayoría de ellas se hubiera largado de allí. ¿Cómo ocultaba la desaparición de
todas las chicas? ¿Simplemente les decía que se habían quejado de ellas y les
había encontrado un buen cliente?
— ¿Y qué pretendes? — Se burló. —
¿Que llame a los Malfatti para saldar de una puta vez la deuda con esos
mafiosos?
— La deuda puede saldarse de dos
formas: con mi muerte o con la de Micah. — Anuncié, casi estaba segura de que
había escuchado gruñir a Dan a mi lado.
No había llegado a contarle de qué
tenía pensado hablar con Michael. Pero había decidido confiar en él después de
todo trayéndolo conmigo, solo esperaba que no estropeara nada.
— ¿Quieres que mate a Micah? —
Preguntó incrédulo Michael. — ¿Por qué?
— Porque quieres seguir con tu
negocio tranquilamente…
— También podría matarte a ti. — Informó.
— Y sería mucho más sencillo. Micah tiene hombres que le protegen, más
italianos a los que no quiero deberles nada.
Asentí. Dante me había hablado de
ellos.
— Esos hombres trabajan para la
familia Bianco. — Anuncié. — Micah no es un auténtico Bianco, si tuvieran que
elegir entre defender mi vida o la de Micah, no dudarían en ponerse de mi lado.
Adoptar aquella actitud me resultaba
hasta doloroso; aquella actitud de capo que tantas veces había visto adoptar a
mi padre y que lo había llevado a meterse en asuntos turbios con gente con la
que no le convenía juntarse.
Y ahora yo me metía en su papel;
después de tantos años intentando borrar todo lo que había significado para mí,
todo lo que me había enseñado. No quería parecerme a él, no quería ser como él.
— Entiendo… Pero ellos no saben que
estás aquí, todavía… — Mustió Michael, acercándose de nuevo al escritorio. —
Podría matarte ahora mismo.
Saqué el revólver y apunté a
Michael. Aquel revólver era el mismo con el que había apuntado a Micah hacía
tres años, el mismo con el que no pude disparar de tanto que me temblaban las
manos. Pero ya no tenía miedo, no era la misma cría asustada que cuando llegué
a Nueva York.
Zack me había preguntado si sería
capaz de disparar. En aquel momento no había dudado, ahora tampoco tenía
pensado hacerlo si llegaba a necesitarlo.
— Micah. — Repetí, sin dejar de
apuntar. — Si no lo matas tú, lo mataré yo.
Copyright: Yanira Pérez - 2015-2016
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